Antonio Ciani García, detenido
ilegalmente y desaparecido el 6 de noviembre de 1978
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El 6 de noviembre de 1978 sucedió
un hecho que quizá muy pocas personas recordamos: la desaparición de Antonio
Ciani García, un joven estudiante de la Facultad de Derecho de la Universidad
de San Carlos. Tenía tan solo 24 años.
Ciani, como le llamábamos, era un
muchacho menudo, de tez clara, pelo castaño y un bigote poblado, al estilo
Pancho Villa. No lo traté mucho, no puedo decir que fui su amiga. La percepción
que mantengo de él es que tenía un carácter fuerte y una aguda inteligencia
además de que, tan joven, ya era un comprometido luchador revolucionario. Así
como tantos muchachos y muchachas de entonces, todo en él apuntaba a que se
convertiría en un hombre íntegro y en un líder político nacional. Cuando lo
conocí, siendo una estudiante más de la Universidad de San Carlos, formaba
parte del Bloque Estudiantil Organizado (BEO) de su Facultad, era dirigente de
la agrupación FRENTE y, como secretario de organización de la Asociación de
Estudiantes Universitarios, fue integrante del histórico secretariado que
encabezó Oliverio
Castañeda de León, a quien sustituyó tras su muerte violenta.
Su captura ilegal, seguida por su
desaparición forzada, ocurrió unas dos semanas después del asesinato de
Oliverio el 20 de octubre de ese año nefasto. Cuenta un amigo, el último en ver
a Ciani con vida, que esa noche habían asistido, junto con otros compañeros y
compañeras, a la elección del cuerpo de electores/as del Colegio de Humanidades
que participaría en la escogencia del futuro Rector de la USAC. Nuestro
candidato era el economista Saúl Osorio Paz y el grupo que le apoyaba en ese
Colegio resultó triunfador.
Ciani, sabiéndose vigilado, no le
permitió a su acompañante que le llevara
directamente al lugar en el que se encontraba resguardado, por lo que lo dejó
en la zona 11, en las cercanías de una casa a la que nunca llegó. Jamás volvió
a vérsele ni vivo ni muerto. Al igual que en otros casos, sus familiares, que
iniciaron una incansable búsqueda, la AEU y el movimiento popular realizaron
diversas acciones, desde denuncias públicas nacionales e internacionales, hasta
habeas corpus y manifestaciones cada vez menos concurridas. El terror empezaba
a calar muy hondo, circulaba en el cuerpo social, espesaba el aire, espesaba la
sangre, paralizaba.
Pocos días después, con unas
amigas decidimos ir a ver a la madre del compañero desaparecido, doña Ana Julia
García de León. Vagamente recuerdo esa visita, han pasado 35 años desde
entonces, ahora es una imagen desvaída por la oscuridad y el paso del tiempo. Ya
no sé si a la pena que sentía se le unía el temor, tampoco recuerdo los rasgos
de la mamá de Ciani ni los de su hermana, no sé cómo sonaron sus palabras,
tampoco lo que dijo. De la conversación que sostuvimos, en la que mi único
propósito era expresarle mis condolencias por su pérdida, me quedaron su
angustia y la preocupación por su certeza de que iba a encontrar a su hijo, de
quien no aceptaba su desaparición ni su –para mí- segura muerte. Se afanaba en
buscarlo con la convicción de que iba a encontrarlo. Si aún vive, debe seguir
buscándolo.
La noche de la visita a la mamá
de Ciani, salí de allí pensando que quizá la señora, sometida a un intenso
sufrimiento, no entendía lo que había pasado. Pero la que no entendía nada era
yo.
Más adelante fueron desaparecidos
otros compañeros y compañeras, muchísimos/as más fueron asesinados/as y sus
cuerpos destrozados nos eran arrojados al rostro, ensangrentándonos. La represión
se fue recrudeciendo. El ochenta fue un huracán arrasador que se llevó las
vidas de muchas personas cercanas y queridas. Dejé de ir a los entierros cuando
me abandonaron las fuerzas. Me fui haciendo dura. Era prohibido llorar. Para
mí, insisto en que es mi percepción y mi vivencia, cada muerte se erigía en un sacrificio
inspirador porque, como dijo el poeta malogrado, “alguien tenía que caer para
que no cayera la esperanza”. En cada compañero y compañera asesinados o
desaparecidos, veía reflejada mi propia disposición a dar la vida por la causa
revolucionaria. Ese era el precio y había que pagarlo. Con cada nuevo golpe
crecía mi convicción de que había que seguir luchando.
Ante estos hechos, mi reacción
fue la “normal” para aquellos tiempos duros. Además del impacto doloroso, la
indignación, la protesta en privado y en público, acepté lo sucedido. ¿Acaso un
final fatal no era lo esperado, lo que correspondía a personas como Ciani, como
yo misma, por desafiar al poder? Al cruzar la línea invisible entre lo
permitido y lo prohibido por el orden establecido, esa que movían a su antojo,
no me (nos) esperaba otra cosa que la desaparición o la muerte, precedidas por
los más terribles sufrimientos físicos y espirituales. Las consignas, como la
que titula este artículo, en mi caso caían en el terreno de la racionalidad más
absoluta. Las escribía, las gritaba en las calles, las pintaba en las paredes y
en las pancartas, pero no las sentía. En el fondo de mi corazón, sabía que era
imposible que consiguiéramos que se hicieran realidad. Lo digo con vergüenza,
debí haberlo sentido y vivido de otra forma.
Al leer lo anterior, uno de mis hijos me dijo que: “Es muy duro este párrafo, no sé si se presta a
manipulaciones del tipo “ya sabían a lo que se metían”. Pero es cierto, por lo
menos para mí: yo sabía a lo que estaba expuesta y no me importó. No eran temas
de los que se hablara entre nosotros más allá de la anécdota o la broma
macabra, a la que tan dados somos guatemaltecos y guatemaltecas. Pero sabía y
no sabía. Ninguno/a estaba preparado para afrontar una desaparición forzada,
tampoco la sociedad que, como todo conglomerado humano debió estar constituido
para proteger la vida de todas las personas como el valor supremo. Guatemala
entera vio para otro lado por terror o conveniencia; insensibilizada, permitió
que el poder abusara de su fuerza y rompiera la legalidad de los modos más
brutales y perversos.
Sin tiempo ni espacio para
reflexionar sobre lo que pasaba en términos humanos, no me daba cuenta de que
estaba naturalizando la violencia de la que éramos objeto. Seguía sin entender
los sentimientos ni la búsqueda de la madre de Ciani, al igual que, cuando era
una niña de once años, tampoco había comprendido el sufrimiento de mi propio
padre cuando se llevaron a su hermano, mi tío Alfredo Palma.
Sin comprenderlo aún, me llegó el
turno de vivirlo cuando mi hermano fue detenido ilegalmente y desaparecido, al
igual que Ciani, varios años después, el 6 de octubre de 1981. Ese fue el día de
mi primera muerte.
Unos años más tarde, en 1984, en la
etapa mexicana de este prolongado exilio, leí una revista de la Federación
Latinoamericana de Asociaciones de Familiares de Detenidos-Desaparecidos
(FEDEFAM). Supe entonces que mi hermano había sufrido una desaparición forzada
e involuntaria. Esta terminología, que en un primer momento me pareció
rimbombante, cobró sentido cuando me di cuenta de que hay personas que sí
quieren desaparecer. Para mí las únicas desapariciones eran las efectuadas por
el ejército guatemalteco y sus escuadrones de la muerte, violentas, empleadas
como un arma represiva contra los y las militantes de los distintos movimientos
opositores.
En la misma
revista había un artículo que describía el impacto y las consecuencias
psicológicas en las y los familiares de las personas desaparecidas. Con
asombro, me vi retratada en muchas de las manifestaciones del daño.
Las respuestas de cada persona y
cada familia al hecho y a sus consecuencias tampoco se ajustaban a un patrón,
Muchas, incluyendo a la mamá de Antonio Ciani, lo buscó en la morgue y en los
botaderos de cadáveres, en los cementerios clandestinos que aparecían en
cualquier parte. Mis padres no pudieron hacer eso, sencillamente se negaron a
aceptar que Marco Antonio podría haber sido asesinado.
Al leer la revista
de FEDEFAM supe que uno de los efectos que estaba sufriendo era la
imposibilidad de elaborar la pérdida, una situación que nos sume a quienes
tenemos familiares desaparecidos/as en un auténtico estado de tortura
psicológica.
Un ejemplo de ello, además de
todo lo escrito en mi blog, es esta reflexión de alguien que no se identifica
que conoció a Antonio Ciani García y a su madre. Considero que contribuye a ilustrar
la magnitud y hondura del daño sufrido por su mamá y su hermana:
(…) el secuestro de Antonio
causó muchos años de dolor, de angustia y de atropellos para su madre Ana Julia
García de León y su hermanita. Fueron muchos años viendo cuanto cadáver era
llevado a la morgue. Sufriendo afrentas cuando lo buscaban en los centros de
detención. La última vez que supe de ellas, después de varios años, todavía la
madre deambulaba por las calles, todos los días, porque alguien les dijo que
habían visto a Antonio, algunas veces, conducido en la carrocería de un camión.
(Tomado de http://www.serjus.org.gt/pagina/node/119)
Lo que se vive con la
desaparición de un ser querido –un hijo, una hija, el padre, la madre, un
hermano o hermana, la esposa o el esposo…- es incomprensible para alguien que
no haya sufrido la experiencia maldita en su propia carne y sangre. Aún se sabe
poco sobre los efectos destructivos de la desaparición forzada, que en
Guatemala continúa siendo invisibilizado y negado, junto con las 45 000
víctimas y sus familias, que aún sufren el estigma, la discriminación y la
persecución cuando demandan justicia. Por eso, por la memoria y la dignidad de
las víctimas y sus familias, que tantas veces hemos sido consideradas locas, es
necesario volver sobre ello y tratar de explicarlo. (Continuará)
La fotografía fue tomada de http://honorablemartires.blogspot.com/2009/02/antonio-ciani-garcia.html
El comunicado del que tomé la consigna está aquí:
http://pudl.princeton.edu/sheetreader.php?obj=ms35t9668
El comunicado del que tomé la consigna está aquí:
http://pudl.princeton.edu/sheetreader.php?obj=ms35t9668
Con Antonio fuimos compañeros de estudios en la secundaria, irónicamente en el Instituto Adolfo V Hall, posteriormente nos volvimos a encontrar en la USAC, el estudiaba derecho, yo estaba en económicas. Por azares del destino, me retiré del movimiento estudiantil cuando decidí casarme, estaba en esas vueltas cuando fui testigo involuntario del asesinato de Oliverio, el 20 de octubre de 1978. Yo conducía el carro detenido por el semáforo en la sexta avenida y octava calle, justo cuando apareció la camioneta desde donde lo ametrallaron. Ese día llevaba a mi futura eposa y a su hermana conmigo. Cuando comenzaron los disparos, las hice tirarse al piso del auto (un toyota 1000 color mostaza) y tomé por la octava calle con rumbo a la septima avenida. Cuando pasé frente a la Catedral, allí estaba Antonio con un megáfono en la mano y con la sorpresa dibujada en su cara, no me detuve, fue la úlitma vez que lo vi. Jamás olvidaré una conversación que habíamos tenido tres años antes, en un bus de la ruta 4, que salió de la ciudad universitaria con rumbo a la zona 3, en un momento, luego de quejarme de la desgraciada situación en que estaba Guatemala, él me preguntó -¿Por qué no hacés algo? Yo le respondí -porque no he tenido la oportunidad. Él sonrió, me apretó el brazo y me dijo -Las oportunidades se las hace uno. Antonio fue alguien congruente de palabra y obra, ojalá que su espíritu esté descansando en paz.
ResponderEliminarEstimada Lucrecia, cada vez que leo alguno de tus escritos me embarga una profunda admiración por tu capacidad para transformar el dolor, la rabia, el miedo, la determinación por la justicia en tan bellas y claras palabras. Gracias por tener el coraje y la habilidad de decir, por millares de nosotros,
ResponderEliminarlas cosas que se nos quedan atoradas en la garganta y el pensamiento.