Corrían tiempos duros, tenía cada poro abierto para advertir el peligro. Como animal de monte, olía el aire y con mis ojos miopes trataba de adivinar al enemigo en las calles oscuras, cargadas de amenazas.
Por muchos años, el país fue un campo de guerra. Escindido en muchas partes, el espacio social para la acción política se dividía en dos, la de lo prohibido y la de lo permitido. En la primera, no regía otra ley que la de los depredadores de uniforme (militares y policías) o sin él (g2, judiciales, paramilitares). Ese mundo difícil se trasladaba a mi cabeza de muchas formas. Desde los racionales análisis hasta los sueños. Así, un 5 de septiembre del año de nuestra desgracia, casi treinta atrás, un sueño terrible me anunció, quizá, lo que después se convirtió en el antes y el después en nuestra existencia: la captura ilegal y la desaparición forzada de mi hermano.
En ese sueño, transcurrido en una madrugada sin luna de Xelajú, a un par de cuadras de la zona militar, lo primero que vi fue la llave de mi casa en mi mano derecha; con ella, abrí la puerta y entré. Allí vivían mis padres y Marco Antonio y siempre estuvo llena de verdor, pero estaba vacía. No había flores, ni muebles, ni gente. Nada. Solo las paredes mudas. Caminé por el corredor que dividía la casa en dos, de un lado la sala, las habitaciones, la cocina, el comedor y el cuarto de M.; del otro, el garaje, dos patios pequeños, los baños y el que había sido mi dormitorio que, en ese momento, era de Marco Antonio. Adentro había una mesa y una silla metálicas, plegables, dos muebles ajenos a mi casa. Me senté en esa silla extraña tratando de adivinar porque no estaban. Alcé la vista y había alguien a mi lado, un hombre del que no logro ver su rostro ni sus piernas, es un torso que flota en una especie de neblina con un traje azul y encorbatado. A él le pregunto dónde está mi familia, dónde están nuestras cosas, los perros, los trastos, los muebles, las cortinas, las macetas que adornaban los alféizares de todas las ventanas. Es un torrente de preguntas y el hombre responde a cada una “a saber”.
Me angustio. Sabiendo que era un sueño, desesperada traté de despertarme; al lograrlo, recuerdo haberme dado vuelta en la cama, mi cabeza cayó sobre la almohada y, otra vez dormida, seguí soñando. El hombre continuaba a mi lado mientras yo seguía preguntándole por mi mamá, mi papá, Marco Antonio, mis hermanas… “a saber, a saber, a saber”. Otra vez desperté y otra vez me dormí y otra vez con lo mismo, pero ahora me dijo “Ella está muerta”. ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Cuándo? ¿Qué le pasó? “A saber, a saber, a saber, a saber…”. De repente me dijo “Emma también está muerta”. Entonces, haciendo un esfuerzo enorme, desperté. Me senté en la cama, eran las cinco y cuarto de la mañana. Ya había un poco de luz. Lloraba. Traté de calmarme y encendí un cigarro (todo el mundo fumaba, ¿por qué yo no?). Volví a la tierra y a la racionalidad. No se puede saber qué va a pasar, eso es imposible, pensé, pese a otros sueños anteriores (exactamente dos) en los que supe de otras cosas terribles que no tardaron en suceder. Aún así, no podía, no quería darle crédito a eso que acababa de ver y que me sigue perturbando.
Veintidós días después, empezó todo. El 27 de septiembre de ese año maldito de 1981, mi hermana menor fue detenida en un retén del ejército a la altura de Santa Lucía Utatlán. Cuando supe que no había vuelto de la capital, creí que era lo que había vivido en ese sueño horrible. Ella, valerosa, resistente, decidida, audaz, escapó del cuartel nueve días después. Al día siguiente, el martes 6 de octubre, unos hombres llegaron a mi casa y sacaron a Marco Antonio. Desde entonces, no hemos sabido absolutamente nada de él.
Por muchos años me culpé por no haber previsto que era en mi casa donde lo peor iba a suceder. Entonces empezaron las preguntas y ese sueño maldito, que ha durado treinta años menos un mes y un día, me sigue recordando que entonces yo era un animal de monte, que oteaba el aire presintiendo el peligro.
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