Hoy abrí el feisbuc y le di “me
gusta” a lo que va conmigo, ignoré algunas cosas, compartí algunas más, firmé
una protesta y chao. Basta un clic. A eso le llaman “la participación en las
redes sociales”. Sudaba. Tenía la cabeza caliente por el hervor de la sangre.
Es el hartazgo del clic y el no hacer nada.
En esos diez minutos fui de La
Puya a Palestina sin moverme un milímetro. Afuera una llovizna que no quiere
ser lluvia enfría el aire. El clic seguía a las decisiones que seguían a mis
pupilas fijas en la pantalla. Ante mis ojos se desplegaron fotos, desde las que
nos informan pavorosamente del genocidio palestino con las imágenes de la pequeñas
víctimas –niños y niñas heridos, mutilados, muertos / el bebé / la madre o el
padre que aúllan su tragedia- hasta las frases inspiradoras, los pensamientos
sugerentes y las recetas de cocina. Un estático viaje de lo trágico a lo
trivial.
¿Qué hago contra el genocidio
palestino? Leo noticias para saber si ya se detuvo la embestida israelita
contra Gaza. Hace unos días firmé una petición que ya alcanzó la primera meta:
un millón de firmas, hoy buscan llegar a dos millones. ¿Se logrará la paz o
siquiera una tregua? No lo sé. No lo creo. El viernes estuve un rato en una
concentración en contra. Éramos pocos. Nuestras gargantas no llegaron a opacar
el ruido, la gente pasaba de largo, sin detenerse. Nada de lo que se hace es
suficiente. La voluntad genocida del poder israelita parece inquebrantable:
Quieren exterminar la sangre palestina. Mil nudos se hacen en mi garganta,
donde se atascan las palabras y las lágrimas.
Lo que sucede está muy lejos de
mi cuarto, del techo que me cubre, del silencio que me envuelve. Pero hasta mí
llegan el estruendo de las bombas, el odio, el olor del miedo y de la muerte. Son
sensaciones conocidas. El corazón me tiembla.
Hace unos días escuché a un
diputado palestino en un canal de noticias. La franja de Gaza es la región más
poblada del mundo, dijo, con un millón ochocientos mil habitantes en 360
kilómetros cuadrados. Dependen de la ayuda internacional para resolver sus
necesidades más elementales. De ellos, ochenta mil personas se han desplazado
forzosamente. Hoy que escribo esto ya se cuentan más de mil muertos, entre las
víctimas hay un alto porcentaje de niños y niñas. Del otro lado había un
rabino. Justificaba la matanza como “defensa propia”.
El diputado –que empieza su réplica diciendo
que su Dios es de amor y no de guerra- alza la voz para decir que los
milicianos de Hamás son 15 000 pero el ataque israelita los castiga a todos,
que el pueblo palestino está arrinconado en el 22% del territorio de la
Palestina histórica y no tiene ni siquiera el derecho a protestar por el
despojo. (Su asentamiento es una isla rodeada por un mar de soldados armados,
poderosos, letales). Si no hubiera ocupación, recalca, no habría Hamas. “Nuestro
pueblo lucha por la libertad, por el fin de la ocupación”.
No hay medida para establecer la
magnitud de la tragedia. No existe un instrumento para medir el dolor de
quienes pierden de una manera tan injusta a las personas que aman. La medida es
nuestro propio corazón, la sensibilidad que conservemos en la piel, nuestra
capacidad de sentir como propio el sufrimiento de nuestros semejantes. La
medida son esos dos bebés recién llegados, que ensanchan el amor y perpetúan la
sangre. Pero hay algo más, y es lo que me hace falta, nuestra capacidad de decidir
y actuar para que esto ya no suceda. ¿Qué hacer? No tengo la respuesta fácil.
Son muchas las preguntas.
Dijo el apóstol Martí que “los
niños (y las niñas) –como Sebastián y Franco / como usted, mi niño
desaparecido, el más feliz del mundo, el más amado siempre / como los pequeños(as)
palestinos masacrados / como la semilla de mi tierra que se esparce por el
mundo soplada por el hambre, empujada por la miseria, aventada por la violencia
primigenia (la que les niega el pan, los sume en la ignorancia y les arrebata
el futuro y la vida) para plantarse o morir en suelo ajeno- nacen para ser felices”.
Yo hormiga, grano de polvo, voz
ensordecida por el ruido de las tripas con hambre y de las bombas cayendo, hoy,
que me siento Guatemala migrante, en harapos, con hambre milenaria, que me
siento Palestina ocupada, bombardeada, violada un millar de veces, indefensa,
sola, hoy cuando el amor duele y la paz se desangra, constato nuevamente que
tendremos que derribar el mundo -ese lugar inhóspito en el que se mata a los niños
y niñas, flores nuevas que ven la luz un solo instante y mueren sin dar frutos-
para rehacerlo centímetro a centímetro, cuidadosamente, sin hambre, sin miedo,
sin violencia ni guerras. Un mundo para que ellos y ellas –nuestro futuro- sean
felices.
No hay comentarios:
Publicar un comentario