viernes, 3 de mayo de 2013

Guatemala Nunca Más


Es posible la paz, una paz que nace de la verdad de cada uno y de todos: Verdad dolorosa, memoria de las llagas profundas y sangrientas del país; verdad personificante y liberadora que posibilita que todo hombre y mujer se encuentre consigo y asuma su historia; verdad que a todos nos desafía para que reconozcamos la responsabilidad individual y colectiva y nos comprometamos a que esos abominables hechos no vuelvan a repetirse.

Monseñor Gerardi, 24 de abril de 1998

El lunes 27 de abril de 1998, a eso de las cuatro de la mañana, el timbre del teléfono me sacó de ese sueño delicioso de las madrugadas. Con un sobresalto -porque ¿quién te llama a esas horas para decirte algo bueno?- corrí a la sala y levanté el auricular. Era la voz de Maco. En escasos segundos había recorrido los mil doscientos kilómetros que me separan de la patria, de nuevo ensangrentada por un crimen de Estado, y estallaba en mi oído una verdad terrible: “mataron a Monse”. Monse no era otro que monseñor Juan Gerardi, coordinador de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala, el alma y el corazón del proyecto de Recuperación de la Memoria Histórica (REMHI).

Ya no supe qué más dijo Maco. Llorábamos. Aún estaba oscuro. A tientas, porque de pronto las lágrimas no me dejaron ver, busqué mi cuarto, mi cama y me derrumbé sobre la almohada agobiada por la vergüenza. Me preguntaba una y otra vez cómo era posible que tal cosa hubiera sucedido, cómo una sociedad como la mía seguía siendo incapaz de resguardar nuestro bien más valioso: la vida. No encontré las respuestas, aún no las tengo. Es la misma vergüenza y son las mismas preguntas las que ahora me hago ante la forma en que se sigue obstaculizando el proceso por genocidio contra el ex dictador Efraín Ríos Montt y el ex jefe de la G2 Mauricio Rodríguez Sánchez, ambos generales de un ejército que fue calificado como el más sanguinario del hemisferio occidental hará unos cuantos años, cuando el viento cambió de rumbo unos cuantos grados en el Departamento de Estado de los EEUU.

A Maco y a Monse los conocí en 1995, durante una breve estadía de trabajo en la ODHAG, que fue el motivo de mi regreso al país tras once años, siete meses y 25 días de exilio. Sabía poco de Monse: que había tenido que huir del Quiché en 1980 para salvar su vida; que acudió a un evento fuera de Guatemala y que al volver ni siquiera pudo bajarse del avión por lo que debió refugiarse en Costa Rica donde vivió algunos años. En el 96 volví para realizar la propuesta de trabajo formulada un año antes para la biblioteca de esta entidad. En esa ocasión, estuve allí un mes como una empleada más, sin serlo, disfrutando del frío de noviembre tras las gruesas paredes del hermoso edificio de arquitectura colonial, caminando por sus vetustos corredores y su patio central adornado de bugambilias florecidas que, sujetas a las anchas columnas, ascendían hasta el segundo piso, y de las deliciosas comidas del Mercado Central. Entonces vi de nuevo a Monse, un hombre jovial, amable, respetuoso, tal fue la impresión que dejó en mí tras un par de conversaciones que sostuve con él. En esas ocasiones, con secreta envidia me enteraba de la labor del equipo del REMHI a lo largo y ancho del país. ¡Qué no hubiera dado por ser parte de algo tan magnífico! Iniciado en 1994, ese trabajo iba viento en popa.

En 1997 fui a dar el testimonio sobre la desaparición forzada de Marco Antonio tanto al REMHI como a la CEH. Los años anteriores me había resistido, quizá no estaba preparada todavía, pero el tiempo pasó y quedaban pocos meses para hacerlo. Algo más me lo impedía: el perdón pregonado por la Iglesia Católica en su convocatoria. Perdonar lo que el ejército les hizo a mi hermano y a mi hermana es una decisión personal, muy íntima, que no tomaré nunca si no hay justicia; aún si la hubiera, tendría que pensarlo muchísimo.


Monse era un hombre feliz, siempre estaba sonriente y pleno de vida y energía y pienso que, dado su compromiso sacerdotal y humano, en buena parte eso se debía al proyecto REMHI. La labor de recolección de testimonios, su análisis y procesamiento rigurosos y la sistematización de los datos, más otra gran cantidad de acciones investigativas que enriquecieron el esfuerzo, dieron su fruto en 1998 con la publicación del informe Guatemala: Nunca Más. Su entrega se programó para el 24 de abril, en una ceremonia en la que la alta jerarquía eclesiástica iba a pedir perdón al pueblo por no haberle acompañado en su sufrimiento.

Era una petición justa. En nuestro caso, mi madre y mi padre habían suplicado inútilmente el apoyo de algunas autoridades eclesiásticas para ubicar a mi hermano, entre ellos los obispos Ríos Montt y Quezada Toruño y los arzobispos Casariego y Penados. Tristemente lo que de ellos obtuvieron no pasó de palmaditas en la cabeza, groseros “¿qué quieren?” o palabras vacías. Tal fue su decepción que cambiaron la parroquia de toda la vida por un salón evangélico donde la gente los escuchaba y lloraba a la par suya por mi hermano. La alta jerarquía –con excepciones, como la de Monse- se mostraba impotente ante estos pedidos. Por su silencio e indiferencia como institución es inevitable pensar en la complicidad de algunos de sus miembros. Es el caso del arzobispo Casariego que con absoluto cinismo les dijo a mis padres que frecuentemente había visitado en el Cuartel General al desaparecido sacerdote jesuita español Carlos Pérez Alonso, lugar en el que permanecía detenido ilegalmente desde agosto de 1981. También les dijo que se desayunaba un día a la semana con el general Lucas, entonces presidente de la república, por lo que en una segunda visita le llevaron una carta y le pidieron que se la entregara. Si lo hizo, jamás lo supieron.

Por esas razones, motivada por la trascendencia del perdón que expresaría el Arzobispo –cosa que al final no sucedió- y por la enorme importancia del informe, decidí llevar a mi mamá al acto. El lunes 20 de abril me presenté a la ODHAG y ofrecí mis servicios para lo que fuera necesario. Había mucho trabajo previo a la presentación del informe. Así, entre varias cosas, tuve en mis manos el resumen que se entregó a la prensa y me enteré de la magnitud de las revelaciones y los señalamientos tan claros y directos sobre la responsabilidad del ejército. Inmediatamente se me prendieron todas las alarmas. Eran verdades sobre los horrores recientes que nunca antes se habían dicho de esa forma ni por una institución tan poderosa como la Iglesia Católica, por lo que Ruth y yo temimos una respuesta brutal.

El 29 de diciembre de 1996 se había firmado la paz de papel, esa paz violenta y excluyente que ahora nos amenazan con romper por el juicio de genocidio. En Guatemala todavía se creía en esa paz. Nuestro temor no tenía cabida en esas nuevas circunstancias, de manera que ante las preguntas sobre la seguridad, alguien dijo que continuábamos viviendo en el pasado. Quizá, pero no estábamos solas, ellos también estaban allí.

El 24 de abril la Catedral no dio abasto para recibir a tanta gente. Era una tarde calurosa. La atmósfera estaba saturada del dulce aroma de las flores que adornaban los altares, mezclado con el que despedían los cirios al quemarse. Guatemala entera estaba representada en ese acto solemne que coronó los esfuerzos de toda una vida de Monse, un hombre pleno y feliz consagrado a la causa de la gente más necesitada, perseguida y victimizada de nuestro país. Como en toda misa, hubo oraciones y cantos, homilías, lecturas bíblicas y comuniones. El punto culminante fue la entrega del informe por parte de Monse a dos personas delegadas por cada diócesis. Mi madre tuvo el honor de recibirlo de sus manos junto con Rigoberta Menchú, en representación de la Diócesis de Guatemala. Conmovida, uní mi voz al coro inmenso que cantó “cambia, todo cambia…”. Ese era el espíritu que nos animaba a todxs lxs presentes. No había marcha atrás, no era posible, Guatemala sería otra. En el aire sentíamos la presencia de nuestros seres amados desaparecidos/as o asesinados/as.

En el patio hermoso de la ODHAG sirvieron tamales y café. Allí me confundí con centenares de personas que celebraban el final de un esfuerzo prolongado que había durado cuatro años. No había lugar para el temor, no había lugar para el pasado. El impulso nos debía llevar a la justicia, a un futuro de verdadera paz. Al día siguiente, 25, al levantarse, mi mamá me dijo que por primera vez en todos los años que llevaba  mi hermano desaparecido, lo había soñado sonriendo. La angustiosa pesadilla recurrente, en la que ella corre tras el carro en el que se llevaron a su niño, parecía quedar atrás.

Pero el pasado –que sigue siendo presente en Guatemala- alentó las intenciones mortales de acallar a Monse. De allí emergieron los hombres que vigilaron su puerta durante meses haciéndose pasar por indigentes. Del pasado vinieron los que planearon su muerte y dirigieron el operativo, los mismos que trajeron la piedra del infierno con la que destrozaron su rostro y su cabeza, igual que el "Siervo sufriente de Yahvé" al que aludió en su discurso del 24 de abril: “los relatos de los crímenes horrorosos son la actualización de la figura de "Siervo sufriente de Yahvé", encarnado en el pueblo de Guatemala: "Mirad a mi siervo –dice Isaías– muchos se espantaron de él, desfigurado no parecía hombre, no tenía aspecto humano… El soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso y herido de Dios…" (Is. 52.13–53,4)

Dos años después, el 24 de abril de 2000, en su homilía conmemorativa monseñor Julio Cabrera Ovalle, obispo de Quiché, dijo que los asesinos de Monse “no soportaron el resplandor de la verdad con que desenmascaró la injusticia. ¡Porque en Guatemala SÍ ha habido masacres!”

Así fue. Con el asesinato de Monse, el ejército y los poderes oscurantistas sentaron posición sobre los esfuerzos por develar la verdad sobre los horrores del terrorismo de Estado y cercenaron el impulso que nos llevaba a demandar justicia. Hoy, quince años después, las “semillas de vida y dignidad” sembradas por Monse y por quienes le acompañaron en ese esfuerzo, se abren paso dificultosa pero firmemente en el juicio por genocidio y en otras causas judiciales, ya concluidas o en proceso, contra los torturadores, genocidas, asesinos y desaparecedores que asolaron Guatemala. En ellos sigue presente el temor al “resplandor de la verdad” con el que Monse evidenció la injusticia. De ese miedo nacen los ataques asquerosos a su obra divulgados en pasquines repletos de mentiras y amenazas dirigidos a perpetuar su impunidad, con los que se pretende transformar en traición a la paz y divisionismo el anhelo de justicia que anima nuestras vidas.

Que mis palabras sirvan como un homenaje humilde a monseñor Gerardi en el décimo quinto aniversario de su alevoso asesinato.

Discurso de Monseñor Juan Gerardi con ocasión de la presentación del Informe REMHI
Catedral Metropolitana, 24 de abril de 1998

El proyecto REMHI ha sido un esfuerzo que se sitúa dentro de la Pastoral de los Derechos Humanos, que a su vez es parte de la Pastoral Social de la Iglesia: es una misión de servicio al hombre y a la sociedad.

Ante los temas económicos y políticos, mucha gente reacciona diciendo: "para qué se mete en esto la Iglesia". Quisieran que nos dedicáramos únicamente a los ministerios. Pero la Iglesia tiene una misión que cumplir en el ordenamiento de la sociedad, que incluye los valores éticos, morales y evangélicos. ¿Qué nos dicen los mandamientos? "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". Y precisamente hacia ese prójimo tiene que dirigir su misión la Iglesia. El Papa Juan Pablo II nos dice, hablando a los laicos: "Redescubrir la dignidad de la persona humana constituye una tarea esencial de la Iglesia". Esta también fue la labor evangelizadora de Jesús. El Señor puso la dignidad de las personas como centro del Evangelio.

El proyecto REMHI en el confluir del trabajo pastoral de la Iglesia es una denuncia, legítima, dolorosa, que debemos de escuchar con profundo respeto y espíritu solidario. Pero también es un anuncio, una alternativa para encontrar nuevos caminos de convivencia humana. Cuando emprendimos esta tarea interesaba conocer, para compartir, la verdad, reconstruir la historia de dolor y muerte, ver los móviles, entender el porqué y el cómo. Mostrar el drama humano, compartir la pena, la angustia de los miles de muertos, desaparecidos y torturados; ver la raíz de la injusticia y la ausencia de valores.

Este es un modo pastoral de hacer las cosas. Es trabajar a la luz de la fe, encontrar el rostro de Dios, la presencia del señor. En todos estos acontecimientos, es Dios quien no está hablando. Estamos llamados a reconciliar. La misión de Jesús es reconciliadora. Su presencia nos llama a ser reconciliadores en esta sociedad quebrada, tratando de ubicar víctimas y victimarios dentro de la justicia. Hay gente que murió por un ideal. Y los verdugos fueron muchas veces instrumentos. La conversión es necesaria, y nos toca abrir los espacios para estimular. No se trata de aceptar los hechos simplemente. Es menester reflexionar y recuperar los valores. Queremos contribuir a la construcción de un país distinto. Por eso recuperamos memoria del pueblo. Este camino estuvo y sigue estando lleno de riesgos, pero la construcción del Reino de Dios tiene riesgos y sólo son sus constructores aquellos que tienen fuerza para enfrentarlos.

El 23 de junio de 1994, las partes que negociaron los acuerdos de paz manifestaron su convicción del "derecho que asiste a todo el pueblo de Guatemala de conocer plenamente la verdad" sobre los acontecimientos ocurridos durante el conflicto armado, "cuyo esclarecimiento contribuirá a que no se repitan las páginas tristes y dolorosas y que se fortalezca el proceso de democratización en el país", y subrayaron que ésta es una condición indispensable para lograr la paz. Este es parte del preámbulo del Acuerdo que creó la Comisión del Esclarecimiento Histórico, que ahora también está concluyendo su importante labor.

La Iglesia se hizo eco de este anhelo y se comprometió a la búsqueda de "conocer la verdad", convencida de que, como dijo el Papa Juan Pablo II, la "verdad es la fuerza de la paz" (Jornada Mundial por la Paz, 1980). Como parte de nuestra Iglesia, asumimos responsablemente y en conjunto esta tarea de romper el silencio que durante años han mantenido miles de víctimas de la guerra, abrió la posibilidad de que hablaran y dijeran su palabra, contaran su historia de dolor y sufrimiento a fin de sentirse liberadas del peso que durante años las ha abrumado. Este ha sido esencialmente el propósito que ha animado el trabajo que durante estos tres años ha realizado el Proyecto REMHI: conocer la verdad que a todos nos hará libres (Juan 8, 32).

Nosotros, como personas de fe, descubrimos en el acuerdo del esclarecimiento histórico un llamado de Dios a nuestra misión como Iglesia: la verdad como vocación de toda la humanidad. Desde la Palabra de Dios no podemos ocultar o encubrir la realidad, no podemos tergiversar la historia ni debemos silenciar la verdad. San Pablo, hace veinte siglos, hacía una afirmación que nuestra historia reciente la ha confirmado recientemente: "Se está revelando desde el cielo la reprobación de Dios contra impiedad e injusticia humana, la de aquellos que reprimen con injusticias la verdad" (Rom, 1,18). La verdad en nuestro país ha sido torcida y acallada.

Dios se opone inflexiblemente al mal en cualquier forma que se presente. La raíz de la ruina, de las desgracias de la humanidad, nace de una oposición deliberada a la verdad, que es la realidad radical de Dios y del hombre. Y esa realidad es la que ha sido intencionalmente deformada en nuestro país a lo largo de 36 años de guerra contra la gente. De ahí que el "esclarecimiento histórico", decíamos los Obispos en la carta pastoral ¡Urge la Verdadera Paz! "no sólo es necesario, sino indispensable para que el pasado no se repita con sus graves consecuencias. Mientras no se sepa la verdad, las heridas del pasado seguirán abiertas y sin cicatrizar.

No tenemos la menor duda, como Iglesia, que el trabajo que hemos realizado en estos años ha sido una historia de gracia y de salvación, un verdadero paso hacia la paz como fruto de la injusticia, que ha ido suavemente regando semillas de vida y dignidad por todo el país, siendo gestor y partícipe el mismo pueblo sufrido. Ha sido un bello servicio de veneración a los mártires y de dignificación de las víctimas que fueron blanco de los planes de destrucción y muerte. Abrirnos a la verdad, encarar nuestra realidad personal y colectiva no es una opción que se puede aceptar o dejar, es una exigencia inapelable para todo ser humano, para toda sociedad que pretenda humanizarse y ser libre. Nos sitúa ante nuestra condición más radical como personas: somos hijos e hijas de Dios, llamados a participar de la libertad del Padre.

Años de terror y muerte han desplazado y reducido al miedo y al silencio a la mayoría de guatemaltecos. La verdad es la palabra primera, la acción seria y madura que nos posibilita romper ese ciclo de violencia y muerte, abrirnos a un futuro de esperanza y luz para todos. El trabajo de REMHI ha sido una empresa asombrosa de conocimiento, profundización y apropiación de nuestra historia personal y colectiva. Ha sido una puerta abierta para que las personas respiren y hablen en libertad, para la creación de comunidades con esperanza. Es posible la paz, una paz que nace de la verdad de cada uno y de todos: Verdad dolorosa, memoria de las llagas profundas y sangrientas del país; verdad personificante y liberadora que posibilita que todo hombre y mujer se encuentre consigo y asuma su historia; verdad que a todos nos desafía para que reconozcamos la responsabilidad individual y colectiva y nos comprometamos a que esos abominables hechos no vuelvan a repetirse.

El compromiso de este Proyecto con la gente que dio su testimonio ha sido recoger su experiencia en este Informe y apoyar globalmente las demandas de las víctimas. Pero entre las expectativas y nuestro compromiso también se encuentra la devolución de la memoria. El trabajo de búsqueda de la verdad no termina aquí, tiene que regresar a donde nació y apoyar mediante la producción de materiales, ceremonias, monumentos etc. el papel de la memoria como un instrumento de reconstrucción social.

El Papa Juan Pablo II nos dice "es preciso mantener vivo el recuerdo de lo sucedido: es un deber concreto". Lo que la Segunda Guerra Mundial significó para los europeos y para el mundo se ha podido comprender en estos 50 años transcurridos gracias a la adquisición de nuevos datos que han posibilitado un mejor conocimiento de los sufrimientos que causó (50 Aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial). Esto es lo que ha hecho el Proyecto REMHI en Guatemala.

Conocer la verdad duele pero es, sin duda, una acción altamente saludable y liberadora. Los miles de testimonios de las Víctimas, los relatos de los crímenes horrorosos son la actualización de la figura de "Siervo sufriente de Yahvé", encarnado en el pueblo de Guatemala: "Mirad a mi siervo –dice Isaías– muchos se espantaron de él, desfigurado no parecía hombre, no tenía aspecto humano… El soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso y herido de Dios…" (Is. 52.13–53,4).

La actualización y memoria de estos hechos dolorosos nos confrontan con una palabra original de nuestra fe: "Caín, ¿dónde está tu hermano Abel? No sé, contestó. ¿Soy acaso el guardián de mi hermano? Replicó Yahvé: ¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar desde el suelo hasta mí" (Gen 4, 9–10).

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