15 de septiembre
Migraña, de esas que
no alivian las lágrimas ni las pastillas. A lo lejos suenan los redoblantes de
las bandas escolares que le ponen ritmo y sabor caribeños a los desfiles. No sé
si Marco Antonio desfiló ese día, hace 31 años, portando la bandera nacional
porque era el abanderado del colegio.
Hace un par de
semanas, por quinta vez en todo este tiempo, mi hermano se apareció en mis
sueños. Tenía unos cinco años, era un niñito con frío, sin camisa. Lo abracé
para que entrara en calor y volvió su rostro hacia mí. Sonreía.
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16 de septiembre
Dos y treinta de la
mañana; insomne, me asomo a la ventana. Salto por el balcón y salgo a una
madrugada fría. Deambulo por las calles cerradas por la neblina. Las luces del
alumbrado público son pálidas estrellas terrenales. Me siento en el cordón de
la acera y espero en el silencio de esa hora un amanecer que no llegará nunca.
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17 de septiembre
En esta fecha, hace
31 años, fue la última vez que vi a Marco Antonio en condiciones normales.
Llegué a mi casa un mediodía, con una falda negra y mis sempiternas sandalias
amarillas con tacón de cuña, con las que seguramente era descrita en mi ficha
de la G2 según las bromas de los compas. Comimos, hablamos, sonreímos. Me pidió
su regalo de cumpleaños, quería un equipo de sonido. Con una cinta métrica constatamos
que había dado un estirón y ya estaba cambiando de voz. Cuando hubo que hacer la
ficha antropométrica para la búsqueda e identificación de sus restos, estaba
absolutamente segura de que en el momento en que Marco Antonio fue capturado,
el 6 de octubre, medía 1,69 m.
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18 de septiembre
Ya entendí. Si no
lloro, no duermo. También tengo que hacer algo de ejercicio para aflojar el
cuerpo, de lo contrario acostarme es como poner una piedra en una tabla.
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No nos pasó a
nosotros solamente. Lo sucedido a las 45 000 personas desaparecidas y sus
familias les pasó a todos los guatemaltecos y guatemaltecas y nos sigue
pasando, hasta hoy.
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23 de septiembre
“Faltan trece días para que se cumplan trece años”. Su gesto, el de un hombre agonizante en la cama de un hospital josefino hace 18 años, es el de un padre que perdió la esperanza de encontrar a su niño, a Marco Antonio. El hombre agonizante es mi padre, que decidió no continuar viviendo tras entender que ya no volvería a verlo con vida. El arma que acabó con su cuerpo –porque espiritualmente ya estaba muerto- fue su corazón cargado de angustia y de dolor infinitos por la pérdida de su hijo, pero también de rabia, impotencia y asco ante la cobardía de un puñado de militares terroristas que se ensañaron con las personas más débiles, con los niños y las niñas, las mujeres, las ancianas y ancianos, las poetas inermes, los escritores, las maestras y profesores, el estudiantado universitario, las artesanas y los tejedores, los sembradores y las cuidadoras de la naturaleza.
Mi padre era
contador, un hombre prolijo y perfeccionista, con una letra hermosa, de quien
daba gusto ver los libros en los que llevaba las contabilidades de sus
clientes. Sus últimos trece años menos trece días, contó los días, las horas,
los minutos y los segundos transcurridos tras la captura y desaparición de su
hijo, midió la profundidad del abismo que se abrió en su pecho, contó una a una
las mentiras de los criminales y decidió morirse un 23 de septiembre para no
continuar sumando ausencia.
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Hoy acompañé a mi
madre al cementerio para dejarle unas flores al jinete de estrellas que
descansa en un mausoleo blanco, idéntico a todos los demás, coronado por una
pequeña imagen de la Virgen de la Medalla Milagrosa de la que era devoto.
Éramos dos mujeres de pie frente a su tumba, bajo un sol que nos caía a plomo
quemándonos las lágrimas antes de que brotaran de los ojos mientras lo recordábamos
intensamente, monologando. Yo le pedí ayuda y compañía, apoyo para saber cómo
seguir. Mi madre, con la desesperación que se adueña de ella tras casi 31 años
de no saber de su niño, le reprochaba no haber vuelto a decirle dónde está. “Su
espíritu ya es libre, él sabe dónde está Marco Antonio, ¿por qué no viene a decírmelo?” Desolada, no pude decirle
ni una palabra.
Saber dónde está,
recuperar sus restos –a estas alturas, pensar que está con vida es impensable, “estaría
quizá ciego, enloquecido”- es una necesidad vital para mi madre, es como el
aire. El año pasado le escribí al Señor Ministro de la Defensa suplicándole que
nos den la información para saber qué le sucedió y ubicar lo que quede de él.
El silencio es la respuesta, un silencio que se ha extendido por estos 31 años,
que pesa como la losa de una tumba sin nombre.
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26 de septiembre
Cuarto aniversario
de la muerte de Mauro. Los médicos le diagnosticaron un cáncer. Pero yo creo
que murió de tristeza ante la destrucción de tantas vidas a manos de los militares
fascistas, terroristas. Su cuerpo está enterrado en la Suiza italiana, donde
está su querida familia –Ximena, Salvatore y Luciano- pero su corazón vibra en
cada foto que tomó. Son imágenes de fuego en las que plasmó su mirada sensible,
solidaria, comprometida. Con su trabajo de años, configuró la memoria gráfica de
las luchas, movilizaciones, desvelos y protagonistas de los setentas y ochentas
en una Guatemala por la que estuvo dispuesto a dar su vida. Y la dio.
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Entrada en el blog de Raúl Figueroa Sarti (http://raulfigueroasarti.blogspot.com/2012/09/el-26-de-septiembre-en-nuestra-memoria.html):
"El 26 de septiembre de 1972, en la zona 7 de
la ciudad de Guatemala, miembros de la Policía Nacional, capturaron a ocho
personas de las cuales siete pertenecían a la Comisión Política del PGT, la
que no pertenecía a dicha organización fue liberada. Hasta la fecha se
desconoce el paradero de las víctimas. Víctimas identificadas: Bernardo
Alvarado Monzon, Raul Alvarado, Hugo Barrios Klee, Miguel Angel
Hernandez, Fantina María Pola Rodríguez Padilla de de León, Mario Silva
Jonama, Carlos René Valle Valle, Natividad Franco."
Hubo
protestas y huelgas en Guatemala para exigir su aparición con vida,
hubo presión internacional de parte de los trabajadores/as de todo el
mundo, partidos de izquierda, gobiernos, y el gobierno militar de Arana
mantuvo su decisión de desaparecer a la
dirigencia comunista. Estas personas forman parte de las decenas de
millares de víctimas de desaparición forzada en Guatemala para las que
debemos continuar demandando justicia
27 de septiembre
Hace 31 años Emma
fue detenida en un retén militar en Santa Lucía Utatlán. Escucho al compañero
que con su explicación sobre el sonido me devuelve al ahora, sacándome de la
choza donde la retuvieron tras bajarla de la camioneta Galgos. Allí permaneció
varias horas mientras la trasladaban al cuartel de Quetzaltenango. En ese lugar
–una casa de pueblo, a unos cientos de metros de la carretera Interamericana,
sin comida ni agua, atada de los pies y las manos- aguardaba lo peor. Su intento de
cortarse con una lata oxidada fue infructuoso.
Dejo a un lado los
recuerdos, tengo que concentrarme en las explicaciones. Por la tarde, es mi cuerpo
el que llora. Con escalofríos y dolores provocados por la fiebre, me digo a mí
misma “esto no es nada comparado con lo que mi hermana estaba padeciendo hace
31 años”.
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28 de septiembre
Hace 63 años se
fundó el partido de los trabajadores y trabajadoras guatemaltecas, el PGT. El
enemigo no descansó hasta lograr aniquilarlo asesinando o desapareciendo a
dirigentes y militantes ensañándose con ellos/as y sus familias, como los nazis
que, basados en el llamado derecho de sangre –jus sanguinis-, mataban a miembros de la familia cuando no podían
matar a quien era originalmente su objetivo.
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30 de septiembre
La muerte nos roza
con su aliento y estremece el mundo nuevamente. Hoy sepultaron a Jonathan, un
joven de 29 años, amigo de mis hijos, que murió el viernes 28 en un accidente
automovilístico. Trato de encontrarle alguna lógica a este hecho mientras intento
consolar a mis hijos, dos muchachos que, por primera vez, viven en su propia
piel una tragedia. Me resulta inevitable asociarla con la partida prematura y
violenta de una pléyade de jóvenes hombres y mujeres asesinados en Guatemala
por los terroristas de Estado. Pero no se trata de eso ahora. Ha sido la
azarosa muerte, la implacable e igualadora muerte, la que se llevó a este joven
querido, y no un plan perverso, maquinado por seres humanos para destruir a
otros seres humanos. Como sea, me duele la pérdida de un joven bueno,
trabajador, decente, buen hijo y buen amigo, me duele el llanto en los ojos de
mis hijos y me duele su madre.
Jonathan era
ingeniero electromecánico, pero ser un profesional no le libró de las largas
jornadas laborales que excedían el tiempo establecido por la ley y no le
dejaban tiempo para el descanso ni para sus actividades personales. Trabajaba
de lunes a sábado y los domingos por la
mañana, estaba agotado. Eso quizá explique por qué se accidentó. Me pregunto si
será una víctima más de la explotación laboral, con horarios de los que solo se
sabe la hora de entrada, pero no la de la salida, agudizada sobre la base de la
aplicación de las concepciones neoliberales del trabajo y la falta de empleo de
calidad. Estas son variables que seguramente no se toman en cuenta al medir los
riesgos de accidentes de tránsito.
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Hay algo que no deja
de darme vueltas en la cabeza y es el asunto de que “un soldado no pide
perdón”. Pero si lo que ellos hicieron no tiene perdón, que no se molesten en
pedirlo. Los militares guatemaltecos, terroristas estatales, fueron como los
nazis al materializar su intención de “acabar con la semilla” con la
eliminación de familias y pueblos completos, la muerte de mujeres embarazadas,
las violaciones y la esclavitud sexual a las que sometieron a las prisioneras.
En nuestro caso, la
cobarde detención y desaparición de Marco Antonio por la G2 del ejército
guatemalteco, no nos interesa que los perpetradores nos pidan perdón. Lo que
exigimos es justicia y que nos digan qué le hicieron y quiénes y que nos
devuelvan sus restos para sepultarlos dignamente.
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Los criminales
cobardes, que no dan la cara ni asumen su responsabilidad por sus delitos,
quisieron arrancar la vida de raíz, pero allí está Guatemala, resistiendo y
afrontando las “nuevas” formas del despojo.
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