domingo, 30 de marzo de 2014

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Estar de paso, siempre de paso,
tal vez mañana, mañana o nunca.
El tiempo falso de los relojes
no cuenta el tiempo, cuenta la ausencia (…)

Miguel Ángel Asturias



En mi interior hay movimientos telúricos. Se mueven masas enormes de tristeza que me toman el cuerpo causándome dolores intensos, inexplicables, hasta que veo el calendario. Es marzo y, con la primavera que estalla en trinos y flores coloridas, los recuerdos se desplazan del subconsciente y suben de nuevo hasta mis pesadillas.

El 26 de marzo se cumplieron treinta años de haber abandonado mi país.

Salí y Guatemala no se cayó a pedazos, como yo. Pero la vida siguió y lo que no me mató me hizo más fuerte.

Hace treinta años era joven. La vida despuntaba en mi horizonte, creo que era valiente (hay una parte de mí que no conoce nadie, ni yo misma, quizá eso fue lo que me hizo mantenerme de pie y sobrevivir).

Sobreviví, ¿para qué? ¿Para convertirme en una planta aparentemente insensible? ¿Para vivir a medias, mutilada? Pues no. Dejé de ser y ahora soy nuevamente. Lejos, recuperé mi esencia, me inventé esta otra vida que, como un vestido de retazos o un rompecabezas de piezas que no encajan, hay días que no me queda bien. Me rehice lejos de todo lo querido hasta entonces.

Y hoy tengo una vida en un país hermoso, en paz. Hay un sol pálido colgado en mi ventana. Su luz de estrella gigantesca traspasa las oscuras nubes y me ciega. El mundo se ilumina. Las siluetas de los árboles, sus ramas y sus hojas, se dibujan con trazos delicados contra el cielo ahora plateado, ahora dorado, como encajes.

El sol es un fantasma flotando entre las nubes, humo gris que en otra época del año se desharía en lluvia. ¿Quién no ha visto la maravilla del Corazón del Cielo, esfera de oro derretido, cuando se derrama sobre el horizonte?

Y, sin embargo, pienso en Guatemala, mi amada tierra sembrada de osamentas sin nombre, semillas extrañas de las que un día nacerá un bosque de justicia, y me convierto en lágrima, en suspiro, en agua turbulenta teñida de sangre. Me desgarro. Mis entrañas se abren para parir dolores inmensos como soles oscuros.

Salí de Guatemala pero ella ha estado en mí cada segundo de los treinta años transcurridos desde el día que crucé la frontera y me llevé a mí misma, destrozada, a suelo ajeno. Huí de un país hundido en la muerte y el silencio en el que había llegado hasta el límite. El paso siguiente era mi propio fin.

Siempre sueño con volver. Quisiera estar allá en este momento en lugar de contemplar el perfil de unas montañas que no son las que enmarcaron el horizonte de mi infancia. Quisiera no haber salido nunca. Quisiera no sentir este nudo en la garganta cada vez que me fugo a esa maravilla de azules y de verdes, cada vez que te sueño, Guatemala.

Aún estoy allí, nunca me he ido. Sigo marcada por el fuego. Sigo viviendo en el futuro de un país por hacer, en esa tierra viva, tan hermosa, tan buena.

(Sueño otra vez con Marco Antonio. Mi hermano sigue desaparecido, mañana lo estará también y pasado mañana y ojalá no sea así toda mi vida).


Letanías del Desterrado

Y tú, desterrado:
Estar de paso, siempre de paso,
tener la tierra como posada,
contemplar cielos que no son nuestros,
vivir con gente que no es la nuestra,
cantar canciones que no son nuestras,
reír con risa que no es la nuestra,
estrechar manos que no son nuestras,
llorar con llanto que no es el nuestro,
tener amores que no son nuestros,
probar comida que no es la nuestra,
rezar a dioses que no son nuestros,
oír un nombre que no es el nuestro,
pensar en cosas que no son nuestras,
usar moneda que no es la nuestra,
sentir caminos que no son nuestros...

Y tú, desterrado:
Estar de paso, siempre de paso,
tenerlo todo como prestado,
besar a niños que no son nuestros,
hacerse a fuego que no es el nuestro,
oír campanas que no son nuestras,
poner la cara que no es la nuestra,
llorar por muertos que no son nuestros,
vivir la vida que no es la nuestra,
jugar a juegos que no son nuestros,
dormir en cama que no es la nuestra,
subir a torres que no son nuestras,
leer noticias, menos las nuestras,
sufrir por todos y por lo nuestro,
oír que llueve con otra lluvia
y beber agua que no es la nuestra...

Y tú, desterrado:
Estar de paso, siempre de paso,
no tener sombra, sino equipaje,
brindar en fiestas que no son nuestras
compartir lecho que no es el nuestro,
lecho y "pan nuestro" que no es el nuestro,
contar historias que no son nuestras,
cambiar de casas que no son nuestras,
hacer trabajos que no son nuestros,
andar ciudades que no la nuestra
y en hospitales que no son nuestros
cura de males que tienen cura,
alivio al menos, que no del nuestro,
que sólo sana con el regreso...

Y tú, desterrado:
Estar de paso, siempre de paso,
tal vez mañana, mañana o nunca..
El tiempo falso de los relojes
no cuenta el tiempo, cuenta la ausencia,
envejecerse cumpliendo años
que no son años sino descuentos
del almanaque que no es el nuestro,
morir en tierra que no es la nuestra,
oír que lloran sin ser los nuestros,
que otra bandera, que no es la nuestra,
cubre maderas que no son nuestras,
ataúd nuestro que no es el nuestro,
flores y cruces que no son nuestras,
dormir en tumba que no es la nuestra,
mezclarse a huesos que no son nuestros,
que al fin de cuentas, hombre sin patria
hombre sin nombre, hombre sin hombre...

Y tú, desterrado:
Estar de paso, siempre de paso,
tener la tierra como posada,
tenerlo todo como prestado,
no tener sombra sino equipaje,
tal vez mañana, mañana o nunca...

Miguel Ángel Asturias
 

domingo, 16 de marzo de 2014

El duelo dificultoso, inacabado, permanente


Este artículo tiene su antecedente en ¡Queremos a Ciani vivo!, es un intento de explicar lo que vivimos las y los familiares de las personas desaparecidas

Hoy me despertó el sonido de mi llanto por la desaparición de Marco Antonio. En el sueño, eso acababa de suceder. No era un llanto callado sino un aullido que traspasa más de la mitad de mi vida, un agujero en el alma y en el cuerpo que llevo –y que me lleva- desde hace décadas. Recrear en pesadillas que hoy, 16 de marzo de 2014, se están llevando a mi hermano para siempre, es parte de lo que me provoca ese hecho terrible, es lo que he vivido durante casi 33 años. Aunque quisiera creer que mi experiencia es única, estoy segura de que siento lo mismo que muchísima gente en Guatemala y Latinoamérica, empezando por mi propia familia, mi madre, mis hermanas.

Me levanto y veo a través de la cortina. Suelto la mirada sobre una mañana despejada. La aurora, como en las epopeyas griegas, tiñe de rosa el horizonte. El día se anuncia caluroso, pero un viento susurrante hace que me estremezca. Me acosa la duda: ¿mi madre y mis hermanas sentirán del mismo modo este dolor sepultado que a veces se desentierra en pesadillas, en tristezas rabiosas, en esas noches largas, largas, en las que no cierro los ojos?

De esto no se habla entre nosotras pero tampoco con nadie más. Es tabú. Es doloroso hacerlo y también duele lo contrario. Sin quererlo, nos ignoramos mutuamente en esta arista espinosa, quizá nos enmudece el temor a caer doblegadas por el peso de un sol oscuro y enorme y no encontrar las fuerzas para volver a levantarnos. Así, ha pasado una vida. Sobre esto he escrito muchas veces y ahora trataré de explicar de qué se trata.

A diferencia de las familias que pierden a un ser querido de modo violento o natural, en los casos de desaparición forzada el proceso psíquico de elaboración de la pérdida se desarrolla de una forma muy lenta y dificultosa, ya que hacen falta los elementos habituales del duelo: la certeza de que la persona murió; el acceso al conocimiento de las circunstancias de su fallecimiento; y, el paradero del cadáver. En consecuencia, nos está vedado desarrollar las prácticas rituales como la velación y el funeral mediante las que se recibe la respuesta social solidaria.

Esa difícil elaboración de la pérdida –que pasa por varias etapas hasta llegar a la aceptación o resignación -debida a la ausencia de la prueba de la muerte de nuestro ser querido, ni más ni menos que su propio cuerpo sin vida- hace que
Muchas personas ha(ya)n buscado en vano durante años a un allegado desaparecido. Conocemos a madres cuyos hijos han desaparecido y que, después de casi treinta años, aún siguen esperando la aparición de su hijo. Los familiares suelen resistirse a aceptar la muerte de un miembro desaparecido y, en muchos casos, sufren síntomas de duelo complicado, como imágenes intrusivas o crisis emocionales graves, o niegan los efectos de la pérdida. Como consecuencia, les suele resultar difícil efectuar las actividades habituales del trabajo y del hogar.[i]
El duelo es “la pena, el sufrimiento y el desamparo emocional causados por la muerte o la pérdida de un ser querido”. En circunstancias normales, se vive una etapa de luto en la que se dan una serie de ritos acordes con la cultura a la que pertenecemos que están marcados por nuestras creencias, religiones y costumbres; en ellos, el cuerpo de la persona fallecida ocupa el lugar preponderante. El velorio, las ceremonias religiosas, los homenajes diversos, la vestimenta, las comidas, las flores, son parte de la despedida a nuestro ser querido, también la demostración de nuestro sufrimiento, del cariño hacia él o ella y el homenaje y reconocimiento a su vida. Pero no son solamente una suerte de obligación social que nos permite recibir compañía y solidaridad, también contribuyen a que nuestra psique se empiece a acomodar ante una situación muy dura.

Cuando una persona es desaparecida de manera forzosa, no cabe ninguna ceremonia de despedida porque nuestra primera reacción es buscarla, encontrarla, devolverla a su lugar, a la casa, al seno de la familia. Es una situación profundamente inhumana para la que no se ha inventado ningún ritual de acompañamiento; es más, es tan aterradora que la respuesta social fue el aislamiento de las familias que sufrimos la desaparición de un ser querido por el miedo al “contagio”.

En este sentido, “En estudios recientes, se ha demostrado que el proceso de elaboración del duelo se vuelve particularmente difícil cuando las circunstancias de la muerte representan una amenaza para las concepciones de la persona en cuestión o cuando recibe escaso apoyo social”.

Según estudios hechos en otros países, “Muchos profesionales de la salud mental han observado que si los familiares optan por aceptar la muerte de la persona desaparecida, sienten que la están "matando"”. Exactamente eso sentí cuando decidí que no podía continuar esperando encontrar vivo a mi hermano después de una década. Si eso me había ayudado a vivir y a medio recuperarme de lo que yo llamo “mi locura”, a esas alturas ya me estaba matando y enloqueciendo, me llegué a sentir fuera de este mundo.

Otro efecto nocivo son las “fantasías de que su ser querido está viviendo en algún lugar lejano y que no vuelve a casa porque no le está permitido, o que está en prisión”. Esto lo experimentó una de nosotras la primera vez que fue a La Habana –en 2005-, donde creyó que podría encontrar a Marco Antonio porque una de las tantas “explicaciones” con las que pretendieron apaciguar los reclamos y las denuncias era que “los desaparecidos están en Cuba”.

Además, “Las personas que no cuentan con la posibilidad de llorar a su ser querido fallecido pueden no ser capaces de realizar efectivamente el duelo y pueden sufrir la detención del proceso de duelo o reacciones atípicas.” Es cierto que no se puede llorar, aún me cuesta. Llorar en aquel tiempo era hasta un problema de seguridad. Hubo que endurecerse, hacerse callos en el alma y contener las lágrimas, los gritos, los aullidos de dolor. No llorar fue parte del silencio y el aislamiento en el que sufrimos esta arrancadura del corazón.

Agregado a lo anterior, “La incredulidad continua acerca de la muerte de un ser querido impide a las personas iniciar el proceso de duelo normal e implica un riesgo elevado de duelo complicado”. Y, por si fuera poco, “Se ha observado que los familiares de personas desaparecidas tienen más ansiedad y trastornos por estrés postraumático (TEPT) que los familiares de personas fallecidas.” Entre los efectos se cuentan el “insomnio, pensamientos con imágenes de los muertos, períodos imprevisibles de ira, ansiedad, culpa del sobreviviente, paralización de emociones y retraimiento respecto de los demás. Estos síntomas son típicos del duelo crónico e irresuelto, así como del TEPT.” Sobre cada uno de ellos, podría contar tantas cosas, de lo que más he hablado en Cartas a Marco Antonio es del insomnio; la culpa definitivamente merece un capítulo aparte.

El duelo dificultoso, inacabado, permanente, el círculo abierto, el agujero en el costado, la herida sangrante, se interpretan como cuadros depresivos que, al no serlo, no reciben atención ni tratamiento eficaz ni médica ni psicológicamente.

Además de los aspectos psicológicos, hay una serie de impedimentos sociales y hasta legales que dificultan el duelo por una persona desaparecida. Las leyes del trabajo que prevén permisos por fallecimiento, no disponen lo mismo por una desaparición (mi madre tuvo que ir a trabajar al día siguiente). Y, como ya dije, los rituales de acompañamiento y solidaridad que “ayudan a la persona en duelo a entender que la vida debe continuar, así como a reintegrarse en la sociedad” son imposibles tras una desaparición forzada en contextos de persecución, terror y aislamiento social.

Pero tampoco tienen sentido tales ritos y normas de duelo y luto respecto de una desaparición forzada. A mí y a mi familia jamás se nos ocurrió vestirnos de negro por Marco Antonio ni hacer un acto religioso y, mucho menos, publicar una esquela. Fue tan brutal el golpe, tan desquiciante, que sencillamente nos cerramos a la posibilidad de su muerte. No lo buscamos nunca entre los muertos, que llegaban por montones a las morgues, ni en los botaderos de cadáveres que aparecían todos los días en cualquier parte del país. Mi madre y mi padre lo buscaron vivo; recurrieron a todos los militares que pudieron y también a sus esposas –la de Ríos Montt incluida-, parientes y amigos; hablaron con autoridades de todos los tamaños, obispos y arzobispos, con delincuentes que se acercaron a atracarlos pidiéndoles todo a cambio, hasta la vida, para devolvérselos.

Por otra parte, leyendo el artículo que he ido glosando, me enteré de que es normal “tener pensamientos intrusivos y, a veces, sentir que las visitan fuerzas sobrenaturales, sea durante el sueño, sea en vigilia”, que eso es parte del duelo crónico y del síndrome de estrés postraumático. No me da pena decir, entonces, que no puedo estar sola en mi propia casa, que me da miedo la oscuridad y que, cuando no tengo compañía, me encierro en mi cuarto y ni siquiera un temblor me sacaría de allí.

¿Qué se necesita para devolverle a esta situación horrible algún viso de humanidad? “Los familiares sólo pueden iniciar el proceso de duelo normal cuando han recibido la partida de defunción.” No tenemos la partida de defunción de Marco Antonio, pero no solo eso nos falta. Tampoco sabemos la verdad de lo ocurrido, con nombres y apellidos. No tenemos una certeza absoluta de su muerte. No hemos recuperado sus restos ni los hemos enterrado como es nuestro derecho, y también el de él. No ha habido justicia. Seguimos prisioneras en una cárcel de incertidumbre y dolor, de vacío, de duelo crónico, inacabado, quizá eterno. Por eso, el relator de tortura de la ONU consideró que “el sufrimiento que se inflige a los familiares de una persona desaparecida puede equipararse a la tortura, violación grave de los derechos humanos”[ii]. La tortura psicológica y espiritual se agrava en un contexto perverso de cinismo e impunidad caracterizado por la negación de la responsabilidad de los desaparecedores, torturadores y genocidas.

Por eso, no admitir la muerte de mi hermano sin que medie una explicación, sin saber qué le hicieron y quiénes, sin recuperar sus restos y sin que se haga justicia no es un capricho de gente estúpida que no comprende que el tiempo pasa y que para ser felices hay que perder la memoria. Mis reacciones, el trauma, todo lo vivido a lo largo de más de tres décadas son parte de la respuesta humana normal frente a hechos inhumanos y brutales.

Varias conclusiones: la mamá de Antonio Ciani no estaba loca, tampoco yo, tampoco las Madres de la Plaza de Mayo ni la mamá de Juan Luis Molina Loza, que fue internada en el hospital psiquiátrico guatemalteco después de que rompieron las cadenas con las que se había atado a las puertas del Palacio Nacional. No soy una resentida ni estoy amargada y soy fuerte y capaz de ver hacia adelante, como mi madre y mis hermanas, como las y los incontables familiares de desaparecidos/as en Guatemala y en el continente.

Pese al dificultoso duelo, que sigo elaborando, adelante lo que vi fue mi vida y la de mis hijos, logré reconstruirla y apoyarlos con todo lo que fui capaz, material e inmaterial, para que construyeran sus propias opciones. Ahora, lo que veo adelante es la justicia y un duelo pendiente cuyo cierre depende de las circunstancias. 

No obstante que la desaparición forzada sistemática y masiva es parte sustantiva de una problemática que nos atraviesa de parte a parte, que está en la base no solo de la dominación y el terror que siguen imperando en Guatemala, sino también del sufrimiento humano que se sigue viviendo en un contexto de relaciones sociales y políticas violentas y autoritarias, sigue siendo una situación ignorada. 

La desaparición forzada no se conoce socialmente, es una vivencia individual, privada, encerrada en el alma de cada persona que la sufrió en su propia carne y sangre. Tampoco ha sido suficientemente investigada por la academia y se desconoce deliberadamente por parte del poder que lo que quiere es borrarla y borrarnos, como hicieron con nuestros seres queridos/as. Por eso, y más, nuestras reacciones como familiares de personas desaparecidas han sido silenciadas, negadas y estigmatizadas.

Romper el silencio y mantener la memoria junto con la demandas de verdad y justicia es un acto de amor, un sentimiento sepultado bajo innumerables estratos de dolor que he debido exhumar en mi propia existencia. También es una postura política y ética, un acto de fortaleza y resistencia en el que racional e irracionalmente escojo no perdonar ni olvidar. Es un acto profundamente humano, que hunde sus raíces en necesidades emocionales, psíquicas y espirituales que nos hacen ser lo que somos, personas. La respuesta que obtenemos a estas demandas, describe con elocuencia cómo es nuestra sociedad.


[i] Los entrecomillados son citas de "Negación y silencio" o "reconocimiento y revelación de la información", un artículo Magriet Blaauw, Virpi Lähteenmäki publicado en la Revista Internacional de la Cruz Roja disponible en http://www.icrc.org/spa/resources/documents/misc/5ted5u.htm
[ii] Informe del Relator Especial sobre la cuestión de la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, Doc. ONU A/56/156, 3 de julio de 2001.

miércoles, 5 de marzo de 2014

Muerto de pena, indignación y soledad

Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
y consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
y más chicos,
y llegados, son iguales
los que viven por sus manos
y los ricos.

Jorge Manrique

Vida y muerte. Eros y Tanatos. Nuestro ser y estar en el mundo se mueve entre dos polos, la afirmación y la negación, la construcción y la destructividad. La vida y la muerte libran una batalla cotidiana en nuestros cuerpos, nuestro cabello está formado de materia inerte. Cada día, millones de células se acaban y renacen. Es un continuo; como el día y la noche o las dos caras de una moneda, la vida y la muerte están trenzadas en nuestras existencias individuales y sociales.

Llega un momento en que el río de nuestros días deposita sus aguas en el mar “que es el morir”, como dijo el poeta, y en Guatemala este ha dejado de ser en muchas ocasiones un hecho cotidiano que se experimenta humanamente como un acto privado y natural. En las estadísticas, quienes se mueren de amor o enfermedades se cuentan junto a quienes se acaban por el frío y el hambre causados por la violencia estructural, los/las que son asesinados a balazos como producto de la violencia delictiva o con las miles de mujeres víctimas de la letalidad del pensamiento patriarcal y machista.

En Guatemala uno se muere o lo matan de muchas maneras diferentes. Es una sociedad hecha a golpes, a pura crueldad y explotación de una partida de infrahumanos y sus bandas de sicarios, con uniforme o sin él, impulsados por la codicia, el odio, el racismo y por un cavernario pensamiento excluyente que conduce a prácticas depredadoras, al despojo y a la destructividad. Son los mismos que ya lo tienen todo en sus bolsillos y en sus cuentas bancarias, pero quieren tener más. Para sostenerse en su mínimo e ilegítimo espacio de dominación, buscan algo imposible: el control absoluto de nuestro pensamiento y la manipulación de nuestra voluntad por medio de la fuerza y el terror, el silenciamiento, el perdón y olvido y el “divide y vencerás” que sigue prevaleciendo en las iniciativas políticas populares, que son debilitadas y aniquiladas desde su propia génesis.

Pero, pese a las adversidades, sigue habiendo personas que luchan y resisten, que ponen la dignidad y la justicia por delante de los grandes y mezquinos intereses con los que se desgobierna Guatemala. Entre ellas se destacó el magistrado César Barrientos. No tuve la oportunidad de conocerlo, lo vi una vez tras una audiencia en la Corte Interamericana, pero sé muy bien que fue gracias a él que la Corte Suprema de Justicia emitió resoluciones sobre la autoejecutabilidad de las sentencias del tribunal interamericano que hicieron incuestionables jurídicamente nuestras demandas penales en más de una docena de casos. Asimismo, hizo aportes al estudio del derecho indígena y contribuciones importantísimas a su reconocimiento; se esforzó por humanizar el proceso penal y, fiel a los principios de los derechos humanos, combatió la pena de muerte. Aún así, la gente que trabajaba con él ya ni siquiera se molestaba en saludarlo.

Su partida está rodeada por su propio silencio y solo cabe la especulación respecto de lo que lo motivó a quitarse la vida. Por su trayectoria y compromiso con el fortalecimiento del Estado de Derecho, la lucha contra la corrupción en el seno del poder judicial y el impulso a los derechos humanos, particularmente de los pueblos indígenas, fue sometido a incontables presiones junto con su familia. Finalmente, su hijo fue acusado de trata y, al contrario de otros altos funcionarios/as judiciales en casos de alto impacto -como la ex presidenta de la CSJ que encubrió a su hijo, el principal sospechoso del asesinato y desaparición de Cristina Siekavizza- el magistrado Barrientos no intervino para protegerlo.

Aunque fue su mano la que accionó el arma con la que horadó su cerebro, la bala fue disparada desde una Guatemala suspendida en el tiempo, desde las profundidades de una historia que pareciera no moverse hacia ninguna parte en un país que retrocede a los abismos de los que creíamos haber salido, dominada por aquellos que históricamente se han negado a una paz auténtica, con verdad, justicia y democracia.

Esa bala llevó todo el peso del poder retrógrado que ha recurrido a acciones criminales cada vez que se siente amenazado; la pistola fue cargada por el miedo que cundió en quienes estaban cerca de él y la falta de solidaridad individual y social hacia una persona que mereció todo nuestro reconocimiento y gratitud. Su aislamiento es el mismo que Asturias describe magistralmente en “El Señor Presidente”, un retrato de nuestra alma timorata, sometida, arrodillada ante el poder.

Su muerte es triste no solo por las posibles causas de su soledad y decaimiento, sino porque favorece a los poderes fácticos que siguen obstaculizando la instauración de una auténtica democracia en Guatemala. Para ello es ineludible construir una institucionalidad de justicia sólida, independiente y apegada a la ley. Esto es una amenaza para quienes lo vieron y trataron como a un enemigo, porque se sintieron en peligro por la actuación honesta de César Barrientos como juez y magistrado, como está sucediendo con la salida abrupta y prematura de la fiscal Claudia Paz y Paz.

En fin, "es Guatemala". Mis palabras no son lo suficientemente duras ni afiladas para describir una realidad que me supera. Se me descuelga el corazón al sentir que todos nuestros esfuerzos se están yendo por las cloacas de un sistema asquerosamente corrupto, que estira la voluntad de personas como el magistrado Barrientos hasta que ya no da más. Hay tareas enormes por cumplir y el magistrado Barrientos y la fiscal Paz y Paz ya no estarán en sus puestos, por razones distintas, para seguir contribuyendo a la democratización del país.

Me duele imaginar cómo fueron sus minutos postreros, lleno de miedo, de angustia y de tristeza, de rabia, impotencia y soledad. No lo sé, como tampoco sé si pensó en su familia, en el impacto que tendría su mortal decisión sobre el endeble sistema de justicia, en el futuro que para él ya era un imposible. Talvez alzó la vista al cielo o cerró sus ojos fuertemente anticipándose a la oscuridad que iba a llenarlo. A lo mejor oyó el canto de un pájaro o contempló el vuelo de una mariposa pero no le importó, en su vida ya se había impuesto el final. Quizá un segundo antes de jalar el gatillo deseó fervientemente que ojalá más temprano que tarde se abran “las grandes alamedas por las que pase el hombre (y la mujer) libre para construir una sociedad mejor”.

No lo sé con certeza, no lo llegaré a saber nunca, pero quiero creer que, como los antiguos samuráis, César Barrientos escogió la muerte antes que el deshonor, que se privó de la vida para no arrodillarse, que su suicidio es un grito de indignación y rebeldía que acusa a quienes intentaron doblegarlo y hacer que renunciara a sus ideales, los mismos que llevados por la muerte son iguales a “los que viven por sus manos…”

Muerte sobre muerte y más muerte… Pero en medio de toda esa destrucción y ese cinismo, se abren paso la vida y la dignidad y siguen dándose los milagros de La Puya, Santa Cruz Barillas, San Rafael, San Juan Sacatepéquez, Totonicapán, Izabal, el juicio por genocidio, la sobrevivencia de las mujeres violadas, torturadas y esclavizadas del pueblo ixil y de Sepur Zarco, los medios independientes y críticos, las columnas de opinión que me levantan el espíritu, la lucha por la sobrevivencia que libran las mujeres y hombres migrantes, las defensoras y defensores de derechos humanos que levantan su voz ante tanta injusticia, los jueces y juezas incorruptibles, las contadas condenas de los desaparecedores y las personas honorables, decentes, íntegras, que han llegado a altos cargos dentro de una institucionalidad que apenas empieza a levantarse para hacer un país de verdad y no un juguete perverso en manos de unos pocos.

En estos días duros -cuando no, en Guatemala- me receto a mí misma altas dosis de resistencia para seguir creyendo que la justicia es posible. Voy a buscar la esperanza en la necesidad imperiosa de que esta se haga realidad para las decenas de millares de personas de todas las edades, sobre todo de las más humildes, que fueron victimizadas por un poder ejercido con perversidad y crueldad extremas. Me alimentaré de la dignidad de nuestros/as héroes, los hombres y las mujeres que dedicaron sus vidas a hacer del nuestro un país para todos/as, con bienestar y derechos para las mayorías, cuyos asesinatos y desapariciones forzadas siguen en la impunidad y, con los ojos abiertos, siguen clamando por justicia.

Que descanse en paz César Barrientos y que quienes coinciden con él en ética y propósitos, sigan sus pasos. Por este medio, expreso mi sentido pésame a su familia, a todos/as los/as que creemos que otra Guatemala es posible y a nuestro país que sigue yéndose para cualquier parte, menos a donde existen la paz y el respeto a la dignidad humana y a la justicia.