Si mi existencia hubiera sido
diferente, a estas alturas de mi vida podría estar disfrutando de las
satisfacciones que nos da la familia, que retoña en nuevas y hermosas
criaturas, y las derivadas de los muchos años dedicados al trabajo honrado. Sin
embargo, después de más de 34 años de la desaparición forzada de mi hermano
Marco Antonio, un niño de 14 años, a casi 19 de la presentación de un nuevo
hábeas corpus y más de 17 de interpuesta la demanda penal, por fin se inició un
proceso judicial en contra de cuatro presuntos responsables.
Todas nuestras acciones se apegan
tanto a lo establecido en el marco jurídico nacional como el internacional, que
debería imperar para guatemaltecos y guatemaltecas, en igualdad. Pero, como en
los viejos tiempos de la doctrina de seguridad nacional, hay gente que,
creyéndose superior a la ley, maliciosamente etiqueta a las personas y
organizaciones que demandamos justicia diciendo, entre otras cosas, que lo que
buscamos es dinero. Tal simplificación del pensamiento en tiempos neoliberales
los lleva a reducir las relaciones sociales a transacciones comerciales, el
país y sus instituciones a un mercado y nuestras pretensiones al vil metal.
El señalamiento de que el dinero
es el motor de las demandas de justicia penal, con el que se ha pretendido
denigrar a quienes desobedecemos los mandatos de silencio y olvido, es un viejo
y falaz argumento propio de embusteros, cómplices y encubridores de los
crímenes de guerra y de lesa humanidad. Por ejemplo, en 2012 el señor Arenales
Forno, ex comisionado presidencial de derechos humanos durante el “gobierno”
del militar Otto Pérez, insultó de esa manera a las víctimas del caso Río
Negro en la audiencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Además, escribió artículos de prensa en los que, amén de atropellar y
revictimizar, intentó sustentar el incumplimiento de las obligaciones
internacionales del Estado guatemalteco. Para ello, ridículamente “reinventó”
el derecho internacional de los derechos humanos y “reinterpretó” a su favor el
principio de irretroactividad de las leyes penales en los casos de desaparición
forzada, negando su continuidad y permanencia mientras no aparezca la persona.
Todo esto, dizque para regatear el pago de las indemnizaciones dictadas por el
tribunal interamericano, cuando en realidad quería evitar la investigación,
juicio y castigo de los responsables de graves violaciones a los derechos
humanos.
En ese momento, poniendo en
perspectiva el asunto financiero, en un artículo titulado “No
matarás”[i]
pregunté:
¿Cuánto dinero costó cada persona
muerta o desaparecida? ¿Cuánto gastaron en establecer y mantener la compleja
infraestructura y la organización empleada por la inteligencia militar para
desaparecer a 45 000 personas entre 1966 y 1996? ¿A cuánto ascendieron los
gastos por masacre? ¿Salía más barata mientras más gente mataran? ¿Quién es
capaz de responder estas preguntas? El punto es que quienes no se fijaron en
los gastos para montar una maquinaria de muerte, tortura y desaparición, ahora
defienden a los perpetradores y regatean el costo del resarcimiento y las
reparaciones económicas ordenadas por la Corte IDH.
En el contexto de nuestro país, sus
predecibles comportamientos intencionalmente hacen a un lado que, de acuerdo
con la ley, lo que se puede lograr mediante una acción ante el sistema penal es
justicia, precisamente el tipo de proceso emprendido en nuestro caso.
Entre los daños materiales
sufridos por la familia –que en 2004 fueron compensados en lo posible por la
indemnización ordenada por la Corte Interamericana- los hombres que ocuparon la
casa durante varios días después de la detención ilegal y desaparición de mi hermano,
robaron objetos de valor. En vista de que lo robado no fue incluido en el
litigio internacional, podríamos reclamar daños y perjuicios puesto que, de
acuerdo con la ley, están previstas la restitución (devolución de los bienes robados)
o la indemnización. Si esa fuera nuestra intención, nuestra demanda debe ser
hecha mediante una acción civil, no penal. No es este nuestro caso.
Con lo anterior, esperaría haber explicado
claramente que con el proceso judicial emprendido, no queremos dinero,
queremos justicia. Además, aún a sabiendas de que la reparación económica
es un derecho, devolveríamos cada centavo recibido en 2004 a cambio de que
Marco Antonio estuviera vivo y a nuestro lado y de que nunca hubiéramos sido
perseguidos al punto de que, como decenas de miles de compatriotas, debimos
salir de Guatemala con una mano adelante
y la otra atrás, huyendo del país en el que los agentes del Estado
torturaban y mataban o desaparecían a niños y niñas y personas indefensas que
clasificaban como enemigas.
Aparte del daño material que se
nos quiso compensar mediante la indemnización, no hay dinero en el mundo que
pueda retribuirnos por la desaparición forzada de nuestro niño a manos de funcionarios
públicos que hicieron de la muerte una política de Estado. Tampoco son
susceptibles de resarcimiento la pérdida de vínculos sociales y familiares,
proyectos de vida, identidades y todo lo que se deja atrás cuando la gente debe
abandonar forzosamente su tierra para salvar la vida y la de su familia.
En el Derecho, la tercera forma
de compensar el daño ocasionado por el delito es la reparación, con la que se busca
que lo afectado vuelva a su estado anterior. Sin embargo, cuando se trata de hechos
graves, como los crímenes de guerra y lesa humanidad (genocidio, desaparición
forzada, violación sexual, tortura), los daños no son solamente materiales y se
lesionan bienes jurídicos que es imposible reparar, como la vida. De allí que los
sistemas internacionales de protección de la persona humana han comprendido que,
para afrontar los devastadores y complejos efectos de las violaciones de los
derechos humanos, cuyo valor monetario es imposible tasar ni la situación se
puede devolver a su estado anterior, se requiere de medidas integrales de reparación.
En el caso de la desaparición
forzada de mi hermano, la Corte IDH condenó al Estado guatemalteco porque sus
agentes violaron sus derechos a la vida, la integridad y libertad personales,
las garantías judiciales, a la protección por su condición de niño y la
protección judicial. Respecto de la familia, se violó el art. 17 de la
Convención Americana sobre Derechos Humanos que consagra el derecho de
protección.
En su fallo, la Corte, que ha
hecho esfuerzos para lograr una compensación adecuada a la magnitud de los
distintos daños inmateriales y materiales mediante diversos tipos de
reparación, ordenó las siguientes medidas:
Reparaciones dictadas por
la Corte IDH en su sentencia del 3 de julio de 2004 para su cumplimiento por
el Estado guatemalteco en el plazo de un año:
1. Entrega de los restos
mortales de Marco Antonio Molina Theissen (proyecto de ley 3590 para la
creación de una comisión de búsqueda de personas desaparecidas) (incumplida).
2. Investigación efectiva
de los hechos para identificar, juzgar y sancionar a los autores materiales e
intelectuales de la desaparición forzada de Marco Antonio Molina Theissen (se
inició el proceso de cumplimiento).
3. Publicación en el
Diario Oficial y en otro diario de circulación nacional, partes de la
sentencias de fondo y reparaciones (cumplida).
4. Acto público de reconocimiento
de su responsabilidad internacional (cumplida).
5. Designar un centro
educativo con un nombre que aluda a los niños desaparecidos durante el
conflicto armado interno, y colocar en dicho centro una placa en memoria de
Marco Antonio Molina Theissen (cumplida).
6. Crear un procedimiento
expedito de declaración de ausencia y muerte presunta por desaparición
forzada (incumplida).
8. Crear un banco de datos
genéticos mediante la adopción de las medidas legislativas, administrativas y
de cualquier otra índole que sean necesarias (incumplida).
9. US$275.400,00
por concepto de indemnización del daño material y US $415.000,00 por concepto
de indemnización del daño inmaterial, ambas sumas distribuidas entre los
familiares beneficiarios del niño Molina Theissen; y, US $7.600,00 por concepto
de costas y gastos en el proceso interno y en el procedimiento internacional,
que fueron entregados a nuestros representantes (cumplida).
Sentencia de
Reparaciones y Costas del 3 de julio de 2004 (http://www.corteidh.or.cr/docs/casos/articulos/seriec_108_esp.pdf).
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Desde la visión reduccionista y
mercantilizadora que prevalece en ciertos sectores de la sociedad guatemalteca,
se contraponen la indemnización y la justicia. Con ello, se ignora
deliberadamente que ambas son reparaciones y que, junto con otras, son parte de
los derechos de las víctimas, como se establece en los “Principios y
directrices básicos sobre el derecho de las víctimas de violaciones manifiestas
de las normas internacionales de derechos humanos y de violaciones graves del
derecho internacional humanitario a interponer recursos y obtener reparaciones”
La indemnización económica es un
derecho mediante el cual se debe compensar monetariamente “de forma apropiada y
proporcional a la gravedad de la violación y a las circunstancias de cada caso,
por todos los perjuicios económicamente evaluables que sean consecuencia de
violaciones manifiestas de las normas internacionales de derechos humanos o de
violaciones graves del derecho internacional humanitario (…)”. Entre los daños
y pérdidas a ser indemnizados se cuentan el daño físico o mental; la pérdida de
oportunidades de empleo, educación y prestaciones sociales; daños materiales y
la pérdida de ingresos, incluido el lucro cesante (el salario mínimo que una
persona desaparecida o asesinada hubiese devengado a lo largo de su vida); el
daño moral y gastos de asistencia jurídica o de expertos, medicamentos y
servicios médicos y servicios psicológicos y sociales.[ii]
Al respecto, como figura en el
recuadro, la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Molina Theissen
Vs. Guatemala incluyó el pago de US$690,400.00. O sea, jamás recibimos veinte
millones de quetzales.
Ese dinero nos fue pagado por el
Estado, pero,
No necesariamente es el Estado
el que debe pagar las reparaciones monetarias, dado que “Cuando se
determine que una persona física o jurídica u otra entidad está obligada a dar
reparación a una víctima, la parte responsable deberá conceder reparación a la
víctima o indemnizar al Estado si este hubiera ya dado reparación a la víctima.”
¿Por qué, entonces, si tanto les
preocupan las finanzas estatales no persiguen y castigan a los perpetradores y
les obligan a hacerse cargo de estas obligaciones? Al no hacerlo, según los
Principios, “16. Los Estados han de procurar establecer programas nacionales de
reparación y otra asistencia a las víctimas cuando el responsable de los daños
sufridos no pueda o no quiera cumplir sus obligaciones.”
No lo hacen porque no son las
finanzas públicas lo que les importa. Son otras las verdaderas intenciones de
quienes mantienen posturas descalificadoras de los esfuerzos encaminados a
obtener verdad y justicia, dado que “su discurso revictimizador está dirigido a
mantener la impunidad de los perpetradores mediante la deslegitimación de los
reclamos de verdad y justicia de las víctimas y sus familias haciéndonos
aparecer como mercaderes de nuestro sufrimiento.” (No matarás).
Sin ahondar en los sentimientos difíciles que suscita recibir dinero en situaciones en las que se sufre un profundo dolor, lo que no contribuye a aliviarlo, en un país como el nuestro en el que hay decenas de miles de familias que también deberían ser compensadas, hace que un derecho sea visto como un privilegio. Esto es ahora aprovechado por los detractores de nuestra lucha por la verdad y la justicia para transformarlo en una especie de estigma.
Sin ahondar en los sentimientos difíciles que suscita recibir dinero en situaciones en las que se sufre un profundo dolor, lo que no contribuye a aliviarlo, en un país como el nuestro en el que hay decenas de miles de familias que también deberían ser compensadas, hace que un derecho sea visto como un privilegio. Esto es ahora aprovechado por los detractores de nuestra lucha por la verdad y la justicia para transformarlo en una especie de estigma.
Lamentablemente de nueva cuenta y
como en los tiempos al parecer no idos de la nefasta doctrina de seguridad
nacional, etiquetan y dividen a la población guatemalteca en “buenos” y
“amigos”, ellos, y “malos” y
“enemigos”, las víctimas –el uso del término es jurídico- que reclamamos
derechos en los procesos judiciales por crímenes de guerra y de lesa humanidad,
nuestros abogados/as, jueces y juezas apegados a la ley, el Ministerio Público,
la CICIG y las organizaciones de derechos humanos.
Ojalá ese anhelo compartido contribuya a construir un país sin impunidad para los crímenes del pasado y del
presente, en el que impere la justicia en todos los ámbitos de la vida social y
política y se respeten los derechos humanos y la dignidad de todas las personas
sin discriminación, donde no se regateen los salarios decorosos y los que más
tienen paguen más impuestos, donde los delincuentes estén purgando penas y no
detentando puestos públicos o haciendo negocios aparentemente lícitos, donde
NUNCA MÁS se repitan las atrocidades infligidas por hombres investidos de poder
público que hicieron lo contrario a lo establecido por las leyes y donde las
víctimas dejemos de serlo y nos convirtamos en ciudadanos y ciudadanas plenos.
En conclusión, para los que
sostienen que el dinero es lo que nos mueve, resolver estos procesos sería muy
fácil si nos animara la codicia: Podrían comprarnos. Pero la dignidad, la
verdad y la justicia no tienen precio, tampoco la memoria ni el amor a Marco
Antonio y la familia, a Guatemala.
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