martes, 4 de febrero de 2014

¡¡Queremos a Ciani Vivo!!





Antonio Ciani García, detenido ilegalmente y desaparecido el 6 de noviembre de 1978
 
El 6 de noviembre de 1978 sucedió un hecho que quizá muy pocas personas recordamos: la desaparición de Antonio Ciani García, un joven estudiante de la Facultad de Derecho de la Universidad de San Carlos. Tenía tan solo 24 años.

Ciani, como le llamábamos, era un muchacho menudo, de tez clara, pelo castaño y un bigote poblado, al estilo Pancho Villa. No lo traté mucho, no puedo decir que fui su amiga. La percepción que mantengo de él es que tenía un carácter fuerte y una aguda inteligencia además de que, tan joven, ya era un comprometido luchador revolucionario. Así como tantos muchachos y muchachas de entonces, todo en él apuntaba a que se convertiría en un hombre íntegro y en un líder político nacional. Cuando lo conocí, siendo una estudiante más de la Universidad de San Carlos, formaba parte del Bloque Estudiantil Organizado (BEO) de su Facultad, era dirigente de la agrupación FRENTE y, como secretario de organización de la Asociación de Estudiantes Universitarios, fue integrante del histórico secretariado que encabezó Oliverio Castañeda de León, a quien sustituyó tras su muerte violenta.

Su captura ilegal, seguida por su desaparición forzada, ocurrió unas dos semanas después del asesinato de Oliverio el 20 de octubre de ese año nefasto. Cuenta un amigo, el último en ver a Ciani con vida, que esa noche habían asistido, junto con otros compañeros y compañeras, a la elección del cuerpo de electores/as del Colegio de Humanidades que participaría en la escogencia del futuro Rector de la USAC. Nuestro candidato era el economista Saúl Osorio Paz y el grupo que le apoyaba en ese Colegio resultó triunfador.

Ciani, sabiéndose vigilado, no le permitió a su acompañante que le llevara directamente al lugar en el que se encontraba resguardado, por lo que lo dejó en la zona 11, en las cercanías de una casa a la que nunca llegó. Jamás volvió a vérsele ni vivo ni muerto. Al igual que en otros casos, sus familiares, que iniciaron una incansable búsqueda, la AEU y el movimiento popular realizaron diversas acciones, desde denuncias públicas nacionales e internacionales, hasta habeas corpus y manifestaciones cada vez menos concurridas. El terror empezaba a calar muy hondo, circulaba en el cuerpo social, espesaba el aire, espesaba la sangre, paralizaba.

Pocos días después, con unas amigas decidimos ir a ver a la madre del compañero desaparecido, doña Ana Julia García de León. Vagamente recuerdo esa visita, han pasado 35 años desde entonces, ahora es una imagen desvaída por la oscuridad y el paso del tiempo. Ya no sé si a la pena que sentía se le unía el temor, tampoco recuerdo los rasgos de la mamá de Ciani ni los de su hermana, no sé cómo sonaron sus palabras, tampoco lo que dijo. De la conversación que sostuvimos, en la que mi único propósito era expresarle mis condolencias por su pérdida, me quedaron su angustia y la preocupación por su certeza de que iba a encontrar a su hijo, de quien no aceptaba su desaparición ni su –para mí- segura muerte. Se afanaba en buscarlo con la convicción de que iba a encontrarlo. Si aún vive, debe seguir buscándolo. 

La noche de la visita a la mamá de Ciani, salí de allí pensando que quizá la señora, sometida a un intenso sufrimiento, no entendía lo que había pasado. Pero la que no entendía nada era yo.

Más adelante fueron desaparecidos otros compañeros y compañeras, muchísimos/as más fueron asesinados/as y sus cuerpos destrozados nos eran arrojados al rostro, ensangrentándonos. La represión se fue recrudeciendo. El ochenta fue un huracán arrasador que se llevó las vidas de muchas personas cercanas y queridas. Dejé de ir a los entierros cuando me abandonaron las fuerzas. Me fui haciendo dura. Era prohibido llorar. Para mí, insisto en que es mi percepción y mi vivencia, cada muerte se erigía en un sacrificio inspirador porque, como dijo el poeta malogrado, “alguien tenía que caer para que no cayera la esperanza”. En cada compañero y compañera asesinados o desaparecidos, veía reflejada mi propia disposición a dar la vida por la causa revolucionaria. Ese era el precio y había que pagarlo. Con cada nuevo golpe crecía mi convicción de que había que seguir luchando.

Ante estos hechos, mi reacción fue la “normal” para aquellos tiempos duros. Además del impacto doloroso, la indignación, la protesta en privado y en público, acepté lo sucedido. ¿Acaso un final fatal no era lo esperado, lo que correspondía a personas como Ciani, como yo misma, por desafiar al poder? Al cruzar la línea invisible entre lo permitido y lo prohibido por el orden establecido, esa que movían a su antojo, no me (nos) esperaba otra cosa que la desaparición o la muerte, precedidas por los más terribles sufrimientos físicos y espirituales. Las consignas, como la que titula este artículo, en mi caso caían en el terreno de la racionalidad más absoluta. Las escribía, las gritaba en las calles, las pintaba en las paredes y en las pancartas, pero no las sentía. En el fondo de mi corazón, sabía que era imposible que consiguiéramos que se hicieran realidad. Lo digo con vergüenza, debí haberlo sentido y vivido de otra forma. 

Al leer lo anterior, uno de mis hijos me dijo que: “Es muy duro este párrafo, no sé si se presta a manipulaciones del tipo “ya sabían a lo que se metían”. Pero es cierto, por lo menos para mí: yo sabía a lo que estaba expuesta y no me importó. No eran temas de los que se hablara entre nosotros más allá de la anécdota o la broma macabra, a la que tan dados somos guatemaltecos y guatemaltecas. Pero sabía y no sabía. Ninguno/a estaba preparado para afrontar una desaparición forzada, tampoco la sociedad que, como todo conglomerado humano debió estar constituido para proteger la vida de todas las personas como el valor supremo. Guatemala entera vio para otro lado por terror o conveniencia; insensibilizada, permitió que el poder abusara de su fuerza y rompiera la legalidad de los modos más brutales y perversos.

Sin tiempo ni espacio para reflexionar sobre lo que pasaba en términos humanos, no me daba cuenta de que estaba naturalizando la violencia de la que éramos objeto. Seguía sin entender los sentimientos ni la búsqueda de la madre de Ciani, al igual que, cuando era una niña de once años, tampoco había comprendido el sufrimiento de mi propio padre cuando se llevaron a su hermano, mi tío Alfredo Palma.

Sin comprenderlo aún, me llegó el turno de vivirlo cuando mi hermano fue detenido ilegalmente y desaparecido, al igual que Ciani, varios años después, el 6 de octubre de 1981. Ese fue el día de mi primera muerte.

Unos años más tarde, en 1984, en la etapa mexicana de este prolongado exilio, leí una revista de la Federación Latinoamericana de Asociaciones de Familiares de Detenidos-Desaparecidos (FEDEFAM). Supe entonces que mi hermano había sufrido una desaparición forzada e involuntaria. Esta terminología, que en un primer momento me pareció rimbombante, cobró sentido cuando me di cuenta de que hay personas que sí quieren desaparecer. Para mí las únicas desapariciones eran las efectuadas por el ejército guatemalteco y sus escuadrones de la muerte, violentas, empleadas como un arma represiva contra los y las militantes de los distintos movimientos opositores.

En la misma revista había un artículo que describía el impacto y las consecuencias psicológicas en las y los familiares de las personas desaparecidas. Con asombro, me vi retratada en muchas de las manifestaciones del daño. 

Las respuestas de cada persona y cada familia al hecho y a sus consecuencias tampoco se ajustaban a un patrón, Muchas, incluyendo a la mamá de Antonio Ciani, lo buscó en la morgue y en los botaderos de cadáveres, en los cementerios clandestinos que aparecían en cualquier parte. Mis padres no pudieron hacer eso, sencillamente se negaron a aceptar que Marco Antonio podría haber sido asesinado.

Al leer la revista de FEDEFAM supe que uno de los efectos que estaba sufriendo era la imposibilidad de elaborar la pérdida, una situación que nos sume a quienes tenemos familiares desaparecidos/as en un auténtico estado de tortura psicológica. 

Un ejemplo de ello, además de todo lo escrito en mi blog, es esta reflexión de alguien que no se identifica que conoció a Antonio Ciani García y a su madre. Considero que contribuye a ilustrar la magnitud y hondura del daño sufrido por su mamá y su hermana: 

(…) el secuestro de Antonio causó muchos años de dolor, de angustia y de atropellos para su madre Ana Julia García de León y su hermanita. Fueron muchos años viendo cuanto cadáver era llevado a la morgue. Sufriendo afrentas cuando lo buscaban en los centros de detención. La última vez que supe de ellas, después de varios años, todavía la madre deambulaba por las calles, todos los días, porque alguien les dijo que habían visto a Antonio, algunas veces, conducido en la carrocería de un camión. (Tomado de http://www.serjus.org.gt/pagina/node/119)
Lo que se vive con la desaparición de un ser querido –un hijo, una hija, el padre, la madre, un hermano o hermana, la esposa o el esposo…- es incomprensible para alguien que no haya sufrido la experiencia maldita en su propia carne y sangre. Aún se sabe poco sobre los efectos destructivos de la desaparición forzada, que en Guatemala continúa siendo invisibilizado y negado, junto con las 45 000 víctimas y sus familias, que aún sufren el estigma, la discriminación y la persecución cuando demandan justicia. Por eso, por la memoria y la dignidad de las víctimas y sus familias, que tantas veces hemos sido consideradas locas, es necesario volver sobre ello y tratar de explicarlo. (Continuará)

La fotografía fue tomada de http://honorablemartires.blogspot.com/2009/02/antonio-ciani-garcia.html
El comunicado del que tomé la consigna está aquí:
http://pudl.princeton.edu/sheetreader.php?obj=ms35t9668

2 comentarios:

  1. Con Antonio fuimos compañeros de estudios en la secundaria, irónicamente en el Instituto Adolfo V Hall, posteriormente nos volvimos a encontrar en la USAC, el estudiaba derecho, yo estaba en económicas. Por azares del destino, me retiré del movimiento estudiantil cuando decidí casarme, estaba en esas vueltas cuando fui testigo involuntario del asesinato de Oliverio, el 20 de octubre de 1978. Yo conducía el carro detenido por el semáforo en la sexta avenida y octava calle, justo cuando apareció la camioneta desde donde lo ametrallaron. Ese día llevaba a mi futura eposa y a su hermana conmigo. Cuando comenzaron los disparos, las hice tirarse al piso del auto (un toyota 1000 color mostaza) y tomé por la octava calle con rumbo a la septima avenida. Cuando pasé frente a la Catedral, allí estaba Antonio con un megáfono en la mano y con la sorpresa dibujada en su cara, no me detuve, fue la úlitma vez que lo vi. Jamás olvidaré una conversación que habíamos tenido tres años antes, en un bus de la ruta 4, que salió de la ciudad universitaria con rumbo a la zona 3, en un momento, luego de quejarme de la desgraciada situación en que estaba Guatemala, él me preguntó -¿Por qué no hacés algo? Yo le respondí -porque no he tenido la oportunidad. Él sonrió, me apretó el brazo y me dijo -Las oportunidades se las hace uno. Antonio fue alguien congruente de palabra y obra, ojalá que su espíritu esté descansando en paz.

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  2. Estimada Lucrecia, cada vez que leo alguno de tus escritos me embarga una profunda admiración por tu capacidad para transformar el dolor, la rabia, el miedo, la determinación por la justicia en tan bellas y claras palabras. Gracias por tener el coraje y la habilidad de decir, por millares de nosotros,
    las cosas que se nos quedan atoradas en la garganta y el pensamiento.

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