Este artículo tiene su antecedente en ¡Queremos
a Ciani vivo!, es un intento de explicar lo que vivimos las y los
familiares de las personas desaparecidas
Hoy me despertó el
sonido de mi llanto por la desaparición de Marco Antonio. En el sueño, eso
acababa de suceder. No era un llanto callado sino un aullido que traspasa más
de la mitad de mi vida, un agujero en el alma y en el cuerpo que llevo –y que
me lleva- desde hace décadas. Recrear en pesadillas que hoy, 16 de marzo de
2014, se están llevando a mi hermano para siempre, es parte de lo que me
provoca ese hecho terrible, es lo que he vivido durante casi 33 años. Aunque
quisiera creer que mi experiencia es única, estoy segura de que siento lo mismo
que muchísima gente en Guatemala y Latinoamérica,
empezando por mi propia familia, mi madre, mis hermanas.
Me levanto y veo a
través de la cortina. Suelto la mirada sobre una mañana despejada. La aurora,
como en las epopeyas griegas, tiñe de rosa el horizonte. El día se anuncia
caluroso, pero un viento susurrante hace que me estremezca. Me acosa la duda: ¿mi
madre y mis hermanas sentirán del mismo modo este dolor sepultado que a veces
se desentierra en pesadillas, en tristezas rabiosas, en esas noches largas,
largas, en las que no cierro los ojos?
De esto no se habla
entre nosotras pero tampoco con nadie más. Es tabú. Es doloroso hacerlo y
también duele lo contrario. Sin quererlo, nos ignoramos mutuamente en esta
arista espinosa, quizá nos enmudece el temor a caer doblegadas por el peso de
un sol oscuro y enorme y no encontrar las fuerzas para volver a levantarnos.
Así, ha pasado una vida. Sobre esto he escrito muchas veces y ahora trataré de
explicar de qué se trata.
A diferencia de las
familias que pierden a un ser querido de modo violento o natural, en los casos
de desaparición forzada el proceso psíquico de elaboración de la pérdida se
desarrolla de una forma muy lenta y dificultosa, ya que hacen falta los
elementos habituales del duelo: la certeza de que la persona murió; el acceso
al conocimiento de las circunstancias de su fallecimiento; y, el paradero del
cadáver. En consecuencia, nos está vedado desarrollar las prácticas rituales
como la velación y el funeral mediante las que se recibe la respuesta social
solidaria.
Esa difícil
elaboración de la pérdida –que pasa por varias etapas hasta llegar a la
aceptación o resignación -debida a la ausencia de la prueba de la muerte de
nuestro ser querido, ni más ni menos que su propio cuerpo sin vida- hace que
Muchas personas ha(ya)n
buscado en vano durante años a un allegado desaparecido. Conocemos a madres
cuyos hijos han desaparecido y que, después de casi treinta años, aún siguen
esperando la aparición de su hijo. Los familiares suelen resistirse a aceptar
la muerte de un miembro desaparecido y, en muchos casos, sufren síntomas de
duelo complicado, como imágenes intrusivas o crisis emocionales graves, o
niegan los efectos de la pérdida. Como consecuencia, les suele resultar difícil
efectuar las actividades habituales del trabajo y del hogar.[i]
El duelo es “la
pena, el sufrimiento y el desamparo emocional causados por la muerte o la
pérdida de un ser querido”. En circunstancias normales, se vive una etapa de
luto en la que se dan una serie de ritos acordes con la cultura a la que
pertenecemos que están marcados por nuestras creencias, religiones y costumbres;
en ellos, el cuerpo de la persona fallecida ocupa el lugar preponderante. El
velorio, las ceremonias religiosas, los homenajes diversos, la vestimenta, las
comidas, las flores, son parte de la despedida a nuestro ser querido, también
la demostración de nuestro sufrimiento, del cariño hacia él o ella y el homenaje
y reconocimiento a su vida. Pero no son solamente una suerte de obligación
social que nos permite recibir compañía y solidaridad, también contribuyen a
que nuestra psique se empiece a acomodar ante una situación muy dura.
Cuando una persona
es desaparecida de manera forzosa, no
cabe ninguna ceremonia de despedida porque nuestra primera reacción es buscarla,
encontrarla, devolverla a su lugar, a la casa, al seno de la familia. Es una
situación profundamente inhumana para la que no se ha inventado ningún ritual
de acompañamiento; es más, es tan aterradora que la respuesta social fue el
aislamiento de las familias que sufrimos la desaparición de un ser querido por
el miedo al “contagio”.
En este sentido, “En estudios recientes, se ha
demostrado que el proceso de elaboración del duelo se vuelve particularmente
difícil cuando las circunstancias de la muerte representan una amenaza para las
concepciones de la persona en cuestión o cuando recibe escaso apoyo social”.
Según estudios
hechos en otros países, “Muchos profesionales de la salud mental han observado
que si los familiares optan por aceptar la muerte de la persona desaparecida,
sienten que la están "matando"”. Exactamente eso sentí cuando decidí
que no podía continuar esperando encontrar vivo a mi hermano después de una
década. Si eso me había ayudado a vivir y a medio recuperarme de lo que yo
llamo “mi locura”, a esas alturas ya me estaba matando y enloqueciendo, me llegué
a sentir fuera de este mundo.
Otro efecto nocivo
son las “fantasías de que su ser querido está viviendo en algún lugar lejano y
que no vuelve a casa porque no le está permitido, o que está en prisión”. Esto
lo experimentó una de nosotras la primera vez que fue a La Habana –en 2005-,
donde creyó que podría encontrar a Marco Antonio porque una de las tantas
“explicaciones” con las que pretendieron apaciguar los reclamos y las denuncias
era que “los desaparecidos están en Cuba”.
Además, “Las personas que no cuentan con la posibilidad de llorar a
su ser querido fallecido pueden no ser capaces de realizar efectivamente el
duelo y pueden sufrir la detención del proceso de duelo o reacciones atípicas.”
Es cierto que no se puede llorar, aún me cuesta. Llorar en aquel tiempo era
hasta un problema de seguridad. Hubo que endurecerse, hacerse callos en el alma
y contener las lágrimas, los gritos, los aullidos de dolor. No llorar fue parte
del silencio y el aislamiento en el que sufrimos esta arrancadura del corazón.
Agregado a lo anterior, “La
incredulidad continua acerca de la muerte de un ser querido impide a las
personas iniciar el proceso de duelo normal e implica un riesgo elevado de
duelo complicado”. Y, por si fuera poco, “Se ha observado que los familiares de
personas desaparecidas tienen más ansiedad y trastornos por estrés
postraumático (TEPT) que los familiares de personas fallecidas.” Entre los
efectos se cuentan el “insomnio, pensamientos con imágenes de los muertos,
períodos imprevisibles de ira, ansiedad, culpa del sobreviviente, paralización
de emociones y retraimiento respecto de los demás. Estos síntomas son típicos
del duelo crónico e irresuelto, así como del TEPT.” Sobre cada uno de ellos,
podría contar tantas cosas, de lo que más he hablado en Cartas a Marco Antonio es
del insomnio; la culpa definitivamente merece un capítulo aparte.
El duelo dificultoso, inacabado,
permanente, el círculo abierto, el agujero en el costado, la herida sangrante,
se interpretan como cuadros depresivos que, al no serlo, no reciben atención ni
tratamiento eficaz ni médica ni psicológicamente.
Además de los aspectos psicológicos, hay una serie de impedimentos
sociales y hasta legales que dificultan el duelo por una persona desaparecida.
Las leyes del trabajo que prevén permisos por fallecimiento, no disponen lo
mismo por una desaparición (mi madre tuvo que ir a trabajar al día siguiente). Y,
como ya dije, los rituales de acompañamiento y solidaridad que “ayudan a la persona en duelo a entender que la vida debe continuar, así
como a reintegrarse en la sociedad”
son imposibles tras una desaparición forzada en contextos de persecución,
terror y aislamiento social.
Pero tampoco tienen sentido tales ritos y normas de duelo y luto
respecto de una desaparición forzada. A mí y a mi familia jamás se nos ocurrió
vestirnos de negro por Marco Antonio ni hacer un acto religioso y, mucho menos,
publicar una esquela. Fue tan brutal el golpe, tan desquiciante, que
sencillamente nos cerramos a la posibilidad de su muerte. No lo buscamos nunca
entre los muertos, que llegaban por montones a las morgues, ni en los botaderos
de cadáveres que aparecían todos los días en cualquier parte del país. Mi madre
y mi padre lo buscaron vivo; recurrieron a todos los militares que pudieron y
también a sus esposas –la de Ríos Montt incluida-, parientes y amigos; hablaron
con autoridades de todos los tamaños, obispos y arzobispos, con delincuentes
que se acercaron a atracarlos pidiéndoles todo a cambio, hasta la vida, para
devolvérselos.
Por otra parte, leyendo el artículo que he ido glosando, me enteré de
que es normal “tener pensamientos intrusivos y, a veces,
sentir que las visitan fuerzas sobrenaturales, sea durante el sueño, sea en
vigilia”, que eso es parte del duelo crónico y del síndrome de estrés
postraumático. No me da pena decir, entonces, que no puedo estar sola en mi
propia casa, que me da miedo la oscuridad y que, cuando no tengo compañía, me encierro
en mi cuarto y ni siquiera un temblor me sacaría de allí.
¿Qué se necesita para devolverle a esta situación horrible algún viso de
humanidad? “Los familiares sólo pueden iniciar el proceso
de duelo normal cuando han recibido la partida de defunción.” No tenemos la partida de defunción de Marco
Antonio, pero no solo eso nos falta. Tampoco sabemos la verdad de lo ocurrido,
con nombres y apellidos. No tenemos una certeza absoluta de su muerte. No hemos
recuperado sus restos ni los hemos enterrado como es nuestro derecho, y también
el de él. No ha habido justicia. Seguimos prisioneras en una cárcel de
incertidumbre y dolor, de vacío, de duelo crónico, inacabado, quizá eterno. Por
eso, el relator de tortura de la ONU consideró que “el
sufrimiento que se inflige a los familiares de una persona desaparecida puede
equipararse a la tortura, violación grave de los derechos humanos”[ii].
La tortura psicológica y espiritual se agrava en un contexto perverso de cinismo
e impunidad caracterizado por la negación de la responsabilidad de los
desaparecedores, torturadores y genocidas.
Por eso, no admitir la muerte de mi hermano sin que medie
una explicación, sin saber qué le hicieron y quiénes, sin recuperar sus restos
y sin que se haga justicia no es un capricho de gente estúpida que no comprende
que el tiempo pasa y que para ser felices hay que perder la memoria. Mis
reacciones, el trauma, todo lo vivido a lo largo de más de tres décadas son
parte de la respuesta humana normal frente a hechos inhumanos y brutales.
Varias conclusiones: la mamá de Antonio Ciani no estaba loca,
tampoco yo, tampoco las Madres de la Plaza de Mayo ni la mamá de Juan Luis Molina Loza, que fue internada en el hospital psiquiátrico guatemalteco después de que rompieron las cadenas con las que se había atado a las puertas del Palacio Nacional. No soy una resentida ni
estoy amargada y soy fuerte y capaz de ver hacia adelante, como mi madre y mis
hermanas, como las y los incontables familiares de desaparecidos/as en
Guatemala y en el continente.
Pese al dificultoso duelo, que sigo elaborando, adelante lo que vi fue
mi vida y la de mis hijos, logré reconstruirla y apoyarlos con todo lo que fui
capaz, material e inmaterial, para que construyeran sus propias opciones. Ahora,
lo que veo adelante es la justicia y un duelo pendiente cuyo cierre depende de
las circunstancias.
No obstante que la desaparición forzada sistemática y masiva es parte
sustantiva de una problemática que nos atraviesa de parte a parte, que está en
la base no solo de la dominación y el terror que siguen imperando en Guatemala,
sino también del sufrimiento humano que se sigue viviendo en un contexto de
relaciones sociales y políticas violentas y autoritarias, sigue siendo una
situación ignorada.
La desaparición forzada no se conoce socialmente, es una vivencia
individual, privada, encerrada en el alma de cada persona que la sufrió en su
propia carne y sangre. Tampoco ha sido suficientemente investigada por la
academia y se desconoce deliberadamente por parte del poder que lo que quiere
es borrarla y borrarnos, como hicieron con nuestros seres queridos/as. Por eso,
y más, nuestras reacciones como familiares de personas desaparecidas han sido
silenciadas, negadas y estigmatizadas.
Romper el silencio y mantener la memoria junto con la demandas de verdad
y justicia es un acto de amor, un sentimiento sepultado bajo innumerables
estratos de dolor que he debido exhumar en mi propia existencia. También es una
postura política y ética, un acto de fortaleza y resistencia en el que racional
e irracionalmente escojo no perdonar ni olvidar. Es un acto profundamente
humano, que hunde sus raíces en necesidades emocionales, psíquicas y
espirituales que nos hacen ser lo que somos, personas. La respuesta que
obtenemos a estas demandas, describe con elocuencia cómo es nuestra sociedad.
[i] Los entrecomillados son citas de "Negación y silencio" o
"reconocimiento y revelación de la información", un artículo Magriet
Blaauw, Virpi Lähteenmäki publicado en la Revista Internacional de la Cruz Roja
disponible en http://www.icrc.org/spa/resources/documents/misc/5ted5u.htm
[ii] Informe del Relator Especial sobre la cuestión de la tortura y otros
tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, Doc. ONU A/56/156, 3 de julio
de 2001.
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