Cuando octubre no duela
Yo ya no seré más.
Me habré convertido en luz
O en mariposa.
Mis recuerdos
más lejanos me remiten a un juego con Guiselita. Somos dos niñitas subidas en
una montaña bañándonos con arena. La montaña está en una casa donde también
había un gigantesco eucalipto en el que aún la veo, desafiante, subida en lo
más alto, allí donde las ramas se bifurcan. Más arriba, las nubes y el azul, la
luz filtrada por las hojas siempre verdes del hermoso árbol. Al frente de la
casa hay un campo en el que se alinean
desordenamente improvisadas tembloreras. Además de mi madre y mi hermana, también está mi padre en alguna de sus
dos vueltas del exilio, antes de su regreso definitivo; entonces, permaneció
escondido hasta que alguien lo supo, lo delató, lo detuvieron y afuera otra vez, a El Salvador, a México o a Honduras.
Hay un
cangrejo en la cocina; cuando mi mamá lo pone dentro de una olla de agua
hirviendo, aún moviéndose, se enrojece ante mis ojos desorbitados de niña de
tres años. También hubo una iguana. Fue en ese tiempo en el que supe
horrorizada que a los muertos se los comen los gusanos, que es la imagen que
guardo de Castillo Armas, el militar mercenario asesinado en el 57 por sus
patrones. Es de noche y una pareja discute frente a la ventana del cuarto que
habitamos –eso y una cocina, no daba para más el sueldo humilde de mi mamá, maestra
de escuela. Un hombre grita, una mujer llora. Tengo miedo. En alguna cantina Olimpo
Cárdenas canta “Lágrimas del alma”, con sus figuras tan hermosas, o suena “Ansiedad”
en la voz de Nat King Cole, que pronuncia las palabras con un extraño acento.
En esa época lejana también aprendí que los agujeros
en las calcetas se llaman relojes, que a las garzas divinas se las envuelve en
huevo y, mucho antes de saber quiénes eran, les repetía con instintiva reverencia a mis
compañeras de primer grado los nombres de Arbenz, Arévalo, Paz
Tejada, Víctor Manuel Gutiérrez, Yon Sosa, el Che, Fidel y otros héroes míticos
de mi pequeño universo.
Nací en 1955, en una Guatemala en blanco y negro, del
lado de la Revolución de Octubre, aunque de ella solamente quedaban los ideales
cuando llegué a este mundo. Mi padre y mi madre fueron testigos de un proceso
en el que la gente relegada se adueñaba de su dignidad y sus derechos, tenía
presencia protagónica en la escena política y, por primera vez en la historia
de Guatemala, tuvo en sus manos la posibilidad real de construir un país
diferente.
En algún momento de mi vida supe que en la madrugada
del 20 de octubre de 1944, mi padre, de quince años, fue sacado de la cama por
mi abuela para que, junto con sus hermanos, se fuera a la Guardia de Honor a
pelear, porque “para eso eran hombres”. Eso lo dijo Josefina Palma, costurera, de
Asunción Mita, madre de un desaparecido; una mujer sola con seis hijos que escribía poemas y que anduvo a
caballo con los opositores a Manuel Estrada Cabrera, uno entre
tantos dictadores, que gobernó con mano dura de 1898 a 1920.
Por su parte, mi abuela materna, mi mamá y sus
hermanas emigraron a la capital en 1950. Llegaron solas desde el país de las
fincas de café y la explotación forestal. “Era una ciudad muy diferente”, evoca
mi madre, de quien sin haberlos vivido con conciencia, heredé la nostalgia por
esos años representados en mi niñez por las revistas femeninas. En color sepia,
las mujeres con vestidos de faldas plegadas, muy amplias, altos tacones,
sombreros diminutos y los rostros velados, fueron asociadas en mi memoria con esa
época en la que el presidente Arévalo caminaba, como cualquier persona, por el
Parque Central -un parque inglés con grama, rosales en flor y anchos paseos- y
compartía con la gente joven que llegaba a patinar todas las tardes, como me
contó alguna vez mi amiga Marta Gloria.
“Se construyeron canchas deportivas” rememora mi madre
basquetbolista, estudiante del Instituto Normal Centroamérica (INCA), una de
las escuelas normales que hoy pretenden reconvertir en maquiladoras de
bachilleres. La primavera democrática también dio frutos culturales y
artísticos de la mano de una vigorosa política educativa que buscaba ofrecer
oportunidades para todos y todas mediante la apertura de escuelas e institutos
en todo el país.
“Sentíamos alegría y confianza”, recuerda ella, dos
emociones que hoy deben construirse individualmente, en “sana” obediencia al
mandato neoliberal que nos ordena estar “bien” a contrapelo de la violencia, el
odio y la corrupción prevalecientes, además de las duras condiciones materiales
en las que se desenvuelve la vida de la mayoría de la población guatemalteca.
En mi caso, lo que adquirí no fue un conocimiento
racional y metódicamente organizado de la historia. De los hechos y sus
consecuencias me enteré siendo adulta por los escasos libros que abordaban esta
parte del devenir de nuestro país. Lo que conocí sin que nadie me lo explicara
y también sin entenderlo, fue la rabia de mi padre, su insondable frustración,
sus maneras de nadar contracorriente hablando siempre en contra de lo
establecido, sus gritos a las oscuras noches cuando, sin temor, lanzaba vivas a
Arbenz, a la Revolución Cubana y a Fidel, “el hombre más grande que ha parido
la humanidad”. Viví sin siquiera saberlas la persecución y el exilio que
sufrieron él y mi madre –que se quedó sola en Guatemala- tras ser echado del
país en tres ocasiones entre 1955 y 1959.
Más tarde, también sin entenderlo, viví su dolor
profundo por la desaparición forzada de su hermano Alfredo Palma, en 1966, por
quien lo oí llorar muchas veces. Emprendió una búsqueda desesperada de su carne y su sangre
aprisionados y borrados para siempre, recorrió Zacapa palmo a palmo y perdió el empleo otra vez. Fueron
muchas las ocasiones en las que fue despedido por protestar por los bajos salarios
de los peones o pretender organizar sindicatos o cooperativas en los lugares
donde trabajó. Mi abuela Josefina murió menos de un año después de la
desaparición de su hijo… Y como ella, ¿cuántas madres más?
En mi casa también había libros, que fueron tan
perseguidos como sus poseedores. Perdimos muchos de ellos quemados o tirados a
un pozo ciego por nosotrxs, involuntarios émulos de Torquemada, cuando había
cateos intempestivos y no nos daba tiempo de esconderlos. Yo, que no he sido
tan estudiosa ni tan disciplinada, por supuesto prefería las novelas y más si
eran aquellas cuya lectura me prohibían expresamente. Pero entre todos uno fue
el que me dio un panorama de mi país y de mi historia: “Guatemala, país
ocupado”, de Eduardo Galeano. En sus páginas se plasma el oprobio infligido en
1954 por los intervencionistas, los vendepatrias, sus mandamases y sus
cómplices: el gobierno de los Estados Unidos, la oligarquía, el ejército
jefeado por traidores, la alta jerarquía de la iglesia católica. Por ese libro
me enteré de que en mi país había gente rica, algo impensable a mis catorce años
porque toda mi vida había estado rodeada de pobreza.
Cada persona es la síntesis de otras muchas y de sus
circunstancias. Así, fui siendo hecha de palabras, sentimientos y sueños y de
una historia que apuntaba al imperativo de luchar por un país más justo. En mí,
se fueron conjugando ideas y sensibilidades que me llevaron a identificarme y a
pertenecer, a ser la que fui y la que sigo siendo. Ya adolescente tomé
decisiones y adopté compromisos vitales impulsada por el propósito de corregir
la historia levantando de nuevo las banderas de 1944 e ir todavía más allá,
bajo el ejemplo de la Revolución Cubana. De esa forma, me hice parte de una
generación rebelde, de luchadores y luchadoras revolucionarias, heredera de la
Revolución de Octubre, de sus ideales y sus sueños, pero también –y hablo por
mí- heredera de la frustración, el dolor y el desencanto suscitados por la
intervención contrarrevolucionaria de 1954. Una generación que fue diezmada por
el terrorismo de Estado.
Entre 1973 y 1979 el 20 de octubre se convirtió en un
día de homenaje y rememoraciones mediante las manifestaciones públicas organizadas cada año por el
movimiento popular, sindical y estudiantil. En 1978 la población capitalina se
volcó a las calles durante las jornadas
de octubre, en una protesta masiva en contra del aumento del 100 % al
pasaje de autobús, al que se sumaron con huelga y tomas de edificios las
organizaciones de trabajadores/as del Estado, algunos sindicatos fabriles y la
totalidad del movimiento estudiantil. Ese 20 de octubre quedó marcado para
siempre por el dolor y la sangre de Oliverio Castañeda de León, el joven dirigente de la
Asociación de Estudiantes Universitarios, asesinado momentos después de haber
pronunciado un discurso en la concha acústica del Parque Centenario, el lugar
donde confluían las manifestaciones. Aún resuena su voz en mis oídos cuando
dijo “Podrán masacrar a los dirigentes, pero mientras haya pueblo habrá
revolución”. El siguiente 20 de octubre, lo sería por la desaparición forzada
de Julio Cortez, estudiante de la Escuela de Psicología de la Universidad de
San Carlos, detenido cuando se dirigía a ese mismo parque a dar el discurso por
la AEU. En 1980 ya no se salió a las calles ese día.
Desde 1981, octubre es una herida abierta por la
desaparición de mi hermano Marco Antonio, un niño de 14 años detenido
ilegalmente el martes 6 al mediodía por la G2 del ejército terrorista, de quien
no sabemos absolutamente nada a partir de ese momento arrasador. Algunos años y
días más tarde, con el gesto crispado, incapaz ya de sentir otra cosa que un
profundo desaliento, recibí la noticia del acribillamiento a balazos de dos
queridos compañeros.
Fue en octubre también, a pocos días de la masacre de
Xamán, que volví a la patria después de once años y siete meses de exilio. El
“Soldado del Pueblo” había regresado en un ataúd un día antes y media
Guatemala, la que entonces continuaba añorando aquella oportunidad que le fue
arrebatada, le rindió homenaje. La mirada de Daniel Hernández capturó la
profunda emoción de ese momento.
Durante los años, tan miserablemente pocos, que duró
la Revolución de Octubre en el país se alzó la esperanza. Entonces y después,
en los sesentas, los setentas, los ochentas, la gente humilde y sencilla de mi
pueblo, como lo diría Otto René Castillo (el poeta nacido en octubre para la
faz del mundo), se reclamaba lo necesario para vivir con dignidad. Enumero: un salario
que permitiera lograr un nivel de vida decoroso, vestir a los hijos e hijas,
poner suficiente comida sobre la mesa y lograr un mínimo de educación que quizá
les permitiera salir de la miseria. En suma, una tajada del pastel y no las
migajas que solían repartir esparciéndolas con menosprecio sobre la miseria más
absoluta. Eso y la tierra, que hasta hoy continúa en manos de una rancia y
anacrónica minoría oligárquica que sigue exudando racismo y anticomunismo y que
está dispuesta a continuar matando para mantener sus privilegios.
Aniquilada la primavera democrática, el país se sumió
en un inclemente y despiadado invierno que aún persiste. Los cavernarios barones
de la tierra y de la guerra y sus amos, los criollos y los ajenos, no pudieron
tolerar la existencia de un proyecto democratizador que hubiese refundado el
país sobre bases de justicia y pleno ejercicio de ciudadanía, ni sus secuelas
de rebeldía y propuestas de cambios radicales en las décadas posteriores
encarnadas en las organizaciones políticas y político militares opositoras y
revolucionarias, relegadas a la clandestinidad en una continua violación a los
derechos de participación política.
Su respuesta fue letal, desmedida, perversa. A sangre
y fuego nos arrebataron, por segunda vez en menos de treinta años, la posibilidad
de hacer de esa “pequeña patria, dulce tormenta mía” un país distinto. Pero no
hemos bajado la cabeza. Las palabras de Oliverio fueron proféticas, la gente
humilde y sencilla de mi pueblo, en una nueva etapa de lucha contra los
opresores, resiste, propone y empuja la mañana, como se ha hecho siempre. Seguimos
sembrando flores para construir la primavera.
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