sábado, 8 de junio de 2013

En 8 Ajpú demandamos justicia

El 30 de mayo, un grupo de guatemaltecos y guatemaltecas acompañados por personas solidarias de distintas nacionalidades, entre las que por supuesto había costarricenses, nos reunimos en un plantón frente a la embajada de Guatemala. El propósito fue expresar públicamente nuestra solidaridad con el pueblo maya ixil y el descontento por la resolución ilegal de la Corte de Constitucionalidad que anuló la sentencia que condenó a ochenta años de prisión -dictada el 10 de mayo por el Tribunal A de Mayor Riesgo- al ex jefe de Estado de facto Efraín Ríos Montt.


Han pasado muchos, demasiados, años desde la última vez que salí a la calle a protestar contra las cotidianas injusticias que se viven en mi país. Sintiendo que había perdido la práctica, los días previos fueron tensos, cargados de preguntas. No sabía si los esfuerzos realizados junto a Alejandra, Julia, Rosario y Ca darían frutos.

La mañana estaba soleada y bochornosa y sobre las montañas ya empezaban a levantarse nubarrones oscuros. Lluvia segura, pensé, deseando que fallara el pronóstico meteorológico. Tenía que irnos bien. Ese jueves era 8 Ajpú en el calendario maya, un día propicio para pedir por el triunfo de las fuerzas del bien contra el mal, para servir a los demás, recordar e invocar a los abuelos y abuelas para que nos ayuden en este objetivo de lucha y pedir por la vida, la fuerza y la claridad. Sin embargo, cuando vi las figuras oscuras que nos esperaban frente a la embajada, con un agujerito en el estómago pensé que nos iban a impedir manifestar.

La embajada de Guatemala en Costa Rica está situada en una zona residencial con parques y árboles en las aceras. Entre el conjunto de casas coloridas, con jardines al frente salpicados de flores, ubicamos la sede: un edificio chato, de dos plantas, pintado de gris, todo cemento, vidrio y hierro, con una bandera azul y blanco clavada en el suelo. Al aproximarnos, conté once “elementos” de la Fuerza Pública y una patrulla que, desde un día antes, habían custodiado la embajada. ¿A qué le temía el embajador para solicitar semejante despliegue? ¿A un puñado de mujeres con flores en las manos? ¿Al ángel que despliega sus alas – huesos encontrados en una fosa común? ¿A la música? ¿A nuestras palabras y a las de lxs poetas que destilan belleza de las hondas tragedias? ¿Al dolor de quienes seguimos sufriendo la desaparición forzada de un ser amado? ¿A nuestra indignación, solidaridad y radical exigencia de verdad y justicia?

Tras un rápido diálogo con el jefe del contingente policial en el que le explicamos nuestra actitud pacífica y nuestros propósitos, despacito, cautelosamente, nos fuimos apropiando del espacio. Ningún vecino abrió la puerta ni se acercó a preguntar qué hacíamos allí y a nadie pareció molestarle que nos colocáramos al frente de sus casas, ocupáramos buena parte de la vía ni desplegáramos nuestro estandarte, el del ángel que grita que en Guatemala sí hubo genocidio. Ángel entre los árboles a cuyos troncos tuvimos que atarlo porque ponerlo más cerca de la embajada era algo así como “invasión del territorio guatemalteco”, según nos dijo una de las jefas que encabezaban a los policías.


A medida que nos aposentábamos, íbamos tomando confianza. Allí estábamos, para indignarnos juntxs, para acompañarnos y fortalecernos, para llevar nuestro mensaje. Éramos un grupo de gente citadina que no pone los pies en la calle por demasiado tiempo y que, en solitario, se deja morder el corazón y protesta día a día frente a una pantalla que recita las injusticias que se siguen perpetrando en Guatemala. No fue un sacrificio, de ninguna manera; lo menciono porque, expuesta al sol y la lluvia, la idea que llegaba con frecuencia a mi cabeza fue todo lo que debieron soportar en su huída las mujeres, hombres, niñas y niños ixiles y todas las comunidades que sobrevivieron a las matanzas. Perseguidxs durante años, quienes resistieron en el interior del país no pudieron asentarse ni cultivar en ningún lado. Al ser detectados sus precarios campamentos, eran obligados a moverse por los bombardeos de un ejército implacable que los seguía considerando “el enemigo” a exterminar. En esa huída permanente por territorios inhóspitos con climas inclementes, sufrieron frío y calor extremos, hambre y enfermedades. Muchxs murieron, sobre todo los más pequeños y las personas mayores.

A las once, con un toldo literalmente parqueado al lado de nuestro magnífico estandarte, megáfono en mano nos situamos frente al edificio. Mi madre y yo con las fotos de Marco Antonio sobre nuestros pechos, nos unimos al grupo de mujeres que enarbolábamos la imagen del “genocida suelto”. Rosario les explicó a los policías como mató el ejército –comandado por Ríos Montt y otros de su calaña- a las personas que debió proteger y, después, le dijo a la delegación diplomática porqué estábamos allí. El edificio permaneció ciego, sordo y mudo a nuestra presencia.


Don Ovidio encendió el fuego con ocote y en un pequeño incensario de Chinautla ardía el incienso saturando el ambiente con su olor delicioso. 


Ale, ataviada con una falda y una blusa confeccionadas con textiles indígenas y unas pesadas alas de madera atadas al torso, leyó los testimonios de los crímenes estatales cometidos en Quiché en 1982 – 83 que había copiado del informe Guatemala Nunca Más, de monseñor Gerardi. Después de leer cada testimonio, el pequeño ángel envolvió las flores saturadas de incienso con el papel en el que los había transcrito con su letra menuda y clara, les dio un beso y las fue entregando a quienes escuchábamos, incluyendo a los policías que para entonces nos habían rodeado.


Con el alma encogida, sintiendo como nuestro el sufrimiento de las mujeres y hombres que padecieron los horrores y el odio racista de los exterminadores, la voz de Alejandra nos trasladó a otro tiempo, a otros lugares, a una Guatemala bellísima empapada de sangre de inocentes, en donde los impunes crímenes de lesa humanidad perpetrados hace 50, 40, 30, 20 años, continúan atravesando la memoria del cuerpo y la del alma. El genocidio, los asesinatos políticos, la tortura, las desapariciones forzadas y otros crímenes de Estado siguen ocasionando un profundo dolor en las víctimas, lxs sobrevivientes y en toda la sociedad. Sin embargo esta, irreflexivamente, es incapaz de reconocer la huella de un pasado que nunca se fue, que está presente en la estela de sangre dejada por las violencias que se observan en todos los ámbitos de la vida social. Por eso, la verdad histórica, empezando por la que brotó de los labios de las testigas y testigos ixiles, debe asumirse colectivamente y convertirla en la base de la justicia. Solamente así se empezarían a sanar las heridas que permanecen abiertas al igual que los ojos de los enterrados que solo se cerrarán el día de la justicia.

Mientras Alejandra efectuaba su performance, cayeron las primeras gotas de la anunciada lluvia que se desató del pañuelo con el que intentamos amarrarla. Suave y pertinaz, sin rayos ni truenos amenazantes nos acompañó toda la tarde. Con ella, llegaron los poemas y escritos de Luis de Lión, Carolina, Fredy Leonel, Eida y otros poetas. También hubo risas, marimba, baile y canciones en el refugio improvisado en el que nos resguardábamos del agua.


Con el corazón tibio, satisfechxs, esperábamos el fin de la jornada, cuando de pronto se instaló la violencia verbal que escupieron los labios de una mujer que salió de la embajada. Cuenta Julia: “…una mujer entró y salió de la embajada dos veces. Su carro no llevaba placas diplomáticas. La primera vez [agrego, al mediodía y pasando lentamente frente a nosotros] nos tomó fotos y salió volada. La segunda se nos quedó viendo antes de subirse al carro... Llovía y yo caminé en dirección a ella; iba a invitarla al toldo, a escuchar poesía.” De pie, al lado de su vehículo, en actitud retadora dijo "no hubo genocidio". Julia la interpeló "¿esa es la versión oficial de la embajada?", a lo que replicó que la suya era "la versión de una guatemalteca que lo vivió". Julia, de nuevo interrogando, le dijo "¿quién nos explica 200 mil indígenas muertos?", a lo que ella replicó que "en todos los países hay violencia". "¿Nos conformamos entonces con ser segundos después de los nazis?". Cuando ya todo había pasado –fueron segundos- nos enteramos que entonces “la mujer se echó un rollo sobre un tío de ella que fue secuestrado por guerrilleros y, hecho prisionero en un hoyo cavado en la tierra, sólo comió bananos y que, como lo violaron, le contagiaron sida y se murió. Le dije que sentía mucho su dolor y que, por la violencia, para quienes estábamos allí era una causa para reivindicar, pero al cerrar la puerta de su carro replicó "todo por unos inditos de mierda". Entonces se la abrí y le dije "venga RACISTA y repita eso en nuestro megáfono"... Allí termino la cosa”.

Lo narrado podría minimizarse encogiendo los hombros o diciendo “hay que tomar las cosas de quién vienen”. Pero sucede que la frase de odio de la desconocida concentró en un instante la intención genocida de una sociedad brutal que ha permanecido de espaldas a una realidad insoslayable. Como el edificio de la embajada, con las ventanas veladas, ciego y sordo a nuestra presencia, consignas, canciones y poemas, los estamentos de poder, formados por gente como ella, se niegan a ver, escuchar y percibir como iguales, como seres humanos con derechos, a las personas indígenas que siguen llenando sus platos, sus bolsillos.

La incesante llovizna, a ratos imperceptible, a ratos un torrente, nos caló hasta los huesos. Así es el racismo en Guatemala, como una lluvia leve y permanente o un diluvio arrasador que empapa a los guatemaltecxs que comparten una visión de mundo construida por los sectores hegemónicos en la que los pueblos mayas son “inditos de mierda”. Esa frase, que no llegó a horadar mis oídos pero ahora, desolada, me agujerea el alma, es una muestra de este fenómeno tenaz que está en la base de las discriminaciones, la exclusión, la invisibilización y la negación de la humanidad y los derechos de los pueblos indígenas. También forma parte del discurso con el que se pretende negar y justificar el genocidio y pronunciada por labios oligárquicos –como los de la violenta desconocida- delata una postura repudiable, a la vez paternalista y de rechazo. Me resulta muy duro repetirla, pero lo hago porque hay que denunciarla.

Contra ese racismo y contra la injusticia, unas setenta personas, sobre todo mujeres, entre guatemaltecas, costarricenses y de otras nacionalidades, nos congregamos a lo largo del 8 Ajpú. Éramos demasiadas para un lluvioso día de trabajo en el que me había dicho a mí misma que bastaba con que llegáramos cinco para expresar nuestro descontento. Con nosotrxs también estuvieron lxs caídxs, lxs cercanxs y lxs que no conocimos. La calle no hubiese dado abasto para el desfile interminable de fechas y de nombres que son parte de la historia de la resistencia y la respuesta represiva y terrorista del Estado guatemalteco. Trajimos con nosotrxs la memoria amorosa de los compañeros y compañeras que dieron sus vidas generosamente con la convicción de que ese era el precio a pagar para construir un país nuevo. Son ellos/as quienes guían nuestros pasos, nuestro dolor por sus injustas muertes o desapariciones tampoco cupo enfrente de la embajada como tampoco fue suficiente el día para que cupiera en él nuestra indignación por las maniobras sucias del poder que, finalmente, logró anular una sentencia parida dificultosamente, con tres décadas de retraso y tras remontar los mil y un obstáculos de un defensa antiética e inmoral.

Con nuestra presencia en esa calle estrecha, con los ramos de flores, con toda nuestra alma, también saturamos la jornada de amor a nuestra gente, a las víctimas del genocidio del pueblo ixil y otros pueblos mayas y de todos los crímenes perpetrados por las dictaduras terroristas. Con palabras y canciones, con la música de marimba y los poemas de amor e indignación, con esperanza y rabia, con dignidad y orgullo, con dolor y alegría, con los árboles, el sol y los nubarrones cargados de lluvia, con los claveles rojos y la voz de Alejandra, con las lágrimas que no llegaron a brotar de los ojos pero que nos anudaron la garganta, con el ángel que grita, tejimos un tapiz saturado de fuego e incienso para decir que en Guatemala sí hubo genocidio y que exigimos justicia, el reconocimiento a la verdad histórica y respeto a las víctimas.

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