1º. de
septiembre
De nuevo, inevitablemente, llegó septiembre con su renovada carga de
tristezas y la inconsciente cuenta regresiva. Pero septiembre también atesora
los recuerdos que me quedan de sus últimos días con nosotros. Idéntica a mí
misma, me veo en un espejo de humo, sal y lágrimas. El tiempo pasa y se acumula
como el polvo en las casas vacías. El dolor es una ola que, incesante, se abate
sobre mi alma.
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3 de septiembre
Hace treinta y un años menos un septiembre, pese a mis
sentimientos, el mundo siguió girando y los relojes y los calendarios
continuaron su marcha implacable. Los años se acumularon sobre mi espalda y
echaron capas de olvido en una sociedad que, por terror o por complicidad, optó
por la brutal indiferencia ante un crimen que dejó secuelas impensables y poco
conocidas en las 45 000 familias de las víctimas y en el país entero, que
continúa postrado por la violencia y las dificultades de acceso a la justicia y
al bienestar de las mayorías desposeídas.
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5 de septiembre
Treinta septiembres sin usted, mi
hermano, treinta septiembres duros, imposibles, en los que, aunque no lo quiera,
todo queda en suspenso y lo que se impone en mi vida es su ausencia. Empezó el
trigésimo primer septiembre y me pregunto cómo llegué hasta aquí, como pude
salir del abismo en que me hundí ese día maldito, cómo caminé, hablé, respiré,
y, en fin, cómo seguí viviendo si mi alma estaba muerta.
Muchas cosas pasaron,
querido hermano mío, tan presente en
este dolor vivo, en las lágrimas que cuelgan renuentes de mis pestañas, en este
amor que me sigue impulsando a buscar su rastro en la arena del tiempo, a
seguir haciendo preguntas sin respuesta.
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6 de septiembre
Lo peor de septiembre son las
noches, esos minutos en los que, desprendiéndome de la rutina, quiero dar paso
al descanso. Pongo la cabeza sobre la almohada, apago la luz, y aparece un
viejo conocido: el insomnio. Pero no viene solo, viene con el ahogo, el sollozo
apagado, la tristeza. Ni siquiera estoy pensando en usted, hermano, que pronto
cumplirá 31 años de haber sido detenido ilegalmente por la G2 y desaparecido
hasta hoy y que, en noches como esta, pareciera que estará perdido para
siempre.
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7 de septiembre
¿A qué aferrarte, Adriana, amiga
triste, cuando sentís que el aire no quiere llegar a tus pulmones? La esperanza
es solo un espejismo, una ilusión, un artilugio, al que recurrimos para darle
algún sentido al día – tras – día sin
tus hijas, sin mi hermano. Quisiera darte aliento, quisiera que mi abrazo te
alcanzara. Es frustrante no tener otra cosa que palabras, gotas de lluvia en el
tejado, que enlazo para expresarte mi solidaridad.
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No lo entiendo. Me saco pedazos de mierda de la boca. Me
lavo los dientes. El espejo me devuelve la imagen de la joven que fui, con la
piel tersa y el cabello muy largo, cuando dudaba si podía decir de mí misma que
ya era una mujer. Era joven, pero no tenía miedo.
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9 de septiembre
Su insolencia, su arrogancia, su
falta de honor y dignidad al repetir “un soldado no pide perdón” son ofensivas.
De azul y blanco, con fotografías de personas queridas, honestas,
comprometidas, que ensucian con sus manos, marcharon exigiendo juicios justos
para sus padres, abuelos, sus compañeros de armas, los genocidas, torturadores,
desaparecedores, la escoria que, cobardes, no quiere asomarle la cara a la
justicia. Son ombres sin honor, así, sin hache. Les falta la dignidad que les
sobró a mi padre y mi madre cuando el chafa de la G2 les dijo en el Palacio
Nacional “entiendo su sufrimiento, mi perro se acaba de morir”. Mi madre tuvo
que detener al padre del niño desaparecido, mi hermano, para que no se le fuera
encima al tipo que llevaba el uniforme en un gancho porque no se atrevía a
caminar por la calle vestido con traje militar. (Noticias y comentarios, aquí)
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11 de septiembre
Jamás he visto a Adriana. No sé
si podría reconocerla si me cruzara con ella alguna vez, teniendo en mi retina
su imagen de las fotografías. De ellas, retengo especialmente una, la de la
joven gloriosamente veinteañera. La otra es la de una mujer que, tras una vida
entera atravesada por la tragedia, cierra los ojos mientras se aferra a una
calavera.
Adriana abraza la muerte mientras
aguarda el reencuentro con sus hijas. Glenda y Rosaura, fueron detenidas
ilegalmente y desaparecidas por el ejército guatemalteco en un día maldito de
un año maldito, el mismo en que la G2 arrebató a Marco Antonio de la vida. Ese
11 de septiembre las pequeñas niñas de Adriana, de 10 y 9 años, fueron tomadas
por una horda de criminales junto con su padre y su familia: su hermana
Rosaura, de apenas año y medio de nacida, su esposa y su cuñada.
Desde entonces, con pocos días de
diferencia, Adriana y yo junto con 45 000 familias –quizás muchas más, ese es
un dato que talvez nunca se precise- habitamos en la misma dimensión, la del
dolor infinito, la del silencio. Intemporales, ingrávidas y transparentes, el
corazón nos pesa y a ella, ahora, su impresionante, descomunal, insondable sufrimiento,
la arrastra al abismo del no ser.
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Mi corazón abraza a una niña que
se hizo mujer sin su madre, apuñalada por el odio.
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¡En la buena y en la mala, con
Chile está Guatemala! Esa era una más de nuestras consignas en las
manifestaciones públicas tras el golpe militar que derrocó a Salvador Allende,
dándole vuelta a la acuñada en el país sudamericano después de la intervención
estadounidense de 1954, cuando chilenos y chilenas gritaban solidarios “¡En la
buena y en la mala, Chile está con Guatemala!”.
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12 de septiembre
Hay milagros que no tienen
explicación. Uno de ellos es como una madre -mi madre, Adriana y miles más en
Guatemala y en todo el continente- puede sobrevivir después de un hecho tan atroz como la
desaparición forzada de sus hijos o hijas. Nadie lo sabe, pero allí están y
silenciosamente, mientras roen sus puños despacito, aguardan.
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13 de septiembre
Caminamos sobre arenas movedizas,
sobreviviendo a la desesperanza pero con mucha rabia y convicción, sabedoras de
que otras generaciones tomarán las banderas de la verdad y la justicia para
nuestras niñas y niños desaparecidos.
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28 años y siete meses de la detención ilegal y desaparición forzada de Emil, el hermano de Marylena, que donde quiera que vaya lleva su imagen en el pecho, como un tatuaje de dolor impreso sobre su corazón.
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Hay sufrimientos y sufrimientos. El de las familias de las personas desaparecidas no concluye sino con nuestra propia muerte. Se reedita cada año en los aniversarios, se atraviesa doloridamente por los cumpleaños, navidades y todas las ocasiones en que, felices, deberían estar a nuestro lado.
El dolor no se entiende. Si no se
siente en carne propia o si se huye de él, parece una locura. En mi indeseable
condición de hermana de un niño desaparecido, no puedo evitar estar impregnada
de sufrimiento; hay días, especialmente en septiembre, en que me siento
extraña, desquiciada. Me sumerjo en mí misma, disimulo, sonrío, aunque respire
por la herida. La gente no quiere saber de tragedias ajenas y menos si
sucedieron hace treinta o cuarenta años. En aquellos años de grave postración
social, las personas a las que les asesinaron a un hijo, una hija, expresaban
alguna conformidad ante el hecho diciendo que por lo menos no se los habían
desaparecido, que habían podido darle sepultura.
Son muchas las facetas de estas
experiencias diversas, tantas como personas tocadas brutalmente por un crimen
atroz que trato de explicar de mil modos distintos para abrir los corazones de
quienes no las entienden, de quienes no las han vivido, para que aunque sea en
su fuero interno, apoyen la terquedad, la insistencia, la dignidad, con la que
desde aquí, desde la dimensión a la que fuimos condenadxs, continuamos
reclamando investigación, juicio y castigo para los desaparecedores, los
torturadores, los genocidas, los perpetradores del terrorismo de Estado, los
asesinos de poetas, los quemadores de libros, los fascistas que han destrozado
ese trozo de azules y de verdes que es la patria.
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14 de septiembre
Desfile de faroles a las seis de
la tarde. Con luces en sus manos, niños, niñas, hombres con bebés en los
brazos, mamás empujando carruajes, abuelos y abuelas llevando a sus nietxs de
la mano, caminan desordenadamente tras una banda desafinada que toca cumbias en
lugar de marchas militares a cuyo ritmo se mecen los cuerpos y ondean las
banderas rojo, blanco y azul. Hacen un alto y le cantan el japi berdey a la
patria en su cumpleaños.
Nadie lleva el paso, nadie marcha
alzando los brazos a la altura del hombro ni mueve los pies siguiendo el
golpeteo del redoblante, nadie viste uniforme ni tiene la cabeza cubierta por
kepis ni ostenta adornos militaroides en sus pechos. Tampoco se escuchan voces
de mando ni aires marciales. Es un carnaval caribeño el que circula en todas
las calles del país en el que vivo, a diferencia de los desfiles de mi lejana
infancia en los que nos formábamos en líneas muy rectas, tomábamos distancia y
nos poníamos en posición de firmes al saludar a la bandera. En esto, y en
muchas otras cosas, se abre un abismo entre un país sin ejército y otro
dominado por el talón de hierro de un ejército que masacró a su propia gente.
Lucky de mi alma, es una carga que no se va nunca de nuestra espalda, de nuestra vida. Parafraseando a Iduvina, cada letra, cada palabra, oración, pensamiento .no solo es una cachetada a los perversos que ejecutaron la ignominía, sino son espinas en su memoria, para gritarle a través de tus palabras que somos 45,000 familias que esperamos que vuelvan, aunque a veces la desesperanza nos acompaña, pero ya vez...han salido de la tierra unos, tengamos fuerzas y esperanzas que saldran los nuestros y los otros miles para condenar una vez más a los canallas, a lo más infame de la especie humana guatemalteca, los militares en los tiempos del genocidio. Te quiero entrañablemente querida.
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