¡Ay, mísera de mí! ¡Funesto día!
¡Oh día de dolor!
¡El más siniestro que nunca, nunca,
vieron estos ojos!
¡Oh día, oh día, oh, día, oh día odiado!
¡Nunca cómo este vióse negro día!
¡Oh día de dolor! ¡Funesto día!
(Romeo y Julieta - Shakespeare)
El 6 de octubre de 2012, mi hermano Marco Antonio Molina Theissen cumple 31 años de haber sido detenido ilegalmente y desaparecido por la G2 del ejército guatemalteco -ese mismo que ayer, 4 de octubre de 2012, masacró a seis personas que protestaban pacíficamente en Cuatro Caminos, Totonicapán- unas horas después de que nuestra hermana Emma, una joven entonces de 21 años, escapara del cuartel Manuel Lisandro Barillas situado en Quetzaltenango tras nueve días de haber sido sometida a torturas, privación de agua y alimentos y violaciones sexuales.
Diez años después, en
1991, se inició un proceso que me condujo lenta y dolorosamente a aceptar la
posibilidad de su muerte. A lo largo de una década esperé su vuelta. Pese a
la brutalidad de los hechos y a la perversidad infinita de los terroristas de
Estado que asolaron el país, me costaba creer que se hubiesen ensañado con un
niño, quitándole la vida. Muy lejos estaba de saber la magnitud de sus
crímenes, que no dejan de llenarme de indignación y reeditan la impotencia que me sigue suscitando la injusticia que persiste en Guatemala. Con mucho dolor,
prácticamente tuve que matar en mí a mi hermano. Como parte de ese proceso, escribí lo que sigue. Lo que dije un 29 de junio de 1992, tristemente conserva su plena vigencia.
La desaparición forzada de Marco Antonio Molina
Theissen
En
1981 empezó para nosotros una espantosa tragedia. Un miembro de nuestra
familia, el menor, un muchacho que entonces tenía 14 años -casi 15- y que era
toda una promesa por su inteligencia y su dedicación al estudio, fue
secuestrado por (empleo el lenguaje típico, acuñado por los periodistas y los
analistas de información en derechos humanos) "hombres armados vestidos de
civil". Todos sabemos quiénes son, quiénes siguen siendo.
Nuestro
dolor fluyó como un río subterráneo, porque en Guatemala el dolor por nuestros
desaparecidos, por nuestros muertos, debe ser un dolor clandestino, acallado,
secreto.
Vivimos
cada uno en soledad esta tortura. Estuve a punto de enloquecer imaginando lo
que mi hermano sintió cuando lo esposaron al brazo del sillón de la sala y le
sellaron la boca con un trozo de maskin que él mismo les dio a sus
secuestradores. Aún me desgarra el corazón. Jamás he querido pensar en el dolor
y la angustia de mi madre cuando, con una pistola apuntando a su cabeza,
recorrió la casa mostrándosela a los secuestradores, quienes la registraron
durante una hora y media buscando armamento y guerrilleros.
Ella
se arrodilló frente a ellos. Suplicó por la vida de Marco Antonio, lloró, aulló
de rabia y de impotencia, las mismas que aún ahora, casi once años después,
sepultan la vida en su mirada. Sus ojos se oscurecieron desde entonces.
Nuestra
casa se convirtió en la antesala de la tortura y de la muerte para Marco
Antonio. Una casa hermosa y amplia, construida con el esfuerzo honrado de mi
madre, maestra, y de mi padre, un contador egresado de la nocturna de Comercio.
Quise
morir entonces y no me fue posible, pero lograron matar en mí la vida.
Para
no enloquecer completamente, mi cerebro, desquiciado de angustia, empezó a
tejer la fantasía de que Marco Antonio estaba vivo y de que íbamos a
recuperarlo. Esa misma tarde -6 de octubre de 1981- mis padres presentaron
cinco recursos de exhibición personal sin resultado alguno, por supuesto.
Debieron
dejar la casa y allí su vida entera, su trabajo honesto. Y se dedicaron a
buscar a Marco Antonio vivo. Viajaron a distintos lugares del país, como tantos
madres y padres, buscando a tientas a sus hijos, cegados por el dolor en ese
país a oscuras, invadido por la muerte y el silencio. Hablaron con los
militares, esos señores feudales, dueños de nuestra vida y nuestra muerte,
oscuros semidioses prepotentes, soberbios. Les preguntaron sobre Marco Antonio
y sus respuestas fueron iguales en todas las ocasiones: "Sí, seguramente,
por lo que me dicen, su hijo está en algún cuartel. Lo buscaré y se los
devolveremos." Después, cuando volvían, luego de las consultas de rigor,
Chupina y otros tantos contestaron: "A su hijo se lo llevó la
guerrilla."
La
vida perdió sentido y las palabras su significado. Guatemala es un país en el
que la justicia, la libertad, la verdad, la dignidad de los seres humanos no
llegan ni siquiera a constituirse en consignas políticas. Son vocablos huecos,
sin sentido; lo que los guatemaltecos entendemos por tales son las definiciones
de los diccionarios carentes de la riqueza que la práctica otorga, ha sido tal
el punto hasta el cual fueron trastrocados los hechos que debían llenarlas de
significación.
¿Cómo
hablar de justicia en Guatemala, cuando ni uno solo de los culpables de causar
tanto dolor ha sido castigado? ¿Cuál justicia, cuando los asesinos de tantos
compatriotas se pasean impunes por las calles, ejercen cargos públicos y
aparecen en las páginas de sociales de los diarios, con embajadores y
empresarios?
¿De
cuál verdad hablar en mi país cuando la verdad sobre los desaparecidos también
ha sido objeto de secuestro? ¿Y cómo va a tener esta sentido si las palabras
siguen utilizándolas para encubrir los más espantosos crímenes?
¿Cuál
es la libertad en Guatemala? ¿La de secuestrar y desaparecer a un inocente, a
un niño, a Marco Antonio, a plena luz del día? ¿La de matar a otros porque soy
el más fuerte? La "libertad" de las armas, la "verdad" de
los criminales y la "justicia" de los asesinos son las que han
prevalecido en Guatemala.
Y,
en fin, ¿cuál dignidad? ¿La de que le confieran el trato de "señor
presidente" a los más grandes asesinos y "señor ministro" a los
ladrones?
Siento
náusea y asco al situar estas palabras en esa realidad absurda, en las que
hechores y consentidores las han rebajado, ensuciado y prostituido.
Diez
años y medio después del secuestro y desaparición de Marco Antonio por mi
propio bien, para intentar recuperar la vida que me arrebataron con él, he debido empezar a aceptar que no volveré a
verlo jamás.
Durante
todos estos años he permanecido fiel a su regreso, sumergida emocionalmente en
una fantasía de cuento de hadas con un final feliz: esta tragedia termina con
su vuelta a nosotros.
Durante
todos estos años he sentido que aceptar su muerte es hacerme cómplice de sus
asesinos. Me he visto vieja, de 80 años, arrastrando los pies, reconociéndolo
en el niño-hombre que regresa por fin. Sigue teniendo catorce años diez meses
en esa fantasía, ya no pudo crecer ni hacerse el hombre de bien, inteligente,
honesto, que prometía ser.
¿Cuántas
vidas más han se segar, aliados de la muerte, hasta que el huracán de nuestra
justa ira arranque sus cabezas? ¿Moriré sin verlo?
No
han pasado diez años y medio desde entonces. Para el dolor inmenso que
sentimos, ni siquiera un segundo.
Sigue
fluyendo, clandestino, el río de las lágrimas; sigue detenido en mi garganta un
grito, y, sin embargo, para vivir de nuevo, para que la sangre, helada hoy en
mis venas, corra tibia de nuevo por mi cuerpo, deberé desechar las fantasías a
las que tuve que acogerme para no enloquecer.
¿Tendré
que vestirme de luto y decir a los que me pregunten que mi hermano murió?
¿Deberé
publicar una esquela con su nombre para aceptar su muerte? ¿Haremos una misa o
un culto cristiano en su memoria?
Pero,
¿cómo? si no tengo su cuerpo. Necesito un cadáver, su cadáver, sus huesos
amadísimos que será probablemente lo que quede de él después de tantos años.
Necesito una fecha y una hora y un certificado de su muerte. Necesito saber.
Quiero tener certeza.
Así
como tejí la fantasía de su vida, deberé elaborar la ilusión de su muerte. Así
como nos lo arrebataron en un brutal pase de magia, deberé asumir la realidad
de su no vuelta. Jamás volveré a verlo. Jamás.
Diez
años y medio han transcurrido, tiempo en el que una parte de mí ha permanecido
sin aceptar la realidad tan dura, tiempo en el que he querido conciliar este
ferviente anhelo con su ausencia total, definitiva. Nada he logrado.
Por
mucho que lo quiera, tengo que aceptar que él ya no vendrá. Tengo que conciliar
la realidad con mi cabeza. Las cosas no suceden en el mundo como en los cuentos
de hadas o en las telenovelas. En nuestras vidas, es el mal el que se ha
impuesto.
Debo
asumir la pérdida. Para recuperar mi equilibrio emocional, mi mundo interno debe
reconocer el exterior y -pese a mis fantasías- este me arroja a la cara todos
los días una realidad que no he querido ver: la de que la ausencia de mi
hermano es para siempre.
¿Cómo
no serla, si estuvo en manos de uno de los ejércitos más sanguinarios de la
tierra?
Lo
que ahonda esta angustia es la incapacidad de lograr justicia en Guatemala. Los
familiares de los desaparecidos tenemos, entonces, que vivir nuestro duelo en
las condiciones más difíciles, sin el cuerpo de la persona amada, aislados hasta
de nuestras propias familias, sin posibilidad de acudir a alguna instancia que
asegure el castigo de tal omnipotencia desquiciante, en soledad.
Los
familiares de los desaparecidos constituimos en ese país una especie de
"minoría" (¿o mayoría?) discriminada, señalada socialmente,
estigmatizada. Una ley no escrita y una sentencia no pronunciada nos proscribe
a un extraño espacio de locura, de terquedad, en el que -solos e
incomprendidos-, continuamos reclamando conocer lo que sucedió con nuestros
desaparecidos y exigiendo justicia para los desaparecedores. Nos han creado con
sus actos brutales y ahora nos niegan nuestro derecho a ser y a que se sepan
nuestra verdad, que no es otra que el daño que nos ocasionaron y el daño que
les ocasionaron a mi hermano y a miles más, todos ellos seres humanos,
víctimas, no monstruos ni criminales como han pretendido hacerlos aparecer para
justificar lo injustificable.
Pero
esa actitud es coherente con esa sociedad en donde la insania prevalece. Para
nosotros, familiares de víctimas, nos queda la coherencia frustrante y sin
salida de reclamar justicia. Nos queda la dignidad de rechazar las mentiras,
nos dan náuseas, con las que pretendieron explicar lo que sucede con los
desaparecidos: "se fueron mojados a los Estados Unidos", como
respondía uno de los tantos generales a las preguntas de los periodistas, o
"se lo llevó la guerrilla", como les contestó Chupina a mis padres
cuando estaban en la desesperada búsqueda de su hijo, mi hermano.
En
Guatemala la muerte no es humana. No se trata de la conclusión de la vida como
un proceso natural. Se trata del arrebatamiento violento, brutal, despiadado y
en las condiciones más bestiales del derecho a ser. Esa clase de muerte es
terrorífica, paralizante, inhibidora de todos los rasgos humanos que deben
caracterizar a un conglomerado unido en la finalidad más alta: la de proteger y
defender la vida.
Una
patología muy profunda se desarrolla en esa sociedad. Una patología que ha
impedido que la sociedad misma proteja a cada uno de sus miembros y que se
solidarice con las víctimas de tanto horror y tanta crueldad durante tanto
tiempo. Una patología en la que se sustituyó -sin que fuera una mecánica
adopción de palabras- el "siento la muerte de su hijo" por el
"en algo andaba metido" y el "le doy mi más sentido pésame"
por "el que nada debe, nada teme". Esos casi sortilegios mágicos, se
erigieron como pararrayos en todas las cabezas ciudadanas y el que señalaba y
culpaba de las muertes y desapariciones a los padres, a las familias y a las
propias víctimas -sin dirigir su condena a los verdaderos criminales-, se
sintió libre de sufrir en propia carne la tortura, la muerte y la desaparición.
Media
Guatemala ha vivido de esa forma, negando la realidad, también enloquecida,
anulando en sí mismos los mejores rasgos que podemos tener los seres humanos:
la capacidad de solidarizarnos y de sentir el dolor de los demás. Media
Guatemala se sumó al "consenso" de la muerte y contribuyó con su
silencio -o su condena hacia las víctimas- a anular los mecanismos sociales de
la defensa de la vida.
La
otra mitad somos nosotros, junto con los desaparecidos y los muertos. Los
vencidos, los negados, los anulados socialmente en cuanto víctimas, los
exiliados y los refugiados. Los dignos. Los "locos" que continuamos
exigiendo conocer lo qué pasó con nuestros familiares y que se haga justicia.
Fuimos los que buscamos que la libertad, la justicia y la dignidad humana
dejaran de ser meras definiciones en los diccionarios y se constituyeran en la
verdad cotidiana de un pueblo que continúa viviendo en el infierno de las
mentiras, la impunidad y la dura lucha por la subsistencia, deshumanizado y
embrutecido por el dolor.
Por
encima de todo, al anhelo persiste. ¿Podrá algún día Guatemala articular un
proyecto de vida que se oponga a tanto sufrimiento y a tanta muerte? Sólo de
esa manera, construyendo un país con libertad y con justicia verdaderas, el
dolor por la desaparición de Marco Antonio y la muerte de tantos seres que aún
amo, lograría atenuarse.
Lucrecia
Molina Theissen
29
de junio de 1992
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