jueves, 22 de marzo de 2012

Nada podrá contra la vida

Nada
Podrá
contra esta avalancha
del amor.
Contra este rearme del hombre
en sus más nobles estructuras.
Nada
Podrá
contra la fe del pueblo
en la sola potencia de sus manos.
Nada
Podrá
contra la vida.
Y nada
Podrá
contra la vida,
porque nada
pudo
jamás
contra la vida.

Otto René Castillo

Estoy acá, en “mi nido”, una tarde ventosa de un marzo diferente. Tras la ventana el sol se hunde a lo lejos pintando de dorado el techo de nubes que, más tarde, va a oscurecer el cielo. Siguen pasando cosas, toda clase de cosas, en mi vida plena de alegría, de tristeza, de rabia, de satisfacciones, de tedio, de amor, de esperanza y de desesperanza, como la de cualquiera. Simplemente estoy viva, recuperé mi humanidad y, con ella, mi capacidad de sentir. Y sigo viva mientras vos seguís muerto, hoy, 22 de marzo de 2012, cuando se cumplen 32 años del día en que fuiste asesinado, Julio César del Valle Cóbar, hermano del alma, compañero.

Me veo al espejo. Estoy envejeciendo. Tengo canas y arrugas y me asombra cómo ha pasado el tiempo. En cambio vos seguirás siendo para siempre un joven de 23 años, un muchachón alto, fornido –más bien grueso-, de tez blanca y ojos color de miel, con una sonrisa amable, verdadera, tranquilo, pausado y de hablar suave. Excepcionalmente inteligente y talentoso, sensible, estudioso y creativo, sabio, alegre, amante de la música, generoso. Tu corazón era tan grande que todo cabía en tu pecho, un campo fértil para que hundieran sus raíces los más altos ideales y propósitos revolucionarios. Julio, portador de sueños y utopías, un truncado forjador de futuro.

Respirando ese aire envenenado, viviendo en esa atmósfera oscura, dolorida presentí la muerte en borrosas imágenes en el sobresalto de las madrugadas. Un espacio verde, altos de Santa Rosita, cuerpos esparcidos por doquier, la profesora Elida llorando. Tu Volkswagen amarillo –el carro que te compró tu padre- estacionado frente a la puerta de mi casa con un cadáver dentro (¿Julio? ¿Marco Antonio?). La casa tomada (hombres de tacuche mal puesto, al peor estilo judicial, uno con boina negra, empuñando el poderío calibre 45, el gesto hostil…).

Y sucedió tu muerte anticipada en pesadillas torturantes, junto con Marco Tulio Pereira e Iván Alfonso Bravo. En el libro En pie de lucha. Organización y represión en la Universidad de San Carlos, Guatemala. 1944 a 1996, se lee lo siguiente: 

El 22 de marzo de 1980, el coronel de la policía Máximo Zepeda Martínez, supuesto jefe del grupo paramilitar Nueva Organización Anticomunista (NOA), fue ametrallado cuando transitaba por la carretera hacia Amatitlán junto a su ayudante. El hecho fue atribuido a la guerrilla. Horas más tarde y como represalia, el Ejército Secreto Anticomunista (ESA) secuestró a los dirigentes de la AEU Julio César del Valle, Marco Tulio Pereira Vásquez e Iván Alfonso Bravo Soto. Los tres estudiantes se habían reunido momentos antes del hecho para recoger y luego distribuir algunos ejemplares del "No Nos Tientes", la publicación satírica de la Huelga de Dolores, que aquel año prometía ser especialmente crítica. Ese mismo día, los cuerpos de los universitarios aparecieron con señales de tortura y varios impactos de bala. Junto a los cadáveres de los estudiantes, fue encontrada una nota en la que el ESA reclamaba la autoría del hecho como represalia por la muerte de Zepeda. La extrema derecha, representada por los escuadrones de la muerte, no podía golpear a la insurgencia, por lo que se ensañó contra el movimiento estudiantil (Siete Días en la USAC: 7 abril 1980; Guatemala 80: 188; Amnesty International 1980b: 2; Cáceres 1980: 174; AAAS 1986: 45; entrevistas).” http://shr.aaas.org/guatemala/ciidh/org_rep/espanol/part2_9.html



Veo en un recorte de la prensa de entonces que, durante las pocas horas que duró el cautiverio, se les mantuvo atados y fueron torturados por seres semejantes a ellos, a mí, a cualquiera, pero solamente en apariencia, porque me cuesta creer que eran humanos. En sus cuerpos sin vida, cortada de tajo por las balas, se leía el tormento. No pude entender porqué cuando murieron, tan jóvenes, tan injustamente apartados de la vida, el mundo no supo detenerse a la orilla de su tumba ni contempló perplejo los ojos cerrados, los cuerpos inmóviles, los sueños derrotados, las manos cruzadas sobre el pecho y el rostro sereno, seña de que el aliento final llegó como un alivio al sufrimiento que les era infligido.

El 23 de marzo acompañamos a tu querida madre –la Mami, tan entera, tan digna- a tu padre, a tus hermanas –A. y Ruth, quien subrepticiamente había identificado tu cadáver y llevó la noticia-, a tu hermano, a la Tía, a toda tu familia, en el milenario ritual de despedir a un muerto, sin creer todavía que eras vos al que enterrábamos. Allí estuvo también Hugo Rolando Melgar, muerto al día siguiente.

Y como siempre cuando suceden estas muertes violentas, solo quedan el dolor, el vacío y miles de interrogantes sobre qué tan buen esposo hubieras sido para mi hermana, la pequeña, cuántos hijos habrían tenido y que, seguramente, en un tiempo en el que todo tiene un precio, vos no lo habrías tenido. Eras un hombre íntegro y hubieras sido un buen profesional, con la trayectoria limpia de tu padre y tu madre, tus ejemplos de honestidad y rectitud, que se quedaron huérfanos de su hijo mayor.

La muerte brutal de Julio despedazó las ilusiones de mi hermana. Yo perdí a un hermano –mi consejero y protector en los vaivenes existenciales- y mis padres a un hijo. Esa difícil circunstancia me unió a su familia de sangre en un vínculo de amor, apoyo y solidaridad incondicionales, que se mantuvo aún después de la desaparición forzada de Marco Antonio y que continúa inquebrantable pese a la distancia y al tiempo transcurrido.

Retorno del pasado y sigo aquí en mi nido, rodeada de silencio. He palpado la herida y constaté que aún no se ha cerrado. En mi memoria vive –triste consuelo- el muchacho sonriente y generoso que llegaba a mi casa cada día y se sentaba a comer a nuestra mesa, junto con Marco Antonio, los platos rebosantes de frijoles recién colados de mi madre. Por Julio me enteraba de las últimas noticias de la música joven de ese entonces: Pink Floyd, Los Beatles, Queen, Bread, Chicago… Julio y mi hermana solían incluirme en el disfrute de las películas de terror, que eran sus favoritas. Con su ejemplo acrecenté mi amor a la humanidad y sellé un compromiso con la causa, sabedores de que viviendo en un país dominado por criminales que irrespetaban el derecho a disentir, nos jugábamos la vida en el intento de construir un país de justicia e igualdad. Nada más y nada menos que eso.

Ahora que te siento palpitante y te quiero como entonces, mi hermano, me duelen nuevamente tu ausencia, tu injusto asesinato, tu martirio. Si yo debería de tener casi cuarenta años de ser amiga tuya y vos debiste haber sido el padre de mis sobrinos y sobrinas en una mezcla de herencias ancestrales. Tenías que haber sido el queridísimo tío de mis hijos. Tuviste que vivir para enterrar a tu papá, un hombre que te recordó con sufrimiento hasta el último de sus instantes, pero también para ir a todas las fiestas de estos 32 años y repartir pasteles, tocar el clarinete, disfrutar, reírte a carcajadas, sufrir tu cuota y esforzarte por lo que te propusieras. Vivir, en fin, para aportar a tu país, crear una familia y trabajar honradamente, era lo que querías.

Pero en 1980, en total desventaja en una guerra a muerte, inermes y en absoluta indefensión, estudiantes y profesores/as de la Universidad de San Carlos fueron víctimas de la voluntad implacable de aniquilamiento impulsada por la cúpula militar que encabezaban los hermanos Lucas García. No me voy a cansar de repetir que los asesinatos, las desapariciones forzadas, la tortura, las amenazas, la persecución contra cualquiera que fuera categorizado como parte del “enemigo interno”, eran los ingredientes de una receta mortal con la que contuvieron las legítimas demandas de justicia social y económica y de democracia política levantadas por el movimiento popular y revolucionario. El estudiantado y profesorado de la USAC dieron su cuota de sangre en ese empeño, en un momento en que las acciones represivas habían cerrado los espacios de participación que se habían abierto dificultosamente en la primera mitad de los setentas.

A Julio, Maco e Iván Alfonso les ataron las manos. ¿Pudieron atar también sus sueños, sus ideales? Para acabar con ellos, los criminales uniformados decidieron matarlos -y matarnos. Pero en ese tiempo, en el que nos tocó pasar por el infierno, aún era un consuelo repetir aquel verso de Otto René Castillo, el poeta revolucionario inmolado en el 67, que se leía en mantas y pancartas portadas por manos que empuñaban claveles rojos: “alguien tenía que caer para que no cayera la esperanza”.

Ideales, sueños, propósitos de cambio, todo aquello que implicara un desafío al mandato de obediencia y sumisión emanado del poder, junto con la esperanza, cayeron con decenas de miles de compatriotas -hombres y mujeres de todas las edades, principalmente indígenas de zonas rurales- en un plan de aniquilamiento que fue adquiriendo ritmos vertiginosos. Un plan para el que sus perpetradores contaron con la complicidad de una oligarquía codiciosa, de la prensa venal, de la jerarquía eclesiástica -anticomunistas, contrarrevolucionarias y aliadas de los militares- y del gobierno estadounidense.

Nuestro tiempo pasó. Fuimos aniquilados, aislados. El terror se impuso. Se deslegitimó nuestra propuesta, ahogada en sangre. Y ahora, con la misma rebeldía de entonces, renovada y alimentada con la rabia que sigue produciendo este estado de cosas, observo este mundo cada vez más dominado por la codicia, el odio y la intolerancia. Por esa voracidad de poder y riqueza mataron a Julio, a Iván Alfonso, a Maco. Por eso se llevaron a Marco Antonio en el 81. Por eso asesinaron a Héctor en el 84. La lista es interminable.

Guatemala, mi patria, la tierra prodigiosa donde dejé el ombligo, donde nació mi hijo (el que lleva tu nombre, Julio), donde están mis recuerdos, esa maravilla de azules y de verdes a la que vuelvo todos los días de mi vida, es una paradoja hecha de sufrimiento, de acallada voluntad de cambio, de silenciado desacuerdo, de valor y coraje cotidianos, de permanente heroísmo escrito con letra muy menuda. Pero también del odio, el racismo y el insaciable afán de acumular riqueza a costa de la vida de una minoría que se beneficia mientras sigue negándole el pan, la tierra, el maíz, el alfabeto, a la mayoría de la población.

Por eso tenemos un país -y un continente- sembrado de cadáveres de revolucionarios y revolucionarias, de militantes de causas populares, de hombres y mujeres que se abrazaron a una idea, pero también de todos los que mataron simplemente porque estaban allí o porque cupieron en la definición del enemigo, como los pueblos indígenas guatemaltecos, víctimas del genocidio.

Más allá de la muerte, que no entiendo (¿quién soy para entenderla?), quiero aferrarme a ese otro verso del poeta truncado, aquel que dice que “nada podrá contra la vida porque nada pudo jamás contra la vida”. Quiero creer que es cierto. Quizá lo sea en esta terquedad de mantenerlos vivos, en esta resistencia memoriosa que no se puede confundir con masoquismo, con un anclaje estéril en lo que sucedió. Es memoria rebelde, indoblegable, intransigente, que no invoca la lástima sino la dignidad y el derecho a decir nuestra palabra, a inscribirla con fuego en el imaginario para que no se vuelva a repetir el sufrimiento. 

Y es cierto que es vida lo que encuentro en el amoroso celo con el que me he propuesto resguardar los ideales, en esta vigilia permanente en la que llevo el recuento de los daños pasados y presentes para que no se olvide lo vivido, para que nunca más suceda. Y, que les pese, está la vida en la alegría que sigo ondeando cual bandera. Por ellos/as, por los asesinados/as, las desaparecidas/os, vivo, recuerdo y no me callo. Junto con muchos hombres y mujeres, desafío el mandato de silencio. 

No me doy por vencida y repito, con Luis de Lión, el maestro poeta desaparecido por ellos, también por ellos, en 1984, su poema Epitafio

¿Por qué se empeña la muerte
en matar, vanamente, a la vida,
si la más humilde semilla
rompe la piedra más fuerte?

11 comentarios:

  1. Luis de Lion, "ave muda" de Antigua Guatemala? no se si sea el, pero el sabado 18 de agosto se le rindio un homenaje por medio de la coordinadora de ex-alumnos donde estudio magisterio, el INVAL



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    1. Sí, estimado Anónimo. A Luis lo apodaron "ave muda" en el INVAL.

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  2. A treinta y tres años de estos crímenes execrables: '¿quien en FRENTE; no reconoce el trabajo y valor de los compañeros: Ivan, Julio Cesar y Marco Tulio?... Estoy escribiendo y no creo que haya sucedido...Bastiones académicos de la Facultad de Ciencias Económicas y de Medicina, como no recordarlos en esta caótica situación de la USAC ...

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    1. Tristemente, sucedió, colibrivenada. Lo que a mí me parece increíble es haber sobrevivido a la persecución y al dolor que todo esto nos ocasionó. Gracias por tu comentario.

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  3. Mi reconocimiento ante esa capacidad tuya de tener presente el ayer y no dejarnos o olvidar a nuestros seres queridos, a no doblegarnos por el tiempo que se han tardado los tribunales guatemaltecos en hacer justicia. Ahora tenemos esperanza, cada día acompañamos el proceso contra el genocidio; porque sí hubo genocidio¡

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    1. Gracias, Vero. El ayer sigue siendo hoy en el dolor y en el amor a nuestros seres queridos injustamente despojados de la vida. Comparto contigo la esperanza que nos da este proceso contra los genocidas, ojalá vengan más.

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  4. La prosa regada con las lagrimas del ausente esta por germinar y dara frutos en tu causa

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    1. Ojalá tengás el don de la profecía, gracias por leer con esperanza.

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  5. La noche anterior, de aquel día oscuro, Julio César y Marco Tulio, me brindaban consejos sobre el futuro y la inseguridad de una país con una larga tiranía militar. No puedo ni pensar en toda la inteligencia que fue cruelmente destruída por lo más negro de la mente humana. En apenas 10 años, Guatemala desarrolló y vió truncada la más increíble generación de gente pensante...

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  6. Gracias por dejar este recuerdo de Julio y Marco Tulio en el blog, Cristóbal. Tristemente así fue, los perdimos nosotros y los perdió Guatemala.

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  7. Cuanta sangre y cuanta obscuridad en la tierra de Xibalba. Maximo Zepeda uno militares y asesinos mas obscuros que han existido en este pais, violo y asesino en una cantina a Rogelia Cruz. Mi admiracion y respeto para usted Lucrecia Molina Theissen

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