domingo, 4 de octubre de 2015

Se acerca el 6 de octubre



Despierto de repente. El corazón me golpea con fuerza. Algo malo sucede; dentro de mí es nuevamente 1981.

El 4 de octubre, un domingo como este hace 34 años, dolida pero resignada ante la desaparición de Emma, con Héctor (mi cuñado, asesinado a golpes concienzudamente infligidos por el glorioso en febrero de 1984) decidimos que era el momento de avisarles a mi mamá y mi papá.

La buscamos desde el 27 de septiembre, el día que no llegó a su casa. En mis adentros, estaba segura de que había caído, pero quería alguna prueba. Esta llegó cuando la reconocieron en un yip militar pese a la peluca y los anteojos oscuros que la obligaban a ponerse. Años más tarde, de su voz rota, a tropezones y omitiendo hechos –como las repetidas violaciones y otras torturas a las que la sometieron los valientes que la tuvieron prisionera- me enteré que la sacaban maniatada para que entregara gente y casas. La imagino silenciosa, compungida, poniendo la cara para que alguien la viera en medio de los custodios -uno a cada lado, otro adelante y el chofer- que, como si llevaran a una fiera, portaban ametralladoras y granadas.

“Dolida pero resignada”. Quiero detenerme en esa expresión, sobre todo en la segunda palabra, porque estar dolida es lo que procede cuando tu hermana presuntamente desapareció a manos del ejército, lo que equivalía a la tortura y a la muerte tanto para quienes se llevaban –que lo sufrían en su propio cuerpo- como para quienes quedábamos de “este lado”, marcados para siempre por la ausencia.

Entre el repertorio de emociones humanas ante la muerte o su conjetura, el dolor es lo que sentimos después de la incredulidad. Más tarde pueden llegar, quizá tumultuosamente, la rabia, la culpa y también la resignación si el fallecimiento se debe a una larga y penosa enfermedad. El contexto y las circunstancias van dictando en cierto modo nuestras reacciones. O sea, no es fácil; cualquiera que ha sufrido una pérdida puede dar clases al respecto, como intentó hacerlo un gallardo oficial de la G2 al querer comparar su sufrimiento, porque se le había muerto el perro, con el provocado por la desaparición de Marco Antonio cuando mis papás le preguntaron por su niño.

Pero, ¿resignada ante una desaparición? La muerte o la desaparición forzada habían sido convertidas en un final lógico de las vidas de las personas opositoras, desafiantes, que se atrevían a desobedecer el mandato de sumisión dictado por los militares y todo el aparato de poder. La naturalización de la sentencia de aniquilamiento de tales objetos extraños se dio en una sociedad, manipulada por el terror, “educada” para la aceptación de las peores injusticias, mediante la eficaz didáctica de la tortura inscrita en los cuerpos mutilados, a veces irreconocibles, que aparecían a las orillas de carreteras y caminos o aparecían flotando en los ríos –el Motagua teñido de sangre.

De esta forma, perversa y brutalmente malintencionada, que quienes nos “metíamos a babosadas” sufriéramos esta clase de castigo se convirtió en una institución socialmente aceptada, un hecho normal establecido en una relación causa - efecto. La desaparición forzada llegó a admitirse socialmente como un tormento merecido y hasta propiciado por las propias víctimas “mounstrificadas” por campañas ideológicas a las que se sumaban los medios, las iglesias, la escuela y demás instancias reductoras de cabezas, uniformadoras de sentimientos, controladoras de decisiones ciudadanas, que funcionaban a la par de los letales cuerpos represivos.

Por mi parte, me sumé a ese consenso al asumirlo como un riesgo igualmente normal, un gaje del oficio. En cierto modo, caí en la trampa del dar la vida por la patria; más tarde entendí que una cosa es darla en buena lid y otra, muy distinta, que te la arrebaten con la crueldad e ilegalidad de las que hicieron gala los represores.

¿Cuánta gente pensaba de esa manera?

Desciudadanizadas, las personas opositoras eran monstruos aniquilables de las peores formas o héroes y heroínas que tenían que caer “para que no cayera la esperanza”, como cantó el poeta. No eran ni unos ni otros. Desde otra perspectiva, las víctimas fueron personas a las que se les violaron sus derechos humanos, entre estos, los políticos al verse obligadas a desarrollar su actividad opositora en circunstancias altamente peligrosas debido a la persecución desatada por los cuerpos represivos. Al ser asesinadas o desaparecidas en razón de su afiliación e ideología, fueron violados sus derechos a la vida, la libertad e integridad personales, entre otros muchos.

Asumir esa visión de la vida en sociedad, sentir, pensar y aceptar que cualquier actividad política trae consigo el riesgo de perder la vida, hizo posible no solamente que las desapariciones forzadas, los asesinatos políticos y las masacres sucedieran decenas de miles de veces en Guatemala -un genocidio que sigue siendo negado oficial y socialmente de manera pasmosa- sino también asegurar la impunidad de los perpetradores.

Pero si la desaparición forzada de Emma y la de cualquiera que estuviera “metido en babosadas”, incluyéndome, era un hecho normal que probablemente sucedería tarde o temprano, lo que le hicieron a mi hermano jamás se cruzó por mi mente porque él no estaba en nada. Después de haber quemado la embajada de España con toda la gente que había adentro, los creí capaces de cualquier cosa, entre esas cosas nunca incluí la desaparición de Marco Antonio.

Inesperado, brutal, devastador, fue entonces el impacto de lo sufrido por mi hermano. Un impacto que se ha multiplicado al infinito por la circunstancia de que él era aún un niño, por la espera tan larga, por la falta de justicia, por el cínico negacionismo revictimizador de los perpetradores.

Estos días, como cada año, re – vivo lo sucedido, me indigno y renuevo mi propósito vital: si no lo encontré, si no pude regresarlo a la vida de la que fue sustraído, si no pude volver a abrazarlo y nos impidieron cuidarlo junto con mi familia, lo mínimo que exijo con todas las fuerzas de mi alma es que se le haga justicia y que nos devuelvan sus restos para sepultarlos dignamente.

Y repito, no me canso: que nunca más lleguen los militares al poder.

viernes, 2 de octubre de 2015

Cuenta regresiva




17 de septiembre

Hace 34 años, usted estaba todavía con nosotros. Atesoro los días que vivió, fueron tan pocos.

Egoísta. Ya no quisiera tener esta piedra atada al cuello, este fardo de angustia y de tristeza ceñido a la espalda.

Ojalá pudiera acompañarme de un dios justiciero y una corte de ángeles y santos para que lo hicieran más leve.

Si pudiera, invocaría a la amnesia para que me borrara de mí misma y pusiera las memorias terribles en un lugar inalcanzable.

Ya sé que no se puede. La vida es un camino que no tiene regreso y aunque el tiempo es un torrente arrasador, no voy a olvidar, no voy a desprenderme la piel ni me convertiré en otra.

Cada año me pregunto cómo ha sido el pasado. ¿Así? ¿Tan doloroso?

Y, sin embargo, todo está bien, todo está en su lugar, menos usted.

23 de septiembre

Hoy hace 21 años mi padre trascendió. “Faltan 13 días para que se cumplan 13 años” fueron algunas de sus últimas palabras. Se acercaba otro aniversario de la desaparición de su niño, Marco Antonio. Ya no quiso estar vivo para entonces.

Su partida me sigue doliendo con un sentimiento dulce, amoroso, no esta hiel amarga que destila de una llaga profunda, dolor a cielo abierto por mi hermano.

27 de septiembre

Triste, el 27 de septiembre me tomó por asalto, me invade el 6 de octubre. La rabia me circula por las venas. Confundida con la dignidad, con el amor, es la lava volcánica que me ha traído hasta hoy para seguirlo buscando y demandando justicia.

Me deslizo a las profundidades de mi alma. Desciendo a la mazmorra donde me habita el sufrimiento, estos días rompe sus ataduras y emerge con la furia y la fuerza de un volcán que despierta.

De las comisuras de mis párpados cuelgan lágrimas, gotas de agua atrapadas en una telaraña. A ratos, algo me oprime el pecho y, aunque respire como siempre, pareciera que el aire no quiere llegar a mis pulmones.

1 de octubre
A mis muertos yo sé donde encontrarlos. A veces, cuando logro hallarlos en mis sueños, puedo conversar con ellos, tomarles las manos, sonreírles, llorar.

¿Pero usted?

¿A quiénes alimentó con su cuerpo?

¿En qué flores renació su sonrisa?

¿Qué fue de sus ojos, de sus manos, de su joven corazón?

¿En dónde se apagó su mirada?

¿En qué momento?

¿Acaso está en la raíz de algún árbol, acrecentó la furia de un volcán o fue pasto de peces?

¿Navegó en algún río, inerte, con los ojos abiertos sin poder ver ya nada?

¿O nos espera bajo una costra de cemento en algún suelo cuartelario?

No lo encuentro, mi hermano, no lo encuentro ni siquiera en mis sueños. Lo sigo buscando y perdiéndome en pesadillas angustiosas, esas en las que pareciera que revivo su miedo, la tortura de no saber dónde estaba, a dónde lo arrastraron, el terror indecible de que no hubo nadie para ayudarlo y resguardarlo del dolor, nadie que lo viera y lo sintiera como un niño necesitado de protección y de cuidados.

¿Podré hallarlo algún día?

¿Llegará el momento en que alguien me diga “esto fue él”, mostrándome un examen de ADN o sosteniendo un largo fémur, entero, blanco, sacado de una fosa clandestina y yo le crea? ¿Volveré entonces a sentir la tibieza de su abrazo y su mirada chispeante? ¿Podré decirme a mí misma, con certeza absoluta, que por fin lo encontré?

Usted vive en mí porque fuimos cortados con la misma tijera, habitamos el mismo vientre, nos alimentamos de la leche y los abrazos de la misma mujer y mi sangre es la suya. Pero no es suficiente, tampoco es un consuelo y no lo siento cuando hurgo en mi alma en el lugar en que habitan todos los que se han ido.

2 de octubre

Yo desaparezco forzadamente.

Tú desapareces forzadamente.

Él desaparece forzadamente.

Nosotros, vosotros, ellas o ellos desaparecemos y desaparecen forzadamente.

Pero los seres humanos no desaparecemos. Nos morimos o nos matan y nos convertimos en tierra o en cenizas. No nos evaporamos en el aire. No nos volvemos invisibles, inalcanzables, inencontrables.

Pero sí sucedió y sigue pasando.

Entonces, los nombres de las víctimas, su humanidad, su vida, se sustituyen por un adjetivo: desaparecido, desaparecida, esa palabra invisibilizadora, evocadora de mazmorras oscuras, malolientes, plenas de dolor.



El diccionario ya recoge ese concepto:

desaparecido,da.
adjetivo/nombre masculino y femenino
Persona que se encuentra en paradero desconocido o muerta sin que se haya encontrado el cadáver; en especial debido a catástrofe, represión policial, rapto o acciones bélicas.

Al igual que mi niño, las decenas de miles de desaparecidos y desaparecidas, que fueron arrebatadas


de la vida y la muerte, que continúan sin nombre, sin tumba, sin paradero conocido, siguen siendo personas amadas, nos siguen importando, las seguimos buscando y esperando.

El adjetivo convertido en sustantivo invisibiliza realidades, borra identidades, las vuelve a desaparecer.

¿Quién es Marco Antonio Molina Theissen? Es mi hermano, es un niño, no solo un desaparecido.