Un pájaro trina en la madrugada. Como tantas otras veces en las que no logro conciliar el
sueño, me asomo a la ventana de mi cuarto. Hace frío. Un relente helado se
cuela por la rendija y me hace estremecerme. Es una noche hermosa y clara,
quizá alumbre un trocito de luna. El horizonte se corta con la línea oscura de
las montañas al suroeste de la ciudad y las luces del alumbrado, allá lejos,
forman figuras caprichosas. Más cerca, un hermoso eucalipto de tupido follaje
plateado, se ilumina con la luz naranja del alumbrado público. El cielo, que
siempre lo llena todo, mis días, mis noches y mis sueños, es de un celeste
desvaído cruzado por nubes blancas, enormes como barcos perdidos, amontonadas
por el viento. Algodonosas nubes que imagino mullidas como almohadas en las que
quisiera recostar mi cabeza y dormirme por fin.
Desolada, cansada, no
lo logro. Repaso: no tomé café, no estuve tarde en la computadora, seguí cada
paso de la rutina nocturna, me tomé las veinte gotas de pasiflora y luego
veinte más, mis pies están tibios… pero no dejo de dar vueltas en la cama con
todos mis sentidos alertas, como si de mí dependiera que el sol salga mañana.
Todo está bien. Estoy
entera pese al corazón roto, pese a estar lejos de otros horizontes tan amados
en los que se perfilan los volcanes, pese a que me falta mi hermano cada
segundo de mi vida. Pero no duermo en este instante en el que, si me quedo con
lo que soy y lo que tengo ahora (mis hijos, mis dos ojos, mi familia que
sobrevivió), podría ser la persona más feliz de la tierra y del universo
circundante y dormir, como mi gato viejo, o una niña de pecho con el corazón y
el cerebro casi en blanco.
Mientras las lágrimas
corren por mi rostro, en un intento vano por aflojarme los nudos, me dejo
llevar por un llanto callado y suave, sin gemidos ni sobresaltos, resignado, y
me digo a mí misma que no puedo continuar posponiendo el sueño hasta encontrar
a Marco Antonio. Tampoco puedo hacerlo depender de que se haga justicia en su
caso y en tantos más. Tengo que desatarme.
Sin quererlo, porque una
cosa lleva a la otra, mis pensamientos toman vida propia y se encadenan, buscan
recuerdos e imágenes, retazos de todo lo vivido, y empiezan a desfilar
velozmente frente a mis ojos que siguen abiertos. El pájaro cantor ya tiene
compañeros, son las cuatro de la mañana. Estoy exhausta, adolorida, con frío en
el alma y en el cuerpo. Casi amanece.
No sé qué voy a hacer.
Tiene que haber algún remedio. Pienso en el 19 de marzo. Al genocida no le
dieron la amnistía que ansiaba para irse de este mundo sin encarar sus culpas.
Él es uno de los que sembraron este pequeño infierno en mí, este que visito
cada vez que el sueño no me cierra los ojos. Espero que también esté despierto
recordando una a una las veces que mató y las veces que ordenó que mataran.
Espero que sus ojos no se cierren jamás, ni siquiera cuando ya se haya muerto,
para que sumergido en el río de sangre en el que estará toda la eternidad vea
los rostros de sus víctimas y nuestros dedos señalándolo.
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