En el vasto territorio de mi alma –que limita al norte con el origen y la continuidad de mi carne y de mi sangre; al sur, con la tierra, mi patria y la madre planetaria; al este, con la gente hermanada por la vida; y, al oeste, con el que buscamos incansables-, caben todos los universos juntos.
En ese lugar –hecho de tormentas, de tiempo y de recuerdos, un paraíso y todos los infiernos- guardo las mil razones para morir y para seguir viviendo. Ni siquiera el universo entero puede igualar este infinito tejido formado de segundos, horas, años, hilvanado con mis respiraciones, miradas, pensamientos, deseos, alegrías, sufrires, todos los sentimientos: los cualquieras y los huracanados. Allí habitan el dolor y la alegría, allí se han apiñado uno a uno los días transcurridos desde ese otro 6 de de octubre de hace treinta años, cuando los malditos arrastraron a Marco Antonio con ellos y lo hundieron en un limbo del que no salió nunca.
Es en mi alma donde quedó para siempre, grabado a fuego, el momento terrorífico cuando fue capturado a la una de la tarde de ese día, en ese año de la desgracia y de la muerte. Tres hombres armados y furiosos, salidos del averno, con sus manos marcadas por carnes torturadas y sangrientas, asomaron sus fauces a las puertas de la que hasta entonces fue mi casa. Se lo llevaron a él al no encontrarnos, en lugar de los libros, las ideas, las banderas y todas las consignas. Lo arrancaron, malditos, de los brazos de mi madre, sordos ante sus ruegos, ciegos ante su imagen –la desgarrada madre de rodillas clamando que se la llevaran a ella y no a su niño. Tampoco quisieron ver a la mujer que corrió tras ellos suplicante y que lo sigue haciendo, en sueños, en pos de su hijo.
Eso no quedó allí, no es el pasado, no sucedió solamente ese día. Es un lugar al que regreso cada vez que me arrastra el recuerdo, uno que no construí con mis propias vivencias. Esbozo apenas esta imagen con el horror de las palabras de mi madre, que sí tuvo ojos para verlos y no olvidar sus caras ni sus armas pesadas, que sí los escuchó pidiéndole a Marco Antonio la cinta con la que lo amordazaron, que entendió lo que estaba pasando y se hundió en un abismo que no conoce fondo. Fue ella quien vivió ese momento, aquel en el que sus manos quedaron vacías para siempre, traspasada de miedo por su hijo.
(¿Qué vieron sus ojos, hermano, cuando se lo llevaron a ninguna parte? ¿Que oyeron sus oídos? Oscuridad, silencio, quizá, en ese lugar terrible donde no lo alcanzamos…)
Hermano, usted sabe cuánto lo buscamos sin hallarlo, ni entonces ni ahora. Nunca es una palabra que no admite matices, y así ha sido su ausencia, absoluta. Tampoco hemos logrado justicia por su vida perdida. Alguien debería estar pagando por cada uno de sus días no vividos; alguien tiene la culpa por lo que usted pudo haber sido, lo que pudo haber dado, lo que pudo haber hecho, bueno o malo.
Pero aquí está conmigo, en mi sangre, en mi piel, en lo más elemental de mi existencia. Está en mi esperanza de encontrar lo que quede de usted y sepultarlo y en hacerle justicia, tristes anhelos compartidos con quienes no queremos resignarnos a que siga imperando el mandato de olvido, a quienes nos erguimos sobre nuestro dolor y no transamos y no perdonamos. Y eso también es absoluto.
Pero tampoco está y eso es lo duro. Es otra paradoja. Con palabras me enfrento a una perversa realidad que me despierta y destruye castillos en el aire, sueños de opio, autoconsuelos, refugios ilusorios, paliativos que se construyen día a día para no pensar en la tragedia. Hace mucho entendí que los finales felices no son para nosotros, familiares de desaparecidos, los cuentos de hadas quedaron en los libros. La imaginación no nos da para tanto en un país en el que, aún ahora, se duerme con los ojos abiertos, siempre alertas, aunque se bajen los párpados. Es un país que huye hacia atrás, arrastrado por un pasado de sangre, de cuerpos insepultos, de masacres impunes, de militares genocidas que orinan los muros de la mítica patria de Otto René Castillo.
Hoy, 6 de octubre de 2011, se cumplen treinta años de la desaparición forzada de mi hermano. Son treinta años pesados como puños, de búsqueda y espera, acumulados en mi piel y en mis huesos, también en mi palabra. Mientras tanto, ellos, los desaparecedores, los asesinos -triunfantes, satisfechos, soberbios, con su poder intacto- se pasean impunes, quizá deseando que muera o que desista. Pero yo, Ajpu, cerbatanera, acecho en el camino del tiempo y la paciencia, sostenida por la lealtad, la solidaridad, los principios y la sangre de mi hermano, que es la misma que corre por mis venas.
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