La esperanza
le pertenece a la vida,
es la vida
misma defendiéndose.
(Julio
Cortázar, Rayuela)
Para Adriana, ella sabe por qué
Amanece. Aunque no
fluyo con él, el tiempo no se detiene. Llegó agosto. Inacabada, inconclusa,
imperfecta, como un rompecabezas mal armado al que le faltan piezas, así me
siento. En los últimos meses he perdido el paso, he perdido el ánimo, he
perdido el aire. Contenida, me voy llenando de palabras no dichas, lágrimas no
lloradas, sueños frustrados. Bato el aire con las manos tratando de asirme a
algo que le dé sentido a mi existir. Estoy en el vacío. Y sin embargo, tengo
una vida tan plena como puede tenerla alguien que pasó por el infierno. Por
ejemplo, febrero me trajo una alegría que debería llenarme para siempre. Y así
es, indudablemente, pero no ha sido fácil asimilar lo sucedido en el último año
en mi tierra, que siento menos mía y más de ellos cada día que pasa. Sigo atada
irremediablemente a ese mágico tapiz de azules y de verdes por todo y por
todxs los que, sin quererlo, he dejado atrás.
Ha sido un tiempo duro en el que me he propuesto desaprender
un sentimiento nuevo, una mezcla de esperanza, satisfacción y alegría que de
repente fue estrellada contra una pared. Poco a poco me fui hundiendo en una
nueva impotencia, quizá más dolorosa tras haber probado la miel de las
posibilidades.
Me repito incansablemente que todo está bien, que no debería
de quejarme. Abro los brazos y con ellos estrecho un mundo diminuto, el mío,
donde todo está hecho. Pero si veo más allá de la punta de mi nariz, más allá
de mis fuerzas, más allá del amor que me sostiene y me ha traído hasta aquí,
hasta ahora, hay otro mundo que no me pertenece, hay un país ajeno que alguna
vez fue mío en luchas y utopías, hay guerras malditas que no puedo parar,
crueldades y violencias que se ahondan, abismos en los que se hunde la vida.
Siguen matando a las niñas y niños. Desnudos y hambrientos,
sin futuro posible, decenas de millares atraviesan fronteras con su miseria a
cuestas, invisibilizados, exterminables, su humanidad negada. En otras
latitudes, el fuego les llueve desde el cielo, las bombas parten sus cuerpos
pequeñitos desmembrándolos. Son niños y niñas, como nuestros amados Sebastián y
Franco, que tienen derecho a vivir en paz y a ser cuidados.
Me hace falta mi hermano y me hará falta siempre. Me moriré
sin él, probablemente jamás lo encontraré ni sabré la verdad de lo que le
hicieron, no veré nunca los rostros de sus victimarios. Probablemente tampoco
se podrá hacer justicia pero son cosas que no aceptaré nunca, no voy a
abandonarlo ni a abandonar la búsqueda de la verdad y la justicia.
Y no puedo hacer nada.
Así, me siento oprimida de adentro hacia afuera por esta
sensación de desasosiego, inconformidad y hartazgo de peleas y derrotas; oprimida
de afuera hacia adentro por circunstancias que no puedo cambiar por más que se haya
intentado y se siga intentando; impotente, escindida, siento que tengo la vida
construida y a la vez en ruinas; una existencia en la que pese a que todo está
hecho estoy de nuevo en cero.
¿Cómo llenar de agua fresca el cántaro vacío que llevo en el
pecho? ¿Qué camino tomar a esta altura de mi vida en la que todo me hace falta
y nada me hace falta?
Me he preguntado repetidamente a lo largo de estos meses por
el sentido de la vida, tratando de darle a mi existencia un propósito. He
luchado contra la ansiedad, el insomnio, la desolación y la tristeza. He tocado
el fondo del fondo del fondo y, derrotada, aún no dejo de caer. Pero una cosa
es saberme derrotada en las mil batallas emprendidas y otra, darme por vencida.
Eso no lo haré nunca, no quiero, no me da la gana, no puedo. Sería negar mi
vida entera. Traicionarme.
Náufraga en un mar de incertidumbre, busco a qué asirme para
salir a flote.
La vida y su impulso son demasiado poderosos. Cierro los ojos
y me dejo llevar por su inercia. Con los pies en la tierra y la cabeza en los
sueños, vuelvo a territorio conocido: un mundo (y una Guatemala) hecho de
espinas, de guerras, injusticias y desigualdades que parecen eternas e
inamovibles.
Para seguir entera, sin fisuras ni pliegues, me aferro al sueño
de un país distinto, de un mundo diferente, donde se viva sin miedo, con las
puertas y el corazón abiertos. Recuerdo mi terquedad. Empiezo a sentirme nuevamente
parte de la corriente civilizadora que, desde el principio de los tiempos, se
ha empeñado en lograr la igualdad, el bienestar y la felicidad de todos los
seres humanos. No es fácil sentir la cercanía en el clic, el ícono y la imagen
que nos identifica en las redes sociales, pero no debo olvidarme que no estoy
sola en esto. Estoy rodeada de gente que siente y sufre intensamente por lo
mismo que me sigue indignando.
Indignada, sin esperanzas, impotente, le pido a mi corazón que
comprenda que mi tiempo personal no es el tiempo histórico. Con paciencia y
terquedad, atrincherada en los abrazos verdaderos (también, hasta donde se
puede, en los virtuales), seguiré esperando amaneceres. Buenos tiempos vendrán,
no los veré seguramente, pero talvez mis hijos y sus hijos/as serán
constructores y testigos de ese nuevo mundo, del sueño compartido transformado
en verdad.
No guardo ni quiero la esperanza y el optimismo para mis
causas personales. En esta espera y lucha interminables, si tengo esperanza, desespero,
se me cae la cáscara, y el optimismo es imposible en estos tiempos terribles.
No esperar nada en esta búsqueda que ya dura 33 años me ha hecho celebrar cada
milímetro que avanzo y no rendirme.
Desde las múltiples derrotas, desvestida del poder de los que
tiran bombas, matan despiadadamente, mantienen a los niños y niñas en la
miseria y convierten el bienestar en privilegio de unos pocos, con dignidad y
esta esperanza desesperanzada, continúo soñando con un mundo distinto y
desgranando en palabras la mazorca de la memoria amorosa de nuestros seres
queridos/as víctimas del genocidio, la desaparición forzada y la muerte.
Debo tener presente que las sociedades y los procesos
sociales, humanos, no están dados. Cómo vivimos es el producto histórico de
nuestras decisiones y actuaciones. Para ello debemos tomar la historia con las
manos poniendo en juego todas nuestras capacidades y posibilidades.
La historia no es un río que nos lleva, es un camino que
debemos construir entre todos y todas y nuestra tierra, el hermoso escenario en
el que creamos una obra colectiva. Elijamos nuestros papeles, escribamos los
diálogos, no dejemos que otros nos ordenen qué es lo que vamos a decir y cómo
actuar. Hagamos algo distinto a lo que hemos hecho hasta ahora. Ejerzamos
nuestra libertad de soñar y actuar. Construyamos un mundo de paz, sin temores,
sin guerras, sin hambre, sin más violaciones a los derechos de las personas,
sin discriminación, con justicia, igualdad, bienestar y felicidad para todos y
todas.
Lucrecia siento lo que tu sientes la única diferencia que mi propia desesperanzada esperanza lleva unas décadas más. Pero le has puesto la voz, esa que a mi me faltaba, no sabía como expresarla
ResponderEliminarGracias.
Gracias, Uruguay, por leer y comentar. En mí no cabe otro sentimiento. Abrazos.
EliminarGracias
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