La condena
dictada por un tribunal suizo contra el ex jefe de la Policía Nacional Civil
guatemalteca Erwin Sperisen ha levantado una oleada de enconadas reacciones en
contrario, entre estas un insólito video del ex presidente Oscar Berger (2004-2008)
y declaraciones del ex vicepresidente Eduardo Stein. Estas, a mi parecer, están
completamente fuera de lugar una vez que la justicia ha hablado. En su afán de
justificar el asesinato ilegal y el abuso de poder como actos de heroísmo y
patriotismo, ambos incurren en apología del delito (art. 395 del Código Penal).
En su momento,
Pavón fue la metáfora perfecta de una Guatemala en manos de criminales en la
que hombres investidos de poder deciden asesinar a sangre fría a quienes se
salen de la norma. En este caso, las víctimas no fueron opositores/as
políticos/as, sino delincuentes que con sus negocios ilícitos eran una amenaza
para sus competidores, libres y poderosos.
¿Por qué es
justa la condena dictada por el tribunal suizo? Hay una ley universal que
figura históricamente en todos los códigos de conducta de las sociedades
humanas, desde los diez mandamientos hasta los más sofisticados códigos
penales: NO MATARÁS. La propia ley penal prevé excepciones a este mandamiento,
como cuando se mata en defensa propia –que no es el caso de Pavón- o el Estado
ejecuta a un condenado a muerte por un tribunal. Asimismo, en el contexto de
las guerras internas o internacionales se aplican las Convenciones de Ginebra.
En este caso,
Sperisen y sus pares MATARON PERSONAS extrajudicialmente. Ese el hecho puro y
duro y, después de examinarlo, el tribunal suizo concluyó en su sentencia que “(…)
está claro que los móviles perseguidos son egoístas y particularmente odiosos,
así como la forma de actuar, la cual denota una falta particular de escrúpulos.”
Asimismo, dijo que
Teniendo en
cuenta la gravedad de los hechos, el número de víctimas, la falta de empatía
frente a ellas y la falta de conciencia de la gravedad de sus actos, solo una
condena de privación de libertad de por vida es susceptible de sancionar el
comportamiento del acusado.[i]
Las mil
justificaciones para ese hecho criminal que le rondan a media Guatemala en la
cabeza, en cualquier otra sociedad, como la suiza, no son válidas. Allí, como
en los países que se precian de ser civilizados, las relaciones sociales están
establecidas sobre el principio de que la vida humana es inviolable.
¿Qué las
víctimas de Pavón eran delincuentes de la peor calaña? Eso no los privó de su
derecho a vivir.
¿Qué los reos seguían
delinquiendo desde la prisión? Tampoco es una razón valedera para que se les
mate y se exima a los perpetradores de su responsabilidad penal.
Sin embargo, en
Guatemala sigue prevaleciendo una cultura de la violencia y la muerte, que
legitima los desmanes de los poderosos quienes, con descaro, se encubren
mutuamente. Hace tres, cuatro y cinco décadas los crímenes fueron el genocidio
y la desaparición forzada, luego la llamada limpieza social que convirtió a los
niños y niñas de la calle en presas de la policía; ahora, son otras víctimas y
otras etiquetas para mucho más de lo mismo. Las ejecuciones extrajudiciales por
las que Sperisen fue condenado, forman parte de ese continuo histórico de la
violencia y son una de sus múltiples manifestaciones.
En los
comentarios de quienes rechazan la decisión de la justicia suiza se expresan la
naturalización de la violencia y el crimen y el respaldo entusiasta a la
impunidad de quienes los cometen. ¿Qué teclas nos tocan en la cabeza y en el
corazón para aplaudir los crímenes y apoyar a los criminales? ¿Seguimos
teniendo una distorsionada imagen del país, en blanco y negro, en la que nos
libraremos de la ley no escrita que impone la muerte por la disidencia siendo
“buenos”? ¿Ser “buenos” significa que –sometidos/as, sumisos/as, callados/as,
obedientes, genuflexos/as, acríticos/as – nos adscribimos sin pensar a los
dictados del poder? ¿En qué contexto se observan estas reacciones?
Me imagino a
Guatemala como un corral de ovejas en donde hay que obedecer al amo sin
preguntas y la disidencia y la diferencia se castigan con la muerte. Las ovejas
de cualquier color que no sea el dominante, las díscolas, las rebeldes, las
desobedientes, las que se atreven a balar una tonada distinta, que además no
tienen ni riquezas ni poder, han sido históricamente etiquetadas como el
enemigo a exterminar: comunistas, revolucionarios, enemigas del desarrollo
hasta mareros/as y delincuentes, ponga usted el miedo y le decimos a quién hay
que matar. Para los poderosos se reservan otras etiquetas: héroe, salvador de
la patria, defensor del Estado de Derecho y de la democracia.
Ese estado de
cosas inhumano, tremendamente violento, amargo, muy duro, es socialmente
aceptado. Para conseguirlo, se necesita de una población deshumanizada,
partidaria de la violencia, conformista y acrítica, que aplauda con entusiasmo
el asesinato de la gente desechable aunque provenga de sus filas. Así, lamentablemente,
es demasiada la gente que continúa dividiendo a la sociedad guatemalteca en dos
categorías: los matables y los que matan. Los que matan no la deben porque las
culpables son las propias víctimas; entonces, tampoco la pagan. O sea, no hay
justicia sino impunidad basada, entre otras cosas, en inducir la culpa sobre
las víctimas.
Esta ley no
escrita nos rige con mucha más fuerza que la Constitución Política y las leyes.
Mientras estos textos no son conocidos por la mayoría de la población, el
mandato de muerte y de silencio está inscrito a sangre y fuego en las cabezas
de todas las ovejas que ahora, cuando pueden, también matan porque, total, ¿qué me puede pasar si no hay justicia? Son
las lecciones del poder que están en la base de una cotidianidad en blanco y
negro, de buenos y malos, en la que se instala maniqueamente el “si no mato, me
matan”. De esta forma, se naturalizan la violencia, los peores crímenes del
pasado y del presente son lo normal y necesario para salvarnos de lo que sea, lo
excepcional es que se castigue a los criminales lo cual casi nunca sucede si
tienen dinero o poder o ambas cosas, como son los casos de Sperisen, Ríos Montt
y otros tantos a los que se les sigue llamando “señor presidente”, “señor
ministro”, “señor jefe...”, “señor diputado”...
Además, tras décadas,
siglos de violencia y de muerte, aterradoras imágenes de cuerpos destrozados
cruelmente por la tortura y las mutilaciones, años de años de asistir con
impotencia (o, en el peor de los casos, con simpatía) a los atroces crímenes de
los lucas garcía, los ríos montt y otro montón de hombres (que en cualquier
otro país probablemente estarían en prisión) han dejado en nuestras almas capas
de temor, silencio, indiferencia, que nos inmovilizan haciendo posible que este
estado de cosas se perpetúe.
La condena de
Sperisen nos pone un espejo de aumento en el rostro, nos quita las máscaras y
ojalá la venda de los ojos, nos muestra las profundas fracturas que nos
atraviesan como sociedad, nuestros abismales desacuerdos en torno a la justicia
y otros asuntos centrales para nuestra vida en común.
No sirve de nada
romper el espejo, renegar de la justicia suiza, escupir xenofobia, defender a
ultranza la soberanía y manifestar un espíritu patriótico que no aparecen
cuando se trata de La Puya o Barillas o los desalojos del Polochic. ¡Ah,
verdad! Si es que tenemos una doble moralitis infecciosa y pestilente y una
confusión intencionada, nada ingenua ni estúpida, que nos socava en términos
humanos degradándonos espiritualmente.
La realidad es
terca. Allí seguirá con sus llagas purulentas y sus efluvios malolientes
mientras que con nuestro terror, silencio, indiferencia o abierta complicidad,
sigamos respaldando activa o pasivamente una situación que coloca a Guatemala
en los primeros lugares de una vergonzosa lista de los países más violentos e
impunes del mundo y nuestro único mérito es que probablemente hay un par que
están peor que nosotros.
¿Hay salida? Por
supuesto que sí. Como todo lo que hacemos los humanos, Guatemala es una
construcción social y puede ser cambiada. Es más, debe ser reedificada desde
sus cimientos. No es sencillo ni fácil. Es un propósito que se ha intentado realizar
innumerables veces a lo largo de nuestra historia reciente, y se sigue
intentando. En esos esfuerzos, muchas veces me irritaba escuchar que para
cambiar a Guatemala primero teníamos que cambiar nosotros/as mismos/as. Ahora
creo que es imperativo que lo hagamos.
Entonces, no
rompamos el espejo. Aprovechemos esta ocasión, ya que la del juicio de
genocidio fue desperdiciada lastimosamente, para examinarnos a nosotros/as
mismos/as y preguntarnos si aplaudir los crímenes y a los criminales es lo
correcto, si está bien legitimar la injusticia y avalar la impunidad con
nuestro silencio o con nuestras desaforadas manifestaciones de complicidad en
las que, además de las palabrotas, destilamos el odio, el cinismo y el racismo
que anidan en nuestro interior.
Empecemos por
entender que el condenado a cadena perpetua en Suiza debe ser considerado una
persona igual a todas ante la ley. Con todo su poder, dinero y un aspecto que
coincide con el de los dueños del mundo, Sperisen debió respetar las leyes que
rigen para todos los guatemaltecos y guatemaltecas.
Aceptemos sin
reservas que la vida humana es inviolable, que todas los guatemaltecos y
guatemaltecas sin excepción tenemos derecho a vivir y a morir de muerte
natural. Eso implica que las víctimas de ayer y de ahora (y sus familias)
tenemos derecho a la justicia y que la impunidad debe ser erradicada.
Comprendamos
también que el hecho de que en Guatemala no haya un sistema de administración
de justicia independiente que aplique la ley por parejo a los delincuentes de
cualquier tamaño, origen y procedencia, es una situación excepcional. En casi
todos los países del mundo, quien mata o comete algún delito es sometido a
juicio con las garantías de un debido proceso y, si es culpable, se le castiga
como lo ordena la ley. Es urgente construir un sistema de justicia capaz de
hacer lo que se hizo en Suiza.
Atrevámonos a
cambiar. Hagámonos una radiografía del alma, echemos de nuestra cabeza al
militar que nos controla, construyamos nuestra autonomía personal. Dejemos de
ser nuestros peores enemigos. Remontemos la deshumanización, sensibilicémonos,
seamos solidarios/as y capaces de sentir en lo más profundo el dolor que siguen
provocando la injusticia, la violencia y la impunidad en Guatemala.
Quizá si
cambiamos nuestras percepciones y opiniones sobre la vida en sociedad,
cambiaremos nuestras decisiones electorales y no votaremos nunca más por criminales,
presuntos criminales o sus cómplices. Quizá así podamos establecer las
condiciones y posibilidades para establecer un nuevo pacto social en el que no
haya dos clases de guatemaltecos/as: exterminadores y exterminables.
Mientras tanto,
yo, que sigo estando en la orilla opuesta, junto con mi familia y las de 45 000
personas más, seguiré condenada a la cadena perpetua de la desaparición forzada
de mi hermano y la impunidad en la que permanece este hecho atroz, un crimen de
lesa humanidad imprescriptible y continuado. Con nuestra persistencia, espero
que estemos abonando la semilla para construir un país distinto, esa Guatemala
posible que debe ser edificada.
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