No es Semana Santa si no hay curtido, bacalao a la vizcaína y torrejas. El Miércoles Santo, inventé otra vez el bacalao, como cada vez que cocino algo, porque no conseguí recordar al pie de la letra la receta de mi mamá y de Mamaíta. Fueron mis ojos los que me devolvieron la imagen de la salsa de tomate friéndose en abundante aceite de oliva y mi paladar supo que debía ponerle aceitunas y alcaparras, además de mucha cebolla y chile pimiento muy rojo. No sé las cantidades de verdura para hacer el curtido, pero mi mano sabiamente calcula cuánto de zanahoria, ejotes, remolachas, repollo y cebolla tengo que preparar; también es la que decide, junto con el gusto y el olfato, si es una taza de vinagre o más lo que necesito para darle “ese” sabor que guardo en mis papilas gustativas desde la infancia.
Cocinando también vinieron a mi mente las semanasantas pasadas, cuando de la mano de mi abuela materna –Mamaíta- me iba a ver procesiones y a visitar iglesias, siempre siete, igual que en nuestra gira por los nacimientos en diciembre. Sentí de pronto la delicia del olor del corozo en mi nariz, junto con el del incienso, y la humedad en los ojos al recordar su voz y su ternura. (O su regaño si, en lugar de inclinarme con devoción al paso de las imágenes sagradas, irreverente, me ponía a contar cucuruchos multiplicándolos por el precio de los turnos, para adivinar los miles que se habría embolsado la Iglesia con cada procesión). También recordé las que pasé feliz en Antigua, durante mi adolescencia, en la casa de mi tía X., cuando nos íbamos a ver desfiles de romanos, alfombras y procesiones con mis queridas primas.
Esas cavilaciones me llevaron a las representaciones de lo sagrado en la Semana Santa, que en Guatemala alcanzan niveles apoteósicos. Se trata de la exposición del martirio en todas sus fases y facetas, el sufrimiento corporal convertido en espectáculo masivo, el ensalzamiento de la muerte de un hombre, un hecho sucedido hace unos dos milenios como se nos repite cada año, que trascendió en religión y en formas de pensamiento y de relacionarnos con el mundo. Estas, talvez, impregnaron de mesianismo nuestras luchas en los setentas y ochentas y, también con signos de interrogación, le dieron algún sentido al sacrificio mortal de millares de hombres y mujeres al asociarlo con la redención del pueblo. “Alguien tenía que caer…”
De esta, salté a otra reflexión relacionada con la memoria de los hechos atroces y concluí en que aunque haya olvidado muchas cosas, mi cuerpo las recuerda, como la sazón del bacalao a la vizcaína o el curtido y el olor del corozo y el incienso. Pero también este cuerpo que habito desde siempre y que estuve dispuesta a sacrificar en opción redentora, aprendió, sin haberla sufrido, la tortura, que eso y no otra cosa es lo que vemos repetidas veces en las imágenes del Cristo martirizado que desfilan solemnes por las calles guatemaltecas.
Para extirpar la idea, el anhelo de cambio, la libertad rebelde, la voluntad de crear un mundo diferente, todo ello encarnado en millares de hombres y mujeres que formaron el movimiento popular y revolucionario, aprisionaron, torturaron y mataron o desaparecieron sus cuerpos. Para ellos y ellas no hubo resurrección como la que nos cuentan en los relatos bíblicos. La pedagogía del terror dirigida al control social y a la sujeción al poder, en sumisión y pleitesía, recurrió ampliamente al abandono de cadáveres con señales de tortura y a la desaparición forzada. Así, por experiencia propia -pero también mediante las lecciones del poder- mi cuerpo aprendió que duele, que es débil y necesitado. También que ellos, racionalmente perversos, lo sabían y, como en todos los tiempos en las sociedades sojuzgadas, empleaban la tortura para extraer información. Empleada estratégicamente, como método de dominación social y de control político, hicieron una ciencia sobre las mil y una formas de infligir dolor y arrebatar la dignidad de las personas, desnudándolas, inmovilizándolas, aislándolas, colocándolas, en fin, en un estado de indefensión absoluta en el que fueron objeto de vejaciones innombrables con el objetivo de quebrarlas y hacerlas hablar, como las recopiladas en los llamados Manuales de Tortura, de la CIA.
La tortura y la muerte o desaparición forzada de decenas de miles de personas, como Rosario Godoy, Carlos Cuevas y su hijo, un bebé al que le arrancaron las uñas un Jueves Santo, el 4 de abril de 1985; como Julio, Héctor, Marco Antonio y muchos más, incontables, son hechos innegables que nos hablan de lo que fueron capaces un puñado de hombres actuando en nombre de intereses despreciables. Sostenido su recuerdo por nuestro amor memorioso, seguimos demandando justicia para todas las víctimas y sepultura digna para los cuerpos de nuestros desaparecidos y desaparecidas.
En aquel tiempo nunca quise morir pero, siendo realistas, las probabilidades de perder la vida eran muy altas. La intensidad y la frecuencia de las lecciones perversas del poder acerca de lo que le tenía reservado a personas como yo, que habíamos cruzado la línea invisible que nos separaba de la gente obediente, me llevó de algún modo a la certeza de que me pasarían esas cosas. No podían controlar mi pensamiento, atajar mis decisiones, impedir mis opciones ni mi insumisión –eran parte de mis derechos ciudadanos- por lo que buscarían castigarme en el cuerpo.
Así, al asumir mis opciones políticas e ideológicas en un acto personal -muy íntimo, casi imperceptible hasta para mí- como quien va a una guerra (¿acaso era otra cosa?), acepté la posibilidad de mi muerte precedida del tormento inevitable. Si me agarraban, esto sí muy racional y conscientemente, me propuse no hablar. No sé si lo habría conseguido, pero más que la muerte, más que la tortura, el gran peligro, el gran miedo, era que me quebrara y cantara diciéndoles lo que sabía, poco o mucho, que entregara a más gente, que colaborara con ellos. Mesiánicamente, pude haber creído que la muerte era necesaria y asumido el sacrificio personal como algo indispensable, el precio que había que pagar para redimir al mundo, para cambiarlo todo, para hacer un país distinto. Eso probablemente me liberó del miedo.
Socialmente, sin mayores cuestionamientos, en un complejo proceso aquí descrito esquemáticamente, que es objeto de estudio y discusión de especialistas, la muerte y la tortura pasaron a ser parte del orden natural de las cosas. Se dio una especie de institucionalización del cuerpo martirizado y despojado de vida del/la desobediente (“en algo andaba metido/a”). El terror eficazmente contribuyó al silencio y la complicidad de vastos sectores, paralizó a otros. Y, del lado de la desobediencia, todo ello iba siendo elaborado mesiánicamente en el discurso, los lemas, las canciones, los poemas.
En ese contexto, instintivamente, mi cuerpo buscó sobrevivir mientras yo, racional y tercamente, insistía en el desafío. Sobra decirlo, pero en los últimos años que estuve en mi país, junto con mi familia y con otra gente, corría peligro, vivía en una situación de riesgo permanente. Hubiese querido ser invisible. Alguien podía tomar el cuerpo en una calle, en la casa, sacarlo a rastras en medio de la noche, apenas cubierto. Podían interceptarlo y reconocerle el rostro, averiguarle el nombre, a pesar de los anteojos puestos a propósito para eludir miradas, igual que el pelo, de otro color y peinado. Mucha gente cayó de esa manera.
Esta situación me sumió en un proceso imposible. El del cuerpo anulado. El del cuerpo insensible. Anestesiado. Ilusoriamente preparado para no sufrir si lo torturan, lo violan, lo arrastran, lo sepultan mientras aún respira. Fue un trabajo paciente, en el que inconscientemente fui sumando motivos con cada nuevo mensaje terrorista.
Escenario del dolor o del goce, mi cuerpo se limitó a cumplir las funciones vitales, distanciándose de mí, que aún sabiendo a lo que me exponía, estaba dispuesta a sacrificarlo por razones que él no podía entender. Los ojos se negaron a seguir siendo míos cuando supieron que los de M. habían sido vaciados de sus órbitas; no solo dejaron de ver lo horrible, también se negaron a ver más la belleza del mundo. Las uñas dejaron de crecerme al saber que podían sacármelas. Y la piel, que de algún modo supo que sirvió innumerables veces para apagar cigarros, que se rompía con los golpes, que los balazos y los puñales le hacían agujeros, dejó morir una por una las terminales nerviosas que la hacían sensible. Dejó de sentir los cosquilleos, los roces con pétalos de flores, las espinas en los tallos de las rosas, las piedras en el suelo al caminar descalza, los pinchazos de agujas, los zapatos apretando los pies, el viento suave acariciando el rostro. Insensible, la piel se convirtió en un envoltorio sin brillo, marchitada. Y, ¿qué agregar del oído? Que no quiso saber más de la música ni de las canciones hermosas de Serrat.
Creyéndose petrificado, el cuerpo pretendió prepararse para lo peor, hasta para morir sin haber hablado aunque le convirtieran en un territorio de dolor y tormentos. Pero eso no era cierto. Seguía siendo un vulnerable pedazo de huesos y de carne, aquejado de necesidades, limitado por sus carencias. No obstante su búsqueda de la insensibilidad, basada en su cerrada negativa a experimentar estímulos externos –lo que indudablemente lo privó de mil disfrutes-, el cuerpo, mi cuerpo, seguía vivo y sensible. Por lo tanto, podía morir de sed, de hambre, de sueño, de dolor. Seguía estando en condiciones de padecer todo aquello para lo que se deseó invulnerable. Las previsiones tomadas por mi cuerpo, soberano de sí mismo, repudiándome, eran inútiles. Imaginar el dolor es una experiencia infinitamente lejana e incomparable con sentir el dolor y, aunque se blindara cerrando los poros uno a uno, el afán era estéril.
Nunca caí en sus redes, no sé qué hubiera hecho, no puedo ni siquiera suponerlo. Pero dejé de ser yo, dejé de ser esta que ahora soy de nuevo. Tentable, débil, enfermable, pequeño, hice de mi cuerpo mi trinchera. Y un día descubrí que en lugar de corazón tenía una piedra y que las numerosas muertes o desapariciones de personas amadas ya no me provocaban la misma sensación indefinible que las primeras –melancolía, tristeza, llanto callado, desolación-, sino náuseas, mal dormir y atroces dolores de cabeza. El cuerpo traicionero.
Visto a muchos años de distancia este proceso, pienso que lidié de este modo con el peligro de la tortura y la muerte, con el temor a que me sucediera lo mismo que a millares de personas entre las que se contaban mi hermana y mi hermano. Fuera de la mía, desconozco otras experiencias. No es fácil desnudar el alma. Los asuntos del dolor, los procesos personales, íntimos, las vivencias tortuosas de aquel tiempo, siguen siendo un tabú.
Más allá de lo poco que pueda dibujar con mis palabras -cortas, escasas, limitadas, si se comparan con las formas, la intensidad y la magnitud del terrorismo de Estado, profundo e insondable, indescriptible- mi país vivió una realidad en la que, repito, un puñado de hombres –pequeños demonios aborrecibles, malditos- se arrogó la atribución de decidir la muerte de decenas de miles de personas y, con ella, la facultad ilimitada de controlarlas mediante la apropiación de sus cuerpos. Ante ello, no cuestiono mi decisión. Estoy plenamente segura de que haría lo mismo si tuviera que vivirlo nuevamente; por amor a mi país y a la justicia, estuve dispuesta -junto con muchos otros/as- a dar la vida. Lo que cuestiono es si esa muerte que brotó a borbotones de las manos de ellos, sea amor o redención. Podremos elaborarla de mil formas desde las distintas culturas, religiones y expresiones artísticas, pero las muertes violentas perpetradas en Guatemala en hechos que configuran actos de genocidio, junto con la tortura y la desaparición forzada, constituyen crímenes de lesa humanidad y son imperdonables e imprescriptibles por lo que sus ejecutores intelectuales y materiales deben ser investigados, juzgados y castigados ejemplarmente. Para que nunca más…
La tortura y la muerte deliberadas o como efecto de procesos políticos, sociales y económicos inhumanos, basados en la acumulación material y no en las necesidades y derechos de las personas y el respeto a la naturaleza, siguen siendo parte del paisaje actual en el planeta. Hoy, con tanta crudeza como entonces, impera la cultura de la muerte asociada con la prevalencia del mercado. Se manifiesta en la existencia de fenómenos como el hambre, el genocidio, el abuso, las violaciones, el tráfico y la trata de mujeres y niñas/os, la explotación sexual, el feminicidio, el encarcelamiento en condiciones infrahumanas, la esclavitud y todas las prácticas dirigidas al control de las personas, fenómenos totalmente vigentes, repudiables, contra los que se debe continuar luchando incansablemente hasta conseguir su erradicación. Franz Hinkelammert lo explica en los siguientes términos:
La relación mercantil, hoy totalizada, produce distorsiones de la vida humana y la naturaleza que amenazan esta vida, y precisamente la vivimos como amenaza. Experimentamos el hecho de que el humano es un ser natural con necesidades que van más allá de simples propensiones a consumir. Satisfacer necesidades resulta ser la condición que decide sobre la vida y la muerte, mas la relación mercantil totalizadora no puede discernir entre la vida y la muerte, sino que es una gran máquina aplanadora que elimina toda vida que se ponga en el camino por el que avanza. Pasa por encima de la vida humana y la naturaleza sin ningún criterio, salvándose sólo quien logra quitarse de su paso.
Esta situación inhumana llevó al suicidio a Dimitris Christoulas, de 77 años, que escribió antes de matarse en Grecia: “Soy jubilado. No puedo vivir en estas condiciones. Me niego a buscar comida en la basura. Por eso he decidido poner fin a mi vida”.
(Pese al tiempo transcurrido, a que lo saqué a tiempo del peligro, mi cuerpo sabe o teme lo que la mente ha olvidado deliberadamente o por el paso del tiempo. La piel sabe que en algún momento alguien quiso tomarla para causarle tormentos indecibles. La espalda conserva la vivencia del estremecimiento que la recorrió cada vez que supo de otros cuerpos sufrientes, mutilados, sin vida. Los párpados cerrados guardarán para siempre las lágrimas que no fueron lloradas y en algún lugar, muy dentro de mí misma, habitan los fantasmas de todos los dolores sufridos o imaginados. Mi cuerpo guarda el terror de los días malditos, el sudor frío deslizándose por la frente y la espalda, el ahogo causado por la angustia de la persecución. Todo ello se resume en un espasmo breve, infinitesimal, plexo solárico, cuando mis ojos se abren de pronto en las noches oscuras, esos momentos sin calendarios ni relojes, en los que no sé dónde estoy ni si sigo existiendo.)
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