Llueve a torrentes. Es mayo
nuevamente. El 10 celebramos la breve primavera de la justicia iniciada por la
sentencia del juicio por genocidio que condenó al general Efraín Ríos Montt a
ochenta años de prisión por este crimen de lesa humanidad. Como no podíamos
dejar pasar la fecha sin hacer algo, tras un rápido intercambio de correos, un
grupo de compatriotas acordamos reunirnos en la plaza de La Cultura y
participar de la iniciativa que se desarrolló en muchas otras ciudades.
A las 9:30 de la mañana de este especial Día de la Madre, el aire estaba
cuajado de palomas oscuras. Mientras J. estacionaba el carro, me quedé en la
acera con dos sillas, dos bancos, una caja con las camisetas conmemorativas y
volantes, una pancarta de 2 x 2 del “Ángel que Grita” cedido por su autor
(¡gracias, Daniel!), un megáfono colgando de mi hombro y un bolsito de tela
diminuto con la cédula de residente por si las moscas.
Mientras pensaba cómo íbamos a llevar todo hasta el otro lado de la plaza,
un joven se acercó a curiosear. Desconfiadota, guatemalteca al fin, me apreté
el megáfono a la cintura mientras le explicaba que nos aprestábamos a celebrar
un año de la sentencia que condenó al genocida a 80 años de prisión y,
orgullosa, desplegué la pancarta ante sus ojos. Con su ayuda trasladamos las
cosas.
No teníamos ni cinco minutos de estar en la plaza cuando llegó la policía.
Sin el permiso de la Municipalidad (¿cuál permiso?) no podríamos poner el ángel
ni usar el megáfono. Al igual que el día del plantón frente a la embajada de
Guatemala, les explicamos nuestros motivos y uno de los polis le comunicó a su
comandanta que “dos femeninas, guatemaltecas, etc.” Guardamos el aparato y,
mientras esperábamos la autorización de la señora, enarbolamos el ángel. La
gente que pasaba curioseando quizá trataba de descifrar la imagen, adivinar el
significado de la palabra genocidio –tan ajeno a esta realidad- o averiguar qué
hacía allí la policía.
La comandanta no solamente nos autorizó a quedarnos, también les pidió a los policías que colgaran la pancarta entre el árbol y un poste del alumbrado, en un lugar que no estorbara el paso. Así, nos instalamos, dueñas y señoras de la esquina sombreada, al noroeste de la plaza, donde se nos unieron Ale, Sebastián, Marce, Nacho, Laura, T., S., Ovidio, Juanca y su hijo.
La plaza fue llenándose de gente. Un grupo numeroso rodeó a unos
predicadores anti ateos, el vendedor de lotería (en tico, el “chancero”)
llamaba desde su silla de ruedas a comprar tal o cual número mientras unas
jóvenes payasas y unos inmensos ratones Mickey y Minnie se tomaban fotos con
niños y niñas de todas las edades y tamaños. Para hacer más surreal la escena, llegó
un payaso del circo Navarro que, cuando vio el nombre de Guatemala, se acercó a
contarnos que estaba en la Antigua cuando el terremoto del 76. El maquillaje
–la cara pintada de rojo y blanco, las cejas delineadas con gruesos trazos
negros- no alcanzaba a ocultar sus arrugas, mientras hablaba no dejaba de mover
un títere que colgaba de su mano derecha, en la otra llevaba un montón de
rústicos muñecos coloridos que brincoteaban cada vez que el hombre caminaba. La
atmósfera carnavalesca se completaba con las estridencias de las trompetas que
se vendían como pan caliente para amenizar el clásico del fútbol tico de la
noche.
Nuestra puesta en escena fue tomando forma. Como sacados de la chistera de
un mago fueron apareciendo una gran bandera de Guatemala que se puso al lado
del ángel, un mantel para cubrir la mesa, las camisetas y las tizas con las que
llenamos el suelo irregular de la plaza con datos del genocidio, demandas de
justicia y un colorido “Mi corazón es ixil”.
A lo largo de la mañana continuó el desfile en ese lugar por
el que pasan cada día millares de personas. Muchas siguieron apresuradas su
camino sin siquiera voltear, pero otras se detuvieron, nos preguntaron y se
fueron con una verdad indigerible que les era absolutamente desconocida: que a
unos mil kilómetros de su pacífico territorio había ocurrido el genocidio más
grande del hemisferio occidental en la época contemporánea. Algunxs repetían
“Ríos Montt”, el nombre y la cara les sonaban cuando leían
Ríos Montt = Adolfo Hitler
Nuestra celebración de la sentencia también fue una protesta y una denuncia
por su anulación el 20 de mayo mediante una resolución ilegal de la Corte de
Constitucionalidad. Hace un año, cuando la jueza Barrios leía la sentencia,
también me acompañó la lluvia. La escuché incrédula y perpleja, y, como he
dicho tantas veces, creí que debía vivir cien años por lo menos para ver uno de
mis sueños realizado durante la brevísima primavera de la justicia de mayo de
2013.
Me invadió un sentimiento desconocido respecto de estos asuntos: la
satisfacción. Sin embargo, la experimenté con cautela y hasta con cierta
angustia que reprimí para intentar que se desbocara mi alegría, porque más que
leguleyadas esperaba balazos. Temí que la reacción del criminal y sus cómplices
fuera violenta y que intentaran acabar con las vidas de quienes han sido
configurados en el imaginario del poder como sus sempiternas víctimas y enemigas:
los hombres y mujeres ixiles a quienes, tras el juicio, les sumaron a sus
abogados, las juezas Barrios y Bustamante y el juez Xitumul, los fiscales y
todas las personas que habían tenido alguna participación en el proceso.
Hasta donde sé, no hubo balazos, pero en un ambiente de honda crispación
que empezó a sentirse desde noviembre de 2011, el Cacif se declaró en sesión
permanente y le ordenó a la Corte de Impunidad anular el juicio. El resto es
historia conocida, el 20 de mayo la CC gustosamente emitió una resolución que
rompió con la legalidad del país y se inició el proceso que terminó por traerse
abajo todo lo actuado en ese caso.
Pese a su anulación la sentencia fue esperanzadora para nuestra demanda por la desaparición de Marco Antonio presentada ante los tribunales en septiembre de 1998. Sin embargo, fue ignorada o vista con indiferencia y temor por la mayoría de compatriotas. Este es un temor fundado en doscientas mil razones, que se transmite de generación en generación y que continúa paralizando aún a quienes simpatizaron con el juicio y aplaudieron la resolución de las puertas de su casa para adentro y sin decir palabra alguna.
Pasado el mediodía, a 31 grados Celsius, con la ropa pegada al cuerpo por
el sudor, el cielo, antes azul y transparente, se cerró con nubarrones oscuros.
Además del calor, el 10 de mayo compartí con una docena de compatriotas la empatía,
el apoyo mutuo, la solidaridad, la hermandad, el cariño y todo lo que nos hace
humanxs.
Con nuestro estar allí, con los abrazos y palabras sencillas, hablamos de
resistencia, dignidad y amor a la tierra, de nuestra larga lucha por la verdad
y la justicia y por construir un país sin discriminación, con paz, bienestar y
derechos para todos y todas sin discriminación. Es una lucha interminable, en
la que pareciera que solo acumulamos derrotas; sin importar el camino que
ensayemos, no tenemos el poder suficiente y somos los que seguimos poniendo los
muertxs y, antes, lxs desaparecidxs.
Sin embargo, quizá en nuestra Guate-mala, tan dura, el sentido de nuestras
vidas no esté en alcanzar los objetivos de cambio sino en la lucha misma. En
resistencia siempre, no podemos darnos por vencidxs. Debemos continuar llevando
en alto las banderas y, sin agachar la cabeza, desafiar el mandato de silencio,
mantener la memoria de las atrocidades, recordar a las víctimas de los
terroristas y criminales de Estado y de la oligarquía y exigir justicia para que nunca más sucedan estos
hechos atroces.
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