La única vez que voté en mi vida fue
en 1978. Acudí al Banco de Guatemala, donde estaba la mesa que me tocaba y, muy
sonriente, rayé la papeleta de arriba abajo acatando la orientación partidaria
de anular el sufragio. Hubo fraude y el ungido fue el general Romeo Lucas, no
por los resultados obtenidos en las urnas sino por los designios del poder.
Bajo el gobierno de este militar
criminal (dos palabras que en mi tierra casi significan lo mismo), que dejó
tras de sí una estela de dolor y de sangre que se extiende hasta hoy en muchas
vidas, incluyendo la mía, Guatemala fue arrastrada a un abismo. Se impuso la
violencia terrorista estatal y la versión oficial era la de un “enfrentamiento
entre extremas”.
La siguiente elección, fraudulenta
también, fue en 1982, y la consigna fue de boicotear las votaciones. El militar
“ganador” –Ángel Aníbal Guevara- ni siquiera tomó posesión del cargo debido al
golpe de Estado que llevó al poder a otro militar, el general Efraín Ríos
Montt, condenado por genocidio en 2013.
En ese tiempo, el juego era otro y se
practicaba en una cancha muy precaria e insegura, bajo reglas distintas a las
de la “legalidad” imperante, que se rechazaba totalmente. No se trataba de
fortalecer la institucionalidad ni de exigir apego a las leyes, sino de hacer
una Revolución (con inicial mayúscula) que las sustituyera por otras capaces de
responder a las necesidades y demandas del pueblo guatemalteco.
Entre 1982 y 1985 centenares de hombres
y mujeres revolucionarixs fueron brutalmente asesinados o desaparecidos en el
intento de aniquilar igualmente sus intenciones, ideologías, propuestas,
organizaciones e ideales. En 1985, una vez reducida la oposición política, se
aprobaron una nueva constitución junto con los procedimientos y normas propios
de la democracia representativa; en 1986, asumió un presidente civil, el
primero después de quince años de gobiernos militares.
Esos cambios no erradicaron el
ejercicio del poder público y la apropiación de la institucionalidad para
beneficio privado. Así, continuaron el saqueo del Estado y la reducción a cenizas
de la legalidad por las prácticas tramposas y los fines abyectos de
politiqueros corruptos, delincuentes de pies a cabeza ahora vinculados al
crimen organizado, que juegan su propio juego, a su conveniencia, en una cancha
donde no solamente son dueños de la pelota sino también de los árbitros, los
equipos y jugadores, que se intercambian las camisetas y se venden al mejor
postor con el mayor de los descaros.
Sin contar el “serranazo”, el ritual
se ha cumplido puntualmente cada cuatro años sin importar que el sistema se corrompiera
y desgastara por los factores conocidos, entre ellos el financiamiento de
partidos y campañas con dinero sucio, como lo informó la CICIG recientemente.
Es tal el deterioro, que en el actual proceso electoral se exigió reiterada e
infructuosamente su postergación y se propusieron nuevas reglas para
imposibilitar las prácticas ilegítimas asociadas con la política partidista y
las elecciones.
En todos estos años, silenciada por
el miedo, la mayoría de guatemaltecas y guatemaltecos se limitaron a ser espectadores/as
de los asquerosos juegos del poder, un comportamiento que fue roto en los últimos
cuatro meses en los que se observaron masivas protestas en las calles, críticas
y propuestas fundadas, caminatas de cientos de kilómetros, magníficas columnas
en los medios y elevadas dosis de fervor cívico. Pero las actuaciones ciudadanas
si bien lograron la renuncia de OPM y RB, a quien ya se le inició proceso
judicial por sus delitos, no fueron suficientes para limpiar la cancha y jugar
bajo otras condiciones. Si a esto se une la permisividad de un tribunal
electoral, que es todo menos supremo, que ni siquiera cumple con sus propias
normas, la sociedad guatemalteca está frente a la culminación del proceso
electoral que es, quizá, el más repudiado del mundo.
Bajo la consigna #EnEstasCondicionesNoQueremosElecciones
se llama a anular el voto y a abstenerse, pero también a votar por el/la “menos peor” o por
partidos pequeños que claramente no tienen ninguna posibilidad de ganar (los
reconocidos como de izquierda, divididos), a no reelegir diputados/as ni
alcaldes, etc. Respecto de candidatos/as alternativos, cuando le pregunté a un
amigo escuetamente me respondió “no hay”. Son muchas las ideas, pero en mi
opinión, una más, para tomar bajo control el proceso electoral y realizar otras
propuestas –como la reforma democratizadora de la LEPP y la conformación de un
gobierno provisional nacido de la voluntad social y popular, por ejemplo- hubiese
sido necesario acumular mucho más poder, lo que supone la capacidad de
establecer una estrategia consensuada, articular las diversas estructuras e iniciativas
e impulsar acciones masivas, tal como se hizo con la demanda de renuncia del ex
presidente y la ex vicepresidenta.
Mientras tanto, los tiburones actúan
bajo la consigna de que “en la guerra y en la politiquería todo se vale” y mañana
son las elecciones. No puedo imaginar un escenario peor que el ya configurado,
en el que sea cual sea la decisión que se tome (no votar o votar y por quiénes)
temo que se imponga (un poco o mucho) más de lo mismo.
Si algo se puede sacar en limpio de
este proceso de ciudadanización en Guatemala es que ha prendido la idea de que
el corrompido estado de cosas dominante no tiene vida propia, que es posible
cambiarlo, que la historia la escribimos los seres humanos viviendo en sociedad
y actuando colectivamente. Es necesario avanzar en una comprensión plena y
masiva de que la acción política no es exclusivamente para seres iluminados o
delincuentes disfrazados de políticos, sino que es un derecho humano que
debemos ejercer todos y todas para terminar de sacudir el árbol y lograr que
caigan los frutos podridos.
Para que nunca más haya que decirles
a los criminales militares o civiles “señor presidente”, “señor diputado”, para
traer al hoy los ideales de la Revolución de Octubre y reivindicar a
quienes fueron martirizados por luchar por un país distinto, tan conmovedoramente presentes en las manifestaciones ciudadanas, es imperativo materializar
los cambios legales, políticos e institucionales que contribuyan efectivamente
a implantar en Guatemala un Estado social y democrático de Derecho. Su logro
exige abocarse al paciente ejercicio ciudadano de construir herramientas
sociales y políticas eficaces para conseguirlo y el establecimiento de
relaciones ciudadanas y prácticas políticas distintas, sin sectarismo ni autoritarismo,
inclusivas y no discriminatorias, basadas en la confianza mutua, el respeto a
la pluralidad de opiniones y los derechos de todas las personas, la solidaridad,
la tolerancia mutua, la construcción de consensos y la articulación para el
logro de objetivos comunes, entre otras características y condiciones, teniendo
en mente que los derechos y la democratización no son concesiones del poder
sino que deben ser conquistados palmo a palmo.
Así las cosas, a menos que ocurra un milagro
de aquí a mañana, de frente a las inminentes elecciones y recordando un
dicho costarricense: “el que se enoja, pierde”, la invitación es a pensar con
realismo a quién se favorece con la decisión que se tome, qué sector del poder
tradicional (económico, político, militar) será beneficiado con que se vote o
no, cuál es la opción cuyas consecuencias perjudicarán menos al país y que,
ojalá, ofrezcan condiciones para el avance de la justicia para las víctimas de los crímenes de los terroristas estatales en el pasado reciente y los delitos de ahora, el fortalecimiento de la lucha contra la
corrupción y el logro de los cambios reclamados por la ciudadanía en el proceso iniciado
el 25 de abril de 2015 (entre ellos, el voto en el extranjero).
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