sábado, 25 de octubre de 2014

Un diálogo imposible



Marco Antonio. Estoy sentado en el sofá azul de la sala. Mi mano esposada está sujeta a uno de sus brazos, un arco de madera negra, muy pulida, que baja hasta posarse sobre el suelo.

Yo. ¿Su mano izquierda? ¿La derecha? ¿Le duele? ¿Está llorando? (Es una imagen muda la que evoco.) (Si tan solo era un niño… ¡Malditos!) ¿Quiere gritar? ¿Quiere decirle al hombre que le quite la pistola de la sien a su madre, que lo libere? 

Marco Antonio. No puedo, estoy amordazado.

Yo. Le cerraron la boca con un trozo de cinta gruesa. Usted mismo la buscó a pedido de su captor.

(¿Cuánto tiempo pasó desde que irrumpieron en la casa y se lo llevaron con ellos? Pudo ser una hora, dos horas. Para mí, ese momento dura 33 años.) 

Marco Antonio. Mi corazón late muy fuerte. Creo que tengo miedo, mucho miedo. ¿Qué van a hacerme? ¿Me van a torturar? ¿Van a matarme?

Yo. No sé qué van a hacerle. Usted aún es un niño. ¿Se quiere desatar? ¿Quiere huir? 

(Los grilletes están hechos de tal modo que con cada forcejeo se hincan más profundamente en sus muñecas.)

Marco Antonio. ¿Voy a perder mi examen? Es demasiado tarde. Estoy temblando.

Por un instante, se consuela pensando que tiene la excusa perfecta. ¿Quién puede hacer algo contra tres hombres armados que violan su domicilio inviolable, lo atan y amordazan?

Marco Antonio. ¿Quiénes son esos hombres? 

Yo. Son tres infrahumanos de la G-2 que llegaron en un picop verde, placa O(ficial)-17675. 

Los vi antes en un sueño, una visión oscurecida, aterradora, en la que “hombres con armas de grueso calibre”, desalmados, penetraron a la casa con violencia. El vano de la puerta de la sala se abría hacia el corredor que llevaba hasta el patio trasero, así lo había dibujado usted en un boceto infantil que fue traducido a los planos de la casa después del terremoto. En él se enmarca una de las figuras de mi pesadilla, un tipo con una boina negra, un saco negro ajado que no le queda bien y una botas militares. Está en posición de descanso, con las piernas abiertas y un fusil ridículamente grande que cuelga de sus manos mugrientas. Desgreñado, con la sombra de una barba tupida sobre su cara oscura, me mira con una sonrisa burlona.

El registro termina. El infrahumano vuelve arrastrando a su madre. Enfurecido, rechaza la súplica de que se la lleve a ella (“yo ya viví”, “él es solo un niño”) y no a usted, mi niño. El arma es una extensión de su mano. Para su mirada dura usted no es un niño, no es ni siquiera un ser humano.

El hombre suelta los grilletes, lo cubre con un saco de nailon, abre la puerta y lo empuja hacia la palangana del vehículo. Usted oye los ruegos de su madre. Los dardos de su llanto se clavan en sus oídos. Un líquido caliente le resbala por las piernas y deja una huella oscura en el pantalón del uniforme del colegio.

Yo. Ya no escucho su voz. ¿Lloró? Ahora pienso que pudo haberse desmayado del miedo. ¿Cómo pudieron hacerle eso?

Mamá. “Voy a ser ingeniero”, me decía. “¿Le gusta esa casa? Yo voy a hacérsela cuando sea grande”. 

Yo. Usted nunca pensó “voy a ser un desaparecido”. Y yo, jamás supuse, nadie lo hizo, que la casa que usted había dibujado siendo un pequeñito de diez años sería convertida en una trampa mortal ese día maldito. ¿Dónde está?

Marco Antonio. No sé.

Yo. ¿A dónde se lo llevaron?

Marco Antonio. No sé, no sé, no sé.

¿Por qué no me responden aquellos que lo saben?

Desde entonces, perdida hasta de mí misma, recorro laberintos oscuros, rutas desconocidas, caminos inexistentes que me llevan hacia ninguna parte. En este recorrido interminable he dejado esparcidos fragmentos de mi vida. Sola con su recuerdo, amada carga, muerto sin muerte pegado a mi alma. Llevo un espejo roto entre mis manos empuñadas, sangrantes. Es mi existencia y no lo suelto.

Todos mis días tienen algo del 6 de octubre, algo de mediodía interminable, una tristeza pesada que me impide volar. Es mediodía siempre en esas noches en las que el insomnio como pájaro oscuro anida en mi cabeza y el peso de las lágrimas que no he llorado nunca me sepulta en mi almohada.

Amado hermano, mi niño perdido, lo seguimos buscando y exigiendo justicia.

4 comentarios:

  1. Querida Lucky de mi alma, te admiro y te quiero. Tu dolor es mi dolor, que triste que nos hermane la barbarie cometida contra tu niño, y contra Emil, nuestros hermanos. Me encabrona cuando me dicen no es normal que te siga doliendo. Yo quisiera escupirles la cara, y decirles ¿qué, acaso la memoria, y el derecho a la justicia deben tener caducidad?. Malditos los que se llevaron a Marco, a Emil y los 45,000 seres humanos que están detenidos desaparecidos.

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  2. Mi querida y ejemplar Marylena: es muy difícil que las personas que no han vivido en sangre y carne propias la desaparición forzada comprendan nuestros sentimientos. Este es un crimen absolutamente perverso, que trastoca todo lo que creemos, pensamos y sentimos alrededor de la muerte como individuos y como sociedades. Es tal el pánico que infunde que no se quiere saber. Contra eso debemos luchar para que se nos entienda y sea posible la solidaridad. A los desaparecedores de nuestros hermanos, los maldigo con vos, siempre. Abrazos.

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  3. Yo también siento el dolor, el recuerdo intenso, no es mío, pero lo siento como mío a través de ustedes y de sus seres desaparecidos que seguimos buscando. A miles de kilometros de mí los desaparecieron, pero yo los siento cerca de mi corazón. Me imagino como sería nuestras vidas con ellos y ellas. Muchos tendrían mi edad y yo pienso si hubiesemos algún día coincidido y nos hubiéramos ido a tomar unos tragos o al cine. Un abrazo fuerte.

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