Iba para la playa con mis hijos
cuando me enteré de la noticia: Hubo un golpe militar en Guatemala. Me
angustio. ¿Cómo saber si estás bien? ¿Cómo te aviso que estoy bien, que los
niños están conmigo, que no nos pasa nada pese a que estamos atrapados en un
país mortal? Las calles se llenan de brotes verde olivo armados hasta los
dientes. Están rodeando la casa. El terror se apodera de nosotros.
Porque sí hubo genocidio, NUNCA MÁS militares al poder |
Mi cuerpo se sacude con un llanto
sin lágrimas, silencioso pese a los gemidos que convulsionan mi pecho; es el
llanto de las pesadillas. ¿Dónde estoy? ¿Estoy allá? Y, lo más importante, ¿qué
año es? Por fin, despierto. Estoy lejos en el espacio y en el tiempo del último
golpe de Estado que me tocó vivir, el del 8 de agosto de 1983. Esa mañana, a
escasos kilómetros del centro del poderío militar, muy distinta de la que despunta
tras las oscuras cortinas de mi cuarto, estaba dedicada a las prosaicas labores
“propias de mi sexo”, como se consignó mi profesión u oficio en la cédula que
me ponía nombres y apellidos. La casa tenía un amplio patio engramado, una
maravilla para asolear los pañales de ojo de perdiz unos, de gasa los otros,
blancos a punta de restregadas.
Así, mientras lavaba ropa, los
altos mandos militares se ocupaban de la patria rebelándose contra el general
Ríos Montt, jefe del gobierno golpista desde el 23 de marzo de 1982[i].
La porción de cielo que se alzaba sobre mi cabeza se llenó con el estruendo de
los helicópteros militares que, volando muy bajo, cortaban el aire con sus
hélices. Su atronador vaivén y la cadena nacional de radio fueron el aviso de
que “algo” estaba sucediendo. Más tarde, en el televisor -usado, blanco y
negro, comprado por Q100 en la avenida Bolívar- vi el asedio al Palacio
Nacional. Hombres uniformados se parapetaban en los pilares del Portal, entre
ellos el general Héctor Mario López Fuentes, jefe del Estado Mayor del
Ejército. El golpe lo encabezó otro general, el ministro de la Defensa Óscar
Humberto Mejía Víctores. Ambos fueron acusados de genocidio y delitos contra
los deberes de humanidad en 2011, una causa en la que fueron declarados inimputables.
Ese día no tenía más que hacer
sino esperar. Una partida de criminales sustituiría a otra igual. Con cierto
alivio me enteré de la caída de Ríos Montt; ya no tendría que escuchar más sus
sermones de pastor demoniaco y ojalá se cerraran los terroríficos tribunales de
fuero especial. Ambas cosas sucedieron, pero lo que se vivió después en la
capital fue, si cabe, el empeoramiento de la persecución. Durante los meses
posteriores a la amnistía decretada el 11 de agosto (Decreto-Ley Nº 89-93), decenas
de compañeros y compañeras fueron cazados como animales para luego ser
asesinados o desaparecidos, como consta en el documento conocido como “Diario
Militar”.
En esos años duros la censura no le
permitía a nadie enterarse a cabalidad de lo que estaba sucediendo. Se estaba
muy lejos de saber la hondura y la magnitud del sufrimiento infligido a los
pueblos indígenas. Las masacres eran reportadas por el ejército, el único
autorizado para difundir información sobre el conflicto, como enfrentamientos
con fuerzas guerrilleras; las víctimas civiles se presentaban como bajas de la
insurgencia. Las desapariciones forzadas y los asesinatos en las zonas urbanas
eran cosa de todos los días. Nada de eso era noticia ni movía a la solidaridad.
El miedo se respiraba en el aire; era una sustancia pegajosa que se adhería al
cuerpo, al pensamiento, a las emociones; una cuerda invisible uncía a la gente
al poder paralizando voluntades y conciencias, insensibilizándola. Mientras unas
justificaban las acciones represivas, otras se aterrorizaban y muchas más no
querían saber y veían hacia otro lado, el ejército guatemalteco perpetraba el
más grande genocidio del hemisferio occidental.
Los cuerpos torturados
brutalmente, mutilados, desfigurados, irreconocibles, fueron parte del
“material didáctico” con el que los militares entrenados por los Estados Unidos
infligieron duras lecciones de obediencia y sumisión a la sociedad
guatemalteca. Nada ni nadie los detuvo en el afán exterminador de sus supuestos
oponentes, el enemigo que tenían que destruir. A partir de la visión
anticomunista, contrarrevolucionaria propia de la nefasta Doctrina de Seguridad
Nacional, aderezada con racismo, el ejército configuró como “delincuentes
subversivos” a todas las personas, organizaciones y comunidades percibidas como
amenazas al sistema u obstáculos para apropiarse de sus tierras y territorios, sobre
todo a las indígenas. Para el ejército el presunto enemigo dejó de ser humano;
percibido como un objeto extraño, temible (“comen niños”), ajeno a la sociedad,
desechable, debía perseguirlo, reprimirlo, torturarlo, extirparlo, matarlo, desaparecerlo.
Deshumanizar a las/los opositores,
configurarlos como entes amenazantes y altamente peligrosos, merecedores del
odio y el repudio sociales, tuvo un doble objetivo: en primer lugar, no tener ningún
límite legal ni ético para maltratarlas de las peores formas, dado que no eran
personas iguales a las demás; y, en segundo lugar, obtener el respaldo social a
sus acciones para evitar ser investigados, enjuiciados y castigados.
Su impunidad
se cimentó no solo en la consabida pérdida de independencia judicial, sino también
en la legitimación y la aceptación de las atrocidades perpetradas por hombres
heroicos contra desobedientes vendepatrias al servicio de ideologías exóticas que
“en algo andaban metidos”, “por el bien de la patria” y más blablabla. De eso
hay ejemplos muy cercanos, como la defensa de Ríos Montt o el discurso de OPM
en el momento en el que fue ligado a proceso.
Enemigo, entonces, podía ser
cualquiera a la conveniencia y medida que determinaran los represores. El hecho
es que la mayoría de sus víctimas fueron personas indefensas a las que les
arrebataron su condición humana para sustraerlas de la protección a su vida,
integridad y dignidad a la que tenían derecho. Contra todo lo que determinaban
las leyes humanas y divinas, fueron penalizadas sin ninguna garantía judicial
ni reconocimiento a la presunción de inocencia por supuestos delitos cometidos
o por cometer, según sus victimarios. ¿Cuántas veces la etiqueta de enemigo fue
puesta en las frentes de los niños y niñas, aún los no nacidos (para “matar a
la semilla”; de las mujeres, a las que no les bastó con asesinar, había que
violarlas; de los hombres, cuyas únicas armas eran el pensamiento y la palabra?
Hacia 1978, Leonor Paz y Paz
describió la situación así:
Nunca
el tiempo había estado tan bárbaro, tan maravilloso, tan brillante… Pero quizá
siempre había sido bella la naturaleza en esa región de la tierra; únicamente
lo bárbaro, lo cruel, lo minuciosamente sádico, había sido como nunca antes. Y
el contraste cegaba. Los ojos ardían por tanto llanto. Se juntaban en el alma
la sensación profunda de la vida y la profunda angustia por la muerte. Se iba
muriendo poco a poco, por pedazos, con los seis, once o hasta veinte muertos
recogidos diariamente por los cuerpos de bomberos. Los sacaban de los ríos
donde flotaban semi comidos por los peces; los levantaban de las carreteras, de
los barrancos y matorrales, de casas desocupadas donde la policía los llevaba
ya muertos para volverlos a matar en fingidas balaceras con los “facciosos”.[ii]
Las atrocidades de las sucesivas
camarillas militares gobernantes fueron reveladas años después en los informes
del proyecto Recuperación de la Memoria Histórica (REMHI, de la iglesia
católica) y la Comisión de Esclarecimiento Histórico, de la ONU, que plasmaron en
cifras la responsabilidad del ejército. Asimismo, la justicia guatemalteca conoció
las escalofriantes vivencias de los hombres y mujeres ixiles en el histórico
juicio de 2013; sus recuerdos terribles fueron guardados por décadas, junto con
su voluntad de justicia, hasta ser escuchados por un tribunal y hacer posible
la primera sentencia por genocidio pronunciada en el mundo por una corte nacional.
No es sorprendente que en los
pocos crímenes de Estado que han sido procesados sean militares los autores
materiales e intelectuales. Para muestra, además del caso de genocidio, se
cuentan los asesinatos de Myrna Mack y monseñor Juan Gerardi y las
desapariciones forzadas de Fernando García[iii]
y en los casos de la aldea El Jute (Inocente Gallardo; Antolín, Valentín y
Santiago Gallardo Rivera; Tránsito Rivera; Jacobo Crisóstomo Cheguen; Miguel
Angel Cheguen Crisóstomo, y Raúl Cheguen)[iv]
y Choatalum (Filomena López Chajchaguin, Lorenzo Ávila, Alejo Culajay Ic,
Encarnación López López, Santiago Sutuj y Mario Augusto Tay Cajti)[v].
Son militares los acusados en el
caso de las mujeres de Sepur Zarco[vi],
sometidas a servidumbre y violencia sexual. Fueron militares los que detuvieron
a mi hermana y la mantuvieron prisionera en el cuartel Manuel Lisandro
Barillas, de Quetzaltenango. Fueron militares los que se llevaron a mi hermano
y lo desaparecieron un día después de que ella logró huir de sus captores.
Por otra parte, que además de
matar sean ladrones no es un hecho novedoso. En los sesentas, setentas y
ochentas, tanto los jefes de la contrainsurgencia como sus achichincles se llenaron
los bolsillos con el dinero robado a las instituciones a su cargo y se
enriquecieron aún más con el despojo de tierras y propiedades, después de haber
aniquilado a sus legítimos propietarios. Los integrantes de “La Línea” y demás
mafias corruptas tienen sus antecedentes en personajes oscuros como Ydígoras
Fuentes, Arana Osorio, los hermanos Lucas García o Ríos Montt, por ejemplo.
Gracias al régimen de impunidad implantado
para favorecerlos, sin investigación, juicio y castigo continuaron delinquiendo
en “tiempos de paz”. Los ladrones de hoy son los mismos ladrones de antes y son
también los que ordenaron o cumplieron las órdenes de tortura, desaparición y
muerte decenas de miles de veces. Son generales, coroneles y demás violadores
de derechos humanos los que han estado vinculados siempre al crimen sangriento
o de cuello blanco y, ahora, a las mafias.
Su responsabilidad penal por los
crímenes de lesa humanidad es un asunto que pareciera imposible de llevar a un
debate público serio, dada la virulencia de los ataques de la ultraderecha
fascista que les apoya incondicionalmente y el temor que esto despierta en la
población. Pero su impunidad empieza a terminarse, como la de Pinochet, a quien
la justicia -que fracasó varias veces en su procesamiento por violar derechos-
logró caerle por evasión fiscal, falsificación de pasaportes, uso malicioso de
instrumento público y fraude fiscal. Así, en Guatemala, donde el juicio por
genocidio fue ignorado por las mayorías, fue la corrupción la que propició la
acción judicial contra el general ex presidente y sacó a la gente de sus casas.
Durante semanas, agrupaciones y personas autoconvocadas se arremolinaron en
calles, plazas y parques en un hermoso, multipolar y espontáneo movimiento ciudadano
que culminó el 27 de agosto, cuando unas cien mil personas se hicieron mirar y
pusieron el cuerpo, mientras el aún presidente se escondía de las visiones de
su descalabro.
El cemento que los amalgamó fue
la indignación ante la corrupción y la exigencia de renuncia del 1 y de la 2.
La idea prendió en decenas de miles de cabezas dentro y fuera del país, lo cual
no es poca cosa tras la destrucción del tejido social de maneras brutales. También
hubo sectores que se opusieron a las elecciones del 6 de septiembre, además de
demandar la reforma del sistema político electoral, la constitución y otras
leyes; incluso se habló de gobierno provisional y asamblea constituyente. Aún
es temprano para determinar cuan decisivo fue el movimiento ciudadano para
sacar al ex presidente y a la ex vicepresidenta de sus puestos, pero en un país
dominado por el autoritarismo y los cacicazgos despóticos, que han ahogado la
libre expresión de las ideas y la riqueza del debate político en todos los
niveles y ámbitos de poder, aún en los más reducidos y cotidianos espacios de
relacionamiento y hasta en las más chatas jerarquías, ha sido refrescante que
cada quien grite lo que quiere, se exprese como quiere y, al final, logre lo
que se propuso.
Pero, a la par de las calles
desbordadas, el comediante subía en las encuestas.
Así, se llegó al 6 de septiembre
y los resultados electorales, aunque ya esperados, me estallaron en la cara.
Entre las variopintas candidaturas presidenciales, algunas dignas de figurar en
las listas del más buscado, paradójicamente del “soberano”, del mismo del que
salieron esas plazas retumbantes, del que por fin rompió el silencio y el miedo
y demandó la renuncia del militar corrupto, salieron también quienes pusieron
en el primer lugar a un tipo apoyado por los militares.
Como 2 y 2 son 4, ¿la revolución azul
y blanco iba a desembocar en un rechazo al régimen imperante y a los militares,
por todo lo que trae consigo su presencia en el poder? Por lo visto hasta hoy,
no. Demandar la renuncia de un chafa ladrón no hizo que a toda la gente le
hiciera clic su pasado de represor y violador de derechos; rechazar a uno, no
implicó rechazar de una vez por todas a sus congéneres ni dejar atrás la
mentalidad pro militar. Y sí, lo acepto con pesar, al prevalecer una cultura
autoritaria, a ellos se les sigue
aplaudiendo, votando, llevando a puestos públicos, apoyándolos, eligiéndolos
diputados, presidentes, ministros, además de aceptarlos socialmente y legitimar
sus actuaciones con los más trasnochados argumentos de la guerra fría (“seríamos
otra Cuba”).
La realidad es necia,
infinitamente más compleja que una operación aritmética y no hay que perder de
vista que las protestas, con ser un acto político, fueron
protagonizadas por personas ajenas a la política tradicionalmente entendida. Es
más, muchas declararon abiertamente su apoliticidad, apartidismo y su desprecio
por “derechas e izquierdas” las que, en una especie de daltonismo político,
vienen a ser la misma cosa.
El temor a un golpe de Estado que
emergió a mi conciencia en esa pesadilla, fue evocado por las palabras del
ahora ex presidente Pérez cuando dijo que Guatemala podía retroceder treinta o
cuarenta años de persistir la situación crítica a la que, según él, condujeron
las acusaciones del Ministerio Público y la CICIG.
No hay tal retroceso, no hay
necesidad. Las líneas fundamentales de la opresión, la discriminación y la
desigualdad se mantienen casi intocables. Los nombres -y los hombres- se
repiten de una década a otra, con mayor o menor intensidad. Después de los casi
cosméticos acuerdos de paz los ladrones siguieron robando y matando, por
supuesto no como en aquellos años. Con mayor intensidad bajo el gobierno del
dueño de la finca –tampoco hay tales, la finca sigue siendo de los mismos- se
remilitarizaron las instituciones, se implantaron más estados de sitio, se
acentuaron la persecución y criminalización de hombres y mujeres defensores de
derechos humanos, de la naturaleza y de la vida, se llevó a la lipidia a los
ministerios de salud y educación y se expresó con un descaro total su desprecio
a la vida humana con la desprotección a niños y niñas con hambre. Mientras la
institucionalidad se caía a pedazos, “La Línea” se forraba con los recursos que
debieron destinarse a mejorar la vida de las personas que viven en pobreza, que
son la mayoría en el país más desigual del hemisferio.
El pueblo guatemalteco merece
otra cosa que lo que probablemente se nos viene encima: un gobierno tomado por
los militares solapada o abiertamente. Con una fachada sonriente, al parecer se
tendrá más de lo mismo y no es por estupidez ni porque nos lo merecemos. Hay razones
y motivos de fondo que deben ser identificados para construir alternativas de
participación política que posibiliten el acceso real de personas decentes,
idóneas y capaces a puestos de elección.
En fin, si JM gana la segunda
vuelta, que no dejará de ser una bofetada en el rostro de las víctimas de ayer
y hoy, de las de siempre, para el comediante ser presidente será como asumir
otro personaje de los muchos que ha representado en un sainete que, ojalá, no
se convierta en tragedia.
[i] Informe
de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos correspondiente a 1983 http://www.cidh.org/countryrep/Guatemala83sp/Cap.9.htm
[ii]
Paz y Paz, Leonor. Como si fueran cuentos. Guatemala, Ed. Landívar, 1978.
[iii]
Caso de Fernando García: http://www.caldh.org/index.php?option=com_content&view=article&id=64&Itemid=81&lang=es
[iv] Caso
de la aldea El Jute http://acoguate.org/2012/11/01/voces-de-el-jute-despues-de-la-sentencia-por-desaparicion-forzada/
[vi] Caso
de las mujeres de Sepur Zarco: http://ecapguatemala.org.gt/noticias/caso-sepur-zarco-militares-prisi%C3%B3n-preventiva
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