Más harta y más asqueada que nunca, estoy otra vez masticando piedras mientras
contemplo un panorama desolador si se quieren hacer realidad las aspiraciones
de un país justo, democrático, en paz, con ciudadanos y ciudadanas considerados
dignos e iguales en derechos en la diversidad, con equidad
Soñar no cuesta nada. Después de la llamada primavera democrática, con
la plaza rebosante de gente semana tras semana, era de suponer que las cosas iban
a ser distintas. Tendríamos elecciones legítimas, con una participación
ciudadana masiva, informada, responsable, seria, no manipulada; debates de
altura sobre programas de gobierno con objetivos beneficiosos para las mayorías
sempiternamente relegadas; una campaña respetuosa de la inteligencia ciudadana,
veraz, equilibrada, en igualdad de condiciones para los contendientes y unas
candidaturas intachables. De haber sido de este modo, el dilema de hoy sería cómo
escoger entre dos magníficas propuestas y no votar o no votar o cuál es el o la
menos peor, sabiendo que en mayor o menor grado llevamos las de perder.
Sin embargo, Guatemala no es fácil. El movimiento ciudadano no logró
romper los candados puestos por los poderosos para evitar que se pospusieran
las elecciones y que se reformara la ley electoral, como mínimo, para crear
condiciones propicias para la realización de un proceso limpio, con
candidaturas capaces de responder a nuestras más altas aspiraciones. Por otra
parte, al desnudarse la porquería en la que están inmersos los “políticos” y
sus partidos - franquicias, como los clasificó la CICIG, las elecciones se
constituyeron en un rito carente de sentido para muchísima gente que no participó
o anuló el voto. El nefasto resultado de un proceso viciado, efectuado en las
peores condiciones imaginables, está a la vista.
De modo que, a pocas horas de la segunda vuelta, estoy en el descomunal
esfuerzo de digerir que en el mismo año, en el mismo país y con la misma gente,
se den dos hechos aparentemente incompatibles: la defenestración de un militar
corrupto, ladrón y mentiroso –además, presunto genocida, torturador y
desaparecedor, lo que no se contó en este cuento- y la elección de un gracioso
don nadie racista y misógino, apoyado por una pandilla de militares iguales y
hasta peores que el que en mala hora ocupó la presidencia, también señalados por
su participación en los crímenes de lesa humanidad que causaron incontables
víctimas y dejaron una cauda de dolor que continúa afectando a buena parte de
la sociedad guatemalteca.
Asumiendo que, en una sociedad acostumbrada a su
violencia e impunidad, las atrocidades cometidas por estos criminales no
importan ni provocan rechazo hacia sus perpetradores, después de lo vivido en
2015 es paradójico, absurdo, incoherente, que se vote por un partido fundado
por ellos pese a que les vincula con la defraudación aduanera y toda clase de
negocios ilícitos, justamente la razón por la que fueron echados de sus puestos
la 2 y al dueño de la finca, quienes están siendo procesados junto con otros
militares implicados.
¿Por qué no se pudo ir más allá de la renuncia de Pérez y Baldetti? ¿Por qué no se pospusieron las elecciones ni se cambiaron las reglas para evitar este proceso espurio y su disyuntiva perversa en la segunda vuelta? Además de los factores embajada gringa y CACIF, tras muchos años de silencio y pasividad, con la gente que salió a las calles también manifestaron la fragmentación de la sociedad guatemalteca en compartimientos estancos, la ausencia de liderazgos consolidados, aceptados y legitimados, más bien lo que se observó fue su rechazo; el distanciamiento y descalificación de lo que ese contexto se identifica como izquierda y derecha (ambas son la misma cosa, se les mete en el mismo saco y son objeto de igual repudio); y el absoluto rechazo de mucha gente a la política, cuando paradójicamente estaba participando en el proceso más político de los últimos años. Estos elementos probablemente impidieron que la fuerza cuantitativa expresada en calles y plazas se constituyera en un factor de cambio cualitativo, con presencia reconocida y legitimada en los espacios de poder y capacidad de interlocución e incidencia en las decisiones necesarias para que las cosas hoy fueran distintas.
Tratando de ver
más allá de este momento aciago y de cosechar algo positivo, quiero creer que en
la lucha contra la corrupción, en la que confluyeron las demandas más variadas,
desde las más inmediatas hasta las que invocaron la Revolución, se depositó la
simiente de un país distinto. Al no querer más “eso”, que se volvió tan pesado
y repugnante, por un breve tiempo prendió en decenas de miles de cabezas la
idea que ha alentado –y sigue alentando- las acciones de muchas personas históricamente
en nuestro país, incluyendo a las víctimas de los terroristas uniformados: el
cambio.
Pero para que el cambio
tome cuerpo y se defina qué se quiere y cómo se va a lograr, es
necesario pasar de la participación individualista y atomizada a la
articulación de colectividades capaces de reconocerse y respetarse mutuamente
en la diversidad cultural, étnica, de género, política, de clase y procedencia
geográfica.
Ojalá sin
exclusiones, racismo ni autoritarismo, con memoria histórica, manteniendo la guardia en alto contra la
política permanente de “divide y vencerás” y sus efectos perversos en los
movimientos políticos populares, hay que hacer el camino para remontar la
desarticulación y construir el o los partidos políticos alternativos a las franquicias
que dominan el escenario. Son desafíos ineludibles para dejar atrás la
podredumbre que se reveló este año en toda su magnitud y crudeza. Afrontarlos tomará
tiempo y esfuerzos de muchas personas y muchos sectores articulados, al tiempo
que se deberán superar las secuelas de décadas de terrorismo estatal. Cuatro
meses de lluvia ciudadana no borraron las huellas de la persecución y aniquilamiento
de quienes ejercieron algún grado de oposición al poderío castrense y la
destrucción de sus organizaciones, mediante la ejecución de planes dirigidos e
implementados precisamente por los militares que hoy esperan mantener su
impunidad gracias a la llegada de su candidato a la presidencia.
Con este proceso espurio, como tantos otros en Guatemala, los grandes
decisores guardaron las formalidades de un supuesto Estado de Derecho, que les
importa solo cuando se trata de contener el cambio, y mantuvieron una
institucionalidad hueca basada en leyes muertas escritas sobre papeles sucios. Esto
quiere decir que habrá más de los mismos criminales corruptos ocupando puestos
de poder durante los próximos cuatro años.
No obstante los razonamientos, la mirada puesta más allá de mañana, más
allá del próximo período presidencial, y diciéndome a mí misma “qué esperabas,
así es Guatemala, un país de bordes afilados, un manojo de espinas”, si gana el
candidato, además de que los militares delincuentes seguirán gobernando, obteniendo favores y manteniendo privilegios (impunidad, por ejemplo), lo peor, lo
doloroso, lo que hoy me envenena, es suponer que los desaparecedores, torturadores
y asesinos de mi hermano se van a beneficiar con ello.
Por eso, con dignidad, no solo voto por la candidata, por la menos peor, sino que voto
contra los militares.
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