martes, 22 de enero de 2013

Adolescencia (III)



En quinto magisterio conocí los poemas de Neruda en la voz ronca y monótona de doña Beatriz, nuestra profesora de Literatura Hispanoamericana. Cincuenta muchachas suspiramos con los ojos entornados escuchando los "Veinte poemas de amor y una canción desesperada" sin saber del autor ninguna otra cosa que su nombre. Su militancia política y la situación de su país no eran parte de los contenidos del programa.

Doña Graciela, la profesora de Organización Escolar, nos hacía leer sobre míticas escuelas con bibliotecas, huertos, dispensarios médicos, campos de juegos y niños y niñas bien alimentados y felices de aprender. Nada tenía que ver eso con la realidad que luego iríamos a enfrentar a las paupérrimas escuelas públicas donde nos tocaría enseñar a quienes escogimos la docencia. Ese año también cursamos las didácticas especiales de Español, Matemáticas, Estudios Sociales y Ciencias Naturales, con mi nada querida EB y otro profesor que tampoco me agradaba mucho, don Carlos, aunque debo reconocer que era muy respetuoso y dedicado. Sin embargo, nada me preparó para enseñarles a leer y escribir a mis alumnos/as cakchiqueles, monolingües, uno de los retos más grandes a los que me enfrenté en las aulas. Los pueblos indígenas estaban completamente ausentes de las aulas belemitas, literal y simbólicamente, talvez con la excusa de que el título que nos otorgarían más adelante era el de maestras de educación primaria urbana, como si las ciudades guatemaltecas no estuvieran pobladas por ellos. Por otra parte, los libros de texto de Pedagogía y Didáctica eran argentinos o españoles, es decir, totalmente ajenos a nuestras condiciones y necesidades.

Como cosa rara, dada mi torpe cerrazón para todo lo que incluyera números, me encantó la clase de Química. Nos la daba don Guillermo Reiche, un profesor alto, grueso y rubicundo. A diferencia de la Física y las Matemáticas, no tuve dificultad alguna para entender los conceptos, fórmulas, la tabla periódica –que la recitaba de la A a la Z- y demás contenidos del curso. También recibimos Música otra vez, con un nuevo profesor que sustituyó al querido don Adrián Orantes, autor de canciones infantiles muy alegres y solemnes himnos.

A los quintos nos tocaba desempeñar los cargos directivos en el Consejo de Aulas, una instancia que sustituyó las organizaciones estudiantiles, controlado por la dirección del establecimiento. No había pasado una década de las Jornadas de Marzo y Abril del 62, un levantamiento popular en el que las belemitas tuvieron una destacada participación a la par del estudiantado universitario y de secundaria de la capital, junto con el magisterio y la gente de las barriadas. Con voz furiosa, doña EB nos relató alguna vez sobre el comportamiento inapropiado de las jóvenes estudiantes. Su voz restallaba en el normalmente pacífico ámbito del aula cuando describía como las muchachas se acostaban en las calles para bloquear el tráfico e impedir el paso de la policía. Su cólera, digna quizá de mejores causas, revelaba su postura política y la de muchos de sus colegas. En ese momento, apenas se estaba saliendo de la pesadilla mortal que asoló el país entre 1966 y 1971, la segunda oleada represiva, con 18 mil muertos y desaparecidos en el centro y el oriente del país. Entonces, como ahora, guardar la memoria de la tragedia era un asunto personal. En ese contexto, nuestros días transcurrían sin muchos sobresaltos. Maestros del ocultamiento y la mentira, los militares llevaban a cabo sus acciones criminales sin estridencias que perturbaran el clima de las aulas belemitas.

De política lo único que hacía era auxiliar a P., la compañera que habíamos escogido para la presidencia del Consejo de Aulas. Ella me delegó para asistir a una reunión del Movimiento Nacional de Juventudes, una iniciativa del gobierno militar, que me dio la oportunidad de conocer a jóvenes dirigentes de otros establecimientos públicos, hombres y mujeres. Sobra decir que en los institutos y escuelas donde se estaban gestando de nueva cuenta las organizaciones estudiantiles propias y autónomas, el MNJ fue rechazado de entrada. Belén estaba aislado totalmente de esos esfuerzos de construcción de un movimiento estudiantil crítico y contestatario. Asistí a un par de reuniones, la primera en la Escuela Normal Central para Varones, cuando aún existía su viejo edificio. No hice otra cosa que presentarme y escuchar lo que las demás personas tenían que decir, entre ellas una joven enérgica que me asombró con su elocuencia, su cigarro y su firmeza al hablar sin que le temblara la voz aunque el aula estuviera repleta de muchachos. Años después volví a encontrarla en la Universidad; no me extrañó que fuera una de las principales dirigentes del movimiento estudiantil en los setentas y principios de los ochentas.

Todos los días, a la hora del recreo, corríamos para ser las primeras en llegar a las enormes raíces de los cushes y sentarnos cómodamente a tertuliar. Uno de los tantos temas de conversación era la vida privada de los inescrutables profesores y profesoras, como la que se casó una madrugada vestida de verde y llorando, que nos parecía de una chifladura galopante cuando, en mitad de una perorata sobre algún tema de su aburrido curso, abruptamente señalaba a alguna de nosotras para hacernos preguntas incómodas, relativas a novios, manoseos y asuntos relacionados. Nos burlábamos de su autoridad poniéndoles apodos divertidos y genéricamente nos referíamos a ellos y ellas como “los viejos”. Había una que otra historia sobre un profesor que pedía favores sexuales a las estudiantes que necesitaban más puntos para ganar su clase, o aquella otra de la profesora que tras haber muerto trágicamente su hija cuando estaba a punto de casarse, se había llevado al novio a vivir con ella.

Además de las leyendas sobre los túneles horadados bajo el suelo del edificio, que llevaban a todas las iglesias y ex conventos capitalinos, en esos años aún se hablaba de doña María de Sellarés, una pedagoga catalana, republicana, exilada, que asumió la dirección del Instituto en los años de la Revolución de Octubre. Reconocida promotora cultural, gracias a ella, el arte floreció en Belén, sobre todo el teatro, en un proceso que trascendió las gruesas paredes del edificio colonial y dio un nuevo impulso a esta actividad en el país. Sabiendo eso, me daba tristeza haber llegado a Belén cuando se había convertido en un árido desierto en el que las actividades artísticas y culturales estaban casi totalmente ausentes.

Sin espacio para mis inquietudes, con un Consejo de Aulas que funcionaba como un freno, otra compañera y yo buscamos hacer algo. Ya no sé si la idea fue mía o de ella, el caso es que conseguimos un espacio muy breve en la TGW, “La Voz de Guatemala”, la emisora del Estado, para transmitir un programa radial. Durante varios meses escribimos y grabamos textos sobre temas cívicos, culturales e históricos. En esa labor, nos orientaba un productor de la radio. Por varias circunstancias, para mi pesar, muy pronto se acabó el programa.

A mediados de septiembre recibimos la ceiba de parte de la promoción saliente. Alrededor del árbol nacional, recientemente plantado, se había instaurado una nueva tradición que consistía en otorgarle su custodia a las estudiantes de sexto magisterio; antes de graduarse, ellas debían pasar esa responsabilidad a las alumnas de quinto. El acto de traslado de la ceiba era un ritual como todos los que tienen la finalidad de inculcar las formalidades del patriotismo por medio de la devoción a un símbolo. Pasado esto, llegaron los exámenes finales, que logré ganar; así, terminó mi quinto magisterio. 

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2 comentarios:

  1. HERMOSO RELATO COMO TODO LO QUE ESCRIBIS QUERIDA LUCKY. ESTO SUPONGO TENDRÁ QUE ESTAR RESUMIDO EN TUS MEMORIAS QUE FORZADAMENTE DEBEN PUBLICARSE.
    MARYLENA

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