No acierto a poner en palabras
estos sentimientos. Quizá me aliviaría. Con el ceño fruncido y el alma cargada
me afano en encontrar alguna forma de que mi cuerpo se destuerza. Quisiera
poner la mente en blanco y apagar las llamaradas que me queman desde la hondura
de mi pecho para aplacar la tristeza que brota de otra herida muy nueva. Sé que
vivir duele, pero eso en este momento no es consuelo.
Talvez me logre refugiar en el
sueño, ese delicioso estado de inconsciencia en el que escapo a esos otros
mundos que crea mi mente desbocada. O me convierta en el collar de la reina que
se enreda sobre la pared gris. Escondida en la hortensia, que estalla en
índigos y celestes, borro por un instante la imagen de una madre triste que no
puede llorar por el bebé que acuna entre sus manos.
Intento nuevamente destorcerme. Desde
el entrecejo, con los ojos cerrados, sigo la letanía monótona del maestro de
yoga y visualizo las plantas de los pies, los empeines, los tobillos, los
dedos, pero son otros pies diminutos, perfectos, los que ocupan el lugar de los
míos. Mis piernas tampoco son las mías, las que veo están dobladas sobre el
pequeño vientre del bebito. Sus manos pequeñitas tienen todos los dedos; su
cabecita es perfecta, con el cabello negro untado sobre el cráneo. Sus ojitos
cerrados no se van a abrir nunca.
Floto. El agua sostiene mi cuerpo
que disfruta fugazmente de esa sensación que se acerca a la ingravidez. El Corazón
del Cielo brilla intensamente sobre el mundo. Pero tanta belleza y tanta vida
no pueden devolvérnoslo y hoy no fue mi cuerpo sino el suyo, pequeño e
indefenso, el que sumergí en el agua del océano en un afán inútil porque su
corazón latiera y poder regresarlo al vientre de su joven madre, su capullo.
Y pienso nuevamente, con rabia y
desaliento, “vivir duele” porque vemos morir a los que amamos.
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