sábado, 28 de noviembre de 2015

35 noviembres sin usted



Querido Marco Antonio, amor de mi vida, amargo y duro, ausencia que corroe mis entrañas y, sin embargo, amor:

Se acerca el 30 de noviembre, una fecha agridulce en la que durante un tiempo demasiado corto festejamos su cumpleaños. Este serían 49, ¿verdad?, de una existencia muy plena y feliz si le hubieran dejado vivirla.

Quisiera celebrar sin lastres y echar el alma al vuelo porque tuve un hermano como usted, como todos los hermanos y hermanas, a quienes se les quiere porque son los nuestros. Pero, ¿a quién se recuerda en el cumpleaños de un desaparecido o desaparecida? ¿Para quién es mi abrazo? ¿A quién sigo queriendo tras los 34 años transcurridos desde que nos fuera arrebatado por el odio? ¿Celebro por trigésima quinta vez sus 14 años o los 49 del hombre que no le dejaron ser? ¿Celebro su vida o lloro una vez más por su ausencia? ¿Es una fecha feliz o es otra de esas que se me clavan en el alma cuando me acerco a mis abismos?

El 30 de noviembre es todo eso ineludiblemente. En esa fecha, en 1966, usted llegó a una familia que lo amó absoluta e incondicionalmente, de la forma en que deben ser amados todos los niñas y niñas del mundo. Guardo retazos de ese día, seguramente ventoso, soleado y fresco, como eran entonces los noviembres. Mi mamá bañándose a las cuatro de la mañana. Su amplio blusón de tela a cuadros blanco y negro con un botón grande, brillante, en el cuello. La prisa para alistar a las tres niñas y subirlas al carro de un vecino que nos dejó donde doña Julia y se la llevó a ella al “materno”, el hospital del IGSS donde nació varias semanas después de la fecha en la que era esperado (¿se negaba a venir a este mundo, a ese país donde lo hicieron víctima de uno de los crímenes más repudiables?). Después de un día o dos, el regreso a la casa, a esperarlos. Y verlo a usted por primera vez, un muñequito de carne y hueso parecido al de los juegos, excepto por el color de los ojos.

Bien recibido, bien amado, bien cuidado y consentido al inicio de su vida tan breve y durante sus años tan escasos -no llegó a cumplir los 15, al menos no con nosotros, su familia-, ese tiempo ahora se suma a los 34 de no-vida, una tortura permanente para quienes quedamos de este lado, que seguimos respirando pese a la sombra en la que se transformó cuando el tiempo de su ausencia superó al que estuvo con nosotros con el paso de los días, los años, las décadas.

Si hubiera sabido que iban a ser tan pocos, hubiera atesorado los recuerdos de cada 30 de noviembre y los de cada día que lo tuvimos con nosotros. Guardaría cada palabra dicha por usted, desde la primera hasta la última, antes de que los cobardes que se lo llevaron le sellaran la boca y lo engrilletaran al sofá. Cada gesto, cada lágrima y cada momento de alegría estarían junto con sus dientes de leche, sus dibujos, cuadernos y juguetes. Cada cosa que pasó por sus manos sería parte de esa preciosa carga.

No fue así. Esos silencios largos con los que me responde la memoria cuando la interrogo acerca de su vida me obligan a sondear bajo capas y capas de amargura y desesperanza para extraer alguna huella de su paso por mí, algún momento para endulzar este día que, como todo lo suyo, está envuelto en tristeza.

El año pasado, por primera vez en todo este tiempo, nos reunimos para su cumpleaños. Fue imposible dejar afuera la tristeza, pero logramos vernos a los ojos, decir su nombre en voz alta, cantarle el “feliz cumpleaños” y abrazarnos sin caernos a pedazos.

Este año también celebraremos su vida y nos entristecerá su no vida y, como cada día, reivindicaremos su derecho –y el nuestro- a la verdad y la justicia, que le pertenecen por entero y que siguen desaparecidas junto con sus restos.

sábado, 14 de noviembre de 2015

La Minga



“El pecado de la Minga es que era una patoja bonita”. Me lo dice casi con un gemido. Tras el gran ventanal, cae la lluvia. El mundo en este instante son él y su reminiscencia que desgrana en palabras desde su corazón palpitante, dolido. Vierte su congoja en mis oídos y por un momento siento que se aligera su carga.

Las mujeres de Sepur Zarco en el tribunal (foto de Plaza Pública)
No logro definir el color de sus ojos, pequeños espejos brillantes por las lágrimas. A duras penas las contiene cuando, de la hondura donde lo había escondido, extrae con precisión quirúrgica este recuerdo atormentado y me lo avienta a la cara con su voz entrecortada, vacilante.

La historia de la Minga la oyó de su marido, un hombrón que la amó, el padre de sus hijas, el mismo que una vez perdidas las buscó por años y años entre las multitudes, en los sueños y en las pesadillas. Sus niñas no crecieron. Ella no envejeció. Él sí, pero está vivo pese a que estuvo detenido, a que fue torturado, a que colgaron su enorme y pesado cuerpo y mientras pendía del techo o la pared –se me escapa el detalle- vio a los soldados verdeolivos hacer fila para violar a su mujer, la Minga.

Se esconde para que no mire su rostro. El bocado se me atraviesa en la garganta. Me pregunto cómo puedo comer mientras él se esfuerza por contener el llanto y dibujarme con palabras ese recuerdo horrible.

Afuera, el agua forma diminutos embalses en los que se refleja un cielo gris, sucio, que se cae a torrentes.

Cuando lo detuvieron, la Minga y sus hijas lo acompañaron al destacamento situado en Sepur Zarco, en Izabal, Guatemala. Mientras los torturadores y asesinos lo hacían pedazos, a ella, tirada en cualquier parte, la violaban y la violaban y la violaban... Al volver en sí, tendido en un camastro, oyó la voz de una de sus hijas que le pedía que ayudara a su madre rota, casi muerta.

Sus palabras no alcanzan para describirme el sufrimiento de la Minga, pero en sus ojos tristes adivino a una mujer ensangrentada, violada mil veces, marcada por el odio, destrozada por las embestidas brutales de la soldadesca que, con sus espadas desenvainadas, como miembros de un ejército catalogado como el más sanguinario del hemisferio occidental, hizo de la violencia sexual un arma de guerra y dominación de las mujeres consideradas enemigas. En eso no importa si son bonitas, feas, jóvenes, viejas, les basta con que sean mujeres.

Al cabo de veinte días, lo que aún vivía de la Minga fue muerto a tiros junto con sus niñas.

Afuera, cesó la lluvia, pero el sol aún no sale. Y cuando él se calla, yo me quedo a la orilla del río Rojquipur, donde apareció la sangre asesinada de una madre y sus hijas. Miro horrorizada a través de los ojos que las buscaron desesperadamente por años y años y años. Respiro un aire amargo, envenenado. Bajo la sombra de los árboles, quizá los mismos de entonces, quedaron los rastros de tres hermosas vidas segadas injustamente. Junto con sus huesitos y los restos de las vestimentas de Dominga, de veinte años, Anita y Hermelinda Coc, de cuatro y siete años, –maya q'eqchi's- se encontraron sus alegrías muertas, sus posibilidades idas para siempre, el terror de sus últimos días.

Ni la lluvia ni yo alcanzamos a llevarnos la tristeza de ese hombre que se atrevió a contarme este retazo de un genocidio del que aún nos falta mucho por conocer.

¿Cuántas Mingas fueron violadas y asesinadas? ¿Cuántos niños y niñas cayeron bajo el aliento helado de la muerte que les llegó temprano?

Ante la magnitud de esta tragedia miles de veces repetida, no hay alivio. Nada es suficiente. Las valerosas mujeres de Sepur Zarco solo piden lo justo. Uno mi voz a las de ellas para clamar justicia.

***

Este es el relato que se recoge en el libro “Mujeres indígenas: clamor por la justicia. Violencia sexual, conflicto armado y despojo violento de tierras", de Luz Méndez Gutiérrez y Amanda Carrera Guerra, publicado en Guatemala por el Equipo de Estudios Comunitarios y Acción Psicosocial en 2014:

El asesinato de Dominga Coc y sus hijas

La historia de Dominga Coc tuvo un fuerte impacto entre las mujeres esclavizadas en Sepur Zarco, como una amenaza constante de lo que podía ocurrirles a ellas. Dominga fue capturada en este destacamento, junto con su esposo y sus dos pequeñas hijas, Anita y Hermelinda.

En el destacamento Dominga fue violada sexualmente en forma atroz por más de 20 soldados, frente a su esposo y sus hijas.

El esposo de Dominga Coc sobrevivió y cuenta: “Yo vi con mis propios ojos como los soldados pasaron uno por uno con ella, delante de mis dos niñas. Mi esposa solo me miraba”. Luego él fue trasladado a la finca Pataxte, donde fue sometido a torturas durante 30 días. (SZ-H-01, entrevista, 17/02/12).

En el destacamento de Sepur Zarco tiempo después Dominga y sus hijas desaparecieron.

Ellas habían sido asesinadas, como se comprobó en el año 2001, cuando fueron encontrados y exhumados los restos óseos de Dominga, así como vestimenta de las niñas, junto al río Roquepur.

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Para no olvidar, para indignarnos, para unirnos a las demandas de justicia para las víctimas del genocidio, la desaparición forzada, la violencia sexual y todos los crímenes de lesa humanidad perpetrados por agentes del Estado en Guatemala, por mucho que duela hay que leer, escuchar, acompañar.

http://escolapau.uab.es/img/qcp/violencia_sexual_guerra.pdf