Hermano
Reducido a sombras,
a gemidos,
a dolor lacerante
en la piel, en los huesos, en el alma.
Sencillamente nada,
sencillamente nadie.
Sin nombre,
sin muerte por causas conocidas.
Fantasma
que gravita en mi esfera.
Amor en dolor transfigurado.
Los artículos previos a este son ¡Queremos a Ciani vivo! y El duelo dificultoso, inacabado, permanente
Las personas que
tenemos familiares desaparecidos/as no vivimos su pérdida como lo hacemos
cuando alguien muere por causas naturales o accidentales. Cuando murió mi papá,
en 1994, pude comparar la experiencia con lo que sigo viviendo por mi hermano. Fue
muy duro, pero me pude despedir de él en paz, aunque con tristeza, y,
paulatinamente, renunciar a su presencia en este mundo y dejarle partir.
En los casos de
pérdidas por desaparición forzada, al carecer de la prueba de realidad -el
cuerpo sin vida- el proceso de duelo como reacción normal es sustituido por la
melancolía, que "...se caracteriza psíquicamente por un estado de ánimo
profundamente doloroso, una cesación del interés por el mundo exterior, la
pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de todas las funciones y la
disminución del amor propio. Esta última se traduce en reproches y acusaciones,
de que el paciente se hace objeto a sí mismo, y puede llegar incluso a una
delirante espera de castigo." (Freud, S. Duelo y melancolía, citado por Elena Nicoletti, en Algunas reflexiones sobre el trabajo clínico
con familiares de desaparecidos, en Efectos
psicológicos de la desaparición política, p. 61).
En lo que sigue,
sin ser especialista en la materia, quisiera desmenuzar este concepto y
asociarlo con mis propias experiencias personales, en un esfuerzo por tratar de
entender y explicar lo que vivimos las y los familiares de las personas
desaparecidas.
Un estado de ánimo profundamente doloroso
En los escritos de
mi blog he dado cuenta reiteradas veces de este estado de ánimo profundamente doloroso
que identificó el creador del psicoanálisis, una vivencia común a todas los
seres humanos ante las pérdidas. En mi caso, lo que se dio fue un duelo
alterado que continúa abierto dada la falta de evidencia material de la muerte
de mi hermano. Durante muchos años, mantuve su existencia en mí y esa ilusión,
confrontada permanentemente con la realidad de su ausencia, ahondó mi
sufrimiento.
Ese dolor profundo fue lo que experimentó mi padre, el jinete
de estrellas, y lo que lo llevó a la tumba físicamente, de modo prematuro
(pocos meses antes de cumplir 67 años), porque espiritualmente murió cuando los
malditos se llevaron a mi hermano, el 6 de octubre de 1981. Desde ese momento,
mi padre ya no contó los días de su vida, su tiempo se convirtió de manera
absoluta y permanente en la ausencia de Marco Antonio.
Una cesación del interés por el mundo exterior
Lo que en un duelo
“normal”, asociado con una muerte natural o accidental, suele ser una condición
temporal, en una persona como yo, con una pérdida por desaparición forzada, la
cesación del interés por el mundo exterior podría extenderse a lo largo de la
vida.
No soy especialista
en el estudio de las emociones y los sentimientos, los experimento y de lo que
puedo hablar es de la vivencia que yo denomino “la etapa en la que pasé
mirándome el ombligo”, creyendo que mi dolor era único, que era el más profundo
que hubiera sufrido alguien sobre la tierra. Y aunque no me “desconecté” por
completo porque mi familia, sobre todo mis hijos, fue mi antena a la tierra, a
veces era incapaz de ver más allá de mí misma. No era egoísmo, sobrellevar sentimientos
tan difíciles demandaba todas mis energías vitales y emocionales.
Para mi padre
–hablo de él, porque es lo más cercano que tengo como ejemplo- el mundo se
redujo a sí mismo y su pérdida; a diferencia de mi mamá, parecía que se había
olvidado de sus otras hijas y su alegría, que ya era escasa, se extinguió. Al
estar cerca de él, aunque no habláramos de Marco Antonio, algo que casi nunca
hacíamos porque nos resultaba espantosamente difícil, caía en un abismo
insondable, me atrapaba en su órbita, me engullía como un agujero negro del que
no puede escapar nada, ni la luz.
La pérdida de la capacidad de amar
No me cabe duda alguna
de que pasé por una etapa en la que debí endurecerme, insensibilizarme, sepultando
en mi propio corazón –que siento a veces como una tumba vacía- mi capacidad de sentir.
No fue un proceso voluntario, las pérdidas violentas de queridos compañeros y
compañeras –que empezaron como lluvia pasajera y arreciaron hasta convertirse
en un torrente hacia 1980- me encallecieron el alma. Después de la desaparición
forzada de Marco Antonio si quería seguir existiendo –más que viviendo- tenía
que dejar de sentir tan intensamente el dolor.
Aprendí a espantar
el sufrimiento –esos momentos en los que quería morirme- como quien se quita una mosca
de encima. Pero pagué un precio muy alto: el dolor se transformó en incapacidad,
quizá no de amar porque logré establecer vínculos que duran hasta hoy, sino de
sentir el amor. Me buscaba el corazón dentro del pecho y lo que hallaba era una
piedra inútil, sin vida, sin latidos. De mi vida se fue la alegría y los breves
instantes de felicidad que los seres humanos experimentamos algunas veces, pasaban
de largo. Ahora que escribo esto y veo para atrás, entiendo que quizá lo que me
dominó fue el miedo a sentir amor por alguien y exponerme a sufrir por su
pérdida.
El dolor, padecido
en silencio y soledad, sepultó los sentimientos de amor y de ternura que tuve
hacia mi hermano. En los últimos años me he dedicado a buscarlos para volver a
sentirlos y, de esta forma, darle un sentido vital y positivo a su memoria y a
la lucha por la justicia. Sin embargo, es amor y es dolor, es amor en dolor
transfigurado.
Sin embargo, he
allí la paradoja, aunque involuntariamente me cerrara a sentir el amor, mi vida
continuó por ese cauce y pude construir mi propia familia, remendar mi
existencia y recuperar la cordura, encontrarme de nuevo en ese mar profundo en
el que estaba sumergida. Pero el vacío dejado por la desaparición de Marco
Antonio permanece y el dolor está intacto.
La inhibición de todas las funciones
Aunque no soy
especialista, estoy tratando de aplicar los componentes del concepto freudiano
del duelo a mis propias vivencias. Esto lo interpreto como la fuga permanente
de energía emocional y física que requiere lidiar con los dificultosos
sentimientos y procesos provocados por la desaparición forzada de Marco Antonio,
energía que muchas veces me falta para hacer las cosas más simples y aún para
el disfrute.
Sin embargo, no me
paralicé. La vida fluyó dificultosamente pese a los duros sentimientos y
experiencias. Mi familia fue un principio de realidad que me obligó a continuar
funcionando y no caer en la tentación de tenderme en la cama a ver el techo. Otro
factor muy poderoso es el ejemplo vital de mi madre y mis hermanas, que no se
quiebran ni se doblan. Pero obligarme es la palabra clave. Hasta hoy, salir de
vez en cuando de la rutina y de lo ineludible, requiere de toda mi voluntad
para romper con el inmovilismo al que suelo tender.
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