Hoy quisiera reproducir los sentimientos que experimenté la primera vez que volví a Guatemala, después de once años, siete meses y 26 días de exilio. Me fui otra vez, muy a mi pesar pero segura, porque esa decisión no la tomé por mí sino por mis hijos. Estoy tranquila porque el camino tiene vuelta.
Te irás y no volverás
Desfallecida. Venía por el aire contando hacia atrás el
tiempo transcurrido. Temerosa de la ola de dolor que amenazaba con ahogarme el
pecho. Dichosa de recoger mis pasos y de borrar el rastro angustioso que había
dejado en cada recodo del camino que me llevó tan lejos.
Empezar a buscar rostros conocidos y tratar de reconocer
el miedo de otros tiempos, todo a una, arrastrar la maleta y enfrentarme a mi
primer policía: uno de hacienda. Una caja de libros. Otra caja de libros. Ropa
para catorce días. Y no hay miedo. Salir. ¿Qué era? Un aire frío y un abrazo.
Un cielo de nubes que no quiso mostrarme el añorado azul de mis recuerdos.
(Llegué. Por fin. Con polvo en los zapatos y telarañas
en los ojos. El peso del corazón no me dejaba remontar el alma al cielo.
Encontré nuevamente los sitios recordados, poblados de visiones amargas, de
abismos y distancias, de vacío. Las mismas calles y sin embargo otras, borradas
por el tiempo y por las lágrimas.)
Una honda sensación de irrealidad acompañó mi recorrido
por calles y avenidas. Se cerró la brecha en mi cabeza. Volví a ser una joven
de diecisiete años descubriendo injusticias y temores, con las mismas ganas
infinitas de tener un pie en la Verapaz y otro en Escuintla, de ser enorme y
poderosa, para vencer al mal.
(Camino para atrás, a tientas, con los ojos cerrados,
con una interrogación en las pestañas, con un ¿dónde está Marco Antonio? que
emerge de mi pecho con la fuerza de una isla volcánica surgiendo en el centro
del océano.)
Me trago la ciudad de una mirada. Me trago las cenizas,
el polvo, los borrachos durmiendo en las banquetas y una plaza sin flores,
estéril y arrasada. Cruzo una calle poblada de fantasmas y resuenan otra vez en
mis oídos las balas que mataron un poquito de mí con Oliverio.
Voces viejas vuelven a mi memoria. Todo parece igual y
no es lo mismo. Hay un vacío grande y transparente que pesa sobre mí y que lo
cubre todo. Camino como autómata y el ¿dónde está mi hermano? sigue creciendo.
(He vuelto. Me introduzco en tu entraña. Entro en tu
corazón y en tus arterias. Viajo rápidamente por tu sangre. Vuelvo a ser una
más entre millones.)
Y quise verlo entero. Sonriente. Caminando. Contar cada
uno de sus dedos. Recorrer con mis ojos su rostro y su figura y llevarlo
conmigo para siempre. Quise sentir mi pecho inundado de ternura y correr a abrazarlo,
lavarle las heridas de la ausencia, del "creí no volver a verlo nunca más
en la vida, y sin embargo...", a pesar de la espera, la esperanza, la
búsqueda, el agujero que ha llenado mi vida, que logré desterrar y ahora es vida
de nuevo.
Este aire transparente. Este regreso. Este sentimiento
que aflojó mis rodillas, este irrepetible "te veo nuevamente" y un
Atitlán glorioso en el que jamás supe si eran sus aguas o mis lágrimas, al fin,
las que inundaron mis ojos.
(He llegado al altar de tus profundidades azules y
verdes. Transparentes, líquidas y volcánicas. Y dejé mis ofrendas. Una, el
miedo, que circulaba espeso por mis venas, oscureciendo en mis ojos la mirada.
Otra, la ausencia de años y años que me llenó las pupilas de cenizas. La
última, el dolor, que tomó mi figura. Me plasmó. Me hizo concreta. Respiraba,
comía y exudaba dolor, oscuro y salado, por los ojos, los poros, la palabra. Yo
era el dolor. Dolor corporizado. Desazón. Tengo y no tengo nada. Vivir y no
vivir. Existir solamente. Sin raíz ni futuro. Sin nada. Solo con un momento
eternamente huyendo, inútil para planear espacios azules en donde plantar
árboles y pasearme algún día, descalza sobre el césped, tranquila.)
Y en mi pecho estalló tu presencia. En ese "estoy
aquí" y en el "has vuelto" cien veces repetido, soñado,
irrealizable, imposible, inalcanzable como vivir eternamente o viajar hasta
Andrómeda. Cien rostros, cien perfiles, cien voces, cien abrazos. "Yo te
estaba esperando". Y yo que jamás supe si algún día viviría este sueño.
(Mis calles y mis árboles. Mis aceras gastadas. Mis
paredes envejecidas por el tedio y la pobreza. La totalidad de mis recuerdos
reunida en un solo momento. Y todas mis angustias llegando por fin al
equilibrio).
¿Cómo no amar este trozo de azul poblado de volcanes si él
–mi hermano- está en cualquier parte?
De tu hondura de azules y de flores he vuelto a renacer.
El ¿dónde está? tiene millones de respuestas: en una gota de agua, una flor,
un camino, aquella piedra. Su cuerpo perdido para siempre le dio vida a otros
cuerpos.
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