viernes, 30 de diciembre de 2011

Adolescencia

Un día hace más de cuarenta años, mi madre me tomó de la mano y me llevó a Belén. Muy temprano, una mañana de frío y de neblina como solían ser entonces las de enero, tomamos la camioneta 7 -unos autobuses pintados de verde y rojo- en la esquina de la 3ª.- y me enseñó el camino en la única lección que recibí sobre cómo llegar al “centro”. Para ir a Belén, debía bajarme en la 12 calle y 9ª. avenida y caminar hacia la 11 avenida. La seña era el arco del viejo edificio de Correos, en una calle que sigue siendo estrecha y levemente empinada.

El trayecto desde mi casa era largo. Entonces vivía en La Florida, un ordenado rectángulo de calles anchas que se cruzaban en ángulos perfectos formando una parrilla. De Florida solo tenía el nombre. Como millares de personas inmigrantes del interior del país, mi madre decidió irse a vivir allí, lejos de todo, con dos niñas pequeñas. Mi padre, para entonces, disfrutaba de alguno de sus varios exilios tras la caída de Arbenz. A Emma, mi madre, jovencísima y sola, le tocó decidir qué hacer. Con su título de maestra del INCA (el Instituto Normal Centro América) como único instrumento –su “machete”, como dicen en el país donde vivimos, campesino hasta hace muy poco- logró encontrar un puesto en la escuela Panamericana de niñas. De esta forma, allí fuimos a dar las tres.

El recorrido en camioneta a Belén, por una bellísima calle de San Juan bordeada de bosques y grandes extensiones baldías, siempre verdes, duraba entre cincuenta minutos y una hora. Hacia allá me enfilé todos los días del ciclo lectivo durante cinco años, en unas camionetas atestadas de gente en las que, con mis compañeras, aprendimos enfrentar a los sucios toqueteadores, señalándolos y denunciándolos en voz alta, y nos reíamos de cualquier cosa hasta casi caer al suelo, mientras pasajeras y pasajeros nos veían con caras de disgusto. Algunas veces, era yo la observadora y me juraba que nunca dejaría de reírme ni tendría ese gesto de preocupación en mi rostro. ¿Qué sabía yo de la vida adulta? Después, las innúmeras veces que me he descubierto con el ceño fruncido, recuerdo esa intención de mis 14 años.

El día que entré por primera vez al vetusto edificio del Instituto Normal Central para Señoritas “Belén”, de altos ventanales y paredes muy gruesas en su parte más antigua -que fuera el convento de las hermanas Belemitas, una orden religiosa fundada por el Hermano Pedro- me quedé fascinada con los árboles enormes plantados en sus dos patios. Los cushes, centenarios también, en cuyas raíces nos sentábamos a tertuliar en los recreos, allí están todavía, al igual que la fuente colonial en el segundo patio. Lo pude constatar hace unos años cuando fui en visita nostálgica.

Ese primer día en Belén, en la fila de la inscripción de nuevas estudiantes, conocí a I., quien llegó con su padre. No solo fuimos amigas, sino también cómplices en actos como volantear ocasionalmente los baños del Instituto y, después de graduadas, en paseos a barrancos y cementerios en los que hablábamos una mezcla de tonteras y preocupaciones. Luego, el vendaval de la vida nos llevó por rumbos diferentes y no supe más de ella, nunca. Pero hoy vi su rostro y pude escuchar su voz muy claramente, otra jugarreta de la memoria porque no logro evocar la de mi hermano, y vinieron a mí todos estos recuerdos.

Pese a su buena fama, a mil años de distancia, puedo decir, no sin tristeza, que la educación que se impartía en Belén –y en los institutos de secundaria del país- era libresca y memorística, de baja calidad. Los denominadores comunes para la mayoría de docentes, hombres y mujeres, eran la mediocridad y la apatía, además del conservadurismo político. El sistema educativo nos alejaba de nuestra realidad, mientras aprendíamos a repetir la geografía y la historia europeas (porque Asia y África no existían, al igual que Guatemala), a la vuelta de la esquina estaban la contrarrevolución del 54 y las jornadas de marzo y abril de 1962, en las que las estudiantes belemitas tuvieron una destacada participación. Curiosamente, la historia de Guatemala era impartida solamente en la escuela primaria, con una carga de nombres y fechas que se detenían en 1944. De lo otro, no se hablaba.

El paso por Belén me unió durante un corto período –a finales de los sesentas y principios de los setentas- a un grupo de adolescentes en una relación entrañable y feliz. Recuerdo con especial cariño a A., hija de un militar. Fuimos amigas cercanas en segundo, de esas que no se separan en los recreos, y luego cada una optó por otros círculos de una forma natural, sin proponérnoslo. Trabajábamos muy bien juntas y eso hacía que, en los grados más altos, a veces nos aliáramos para alguna tarea. Conocí a su familia, no así a su padre; cuando desaparecieron a mi hermano quise buscarla para pedirle ayuda, pero no me atreví a tocar la puerta de su casa cuando advertí la vigilancia.

Mi tercer año, en el 70, fue el más feliz de mi adolescencia. Estudiábamos en doble jornada; de 7:20 a 12:10 y de 14:00 a 16:10. Además, ocupábamos el único salón con dos puertas, lo que favorecía nuestras travesuras. Un día a la semana, no teníamos clases por la tarde, pero nos quedábamos para hacer desfiles de modas. Ese fue el año de las viernestinas, un acto cultural y artístico que debía ser organizado por cada sección de primero a sexto, que disfrutábamos a morir. La del tercero B, mi sección, fue la última. El profesorado, formado por lo más rancio y conservador del magisterio guatemalteco, con escasísimas excepciones, se escandalizó cuando unas compañeras llevaron a los muchachos del Central de Varones para que participaran en algún número del acto. Fue casi como poner una bomba. A gritos, fueron sacados del salón de actos para vergüenza y consternación nuestras. Las viernestinas, única actividad que era dejada en manos de las estudiantes, que amábamos por su carácter lúdico y estimulador de nuestra creatividad, fueron suspendidas para siempre.

Así de intolerante y rígido era el ambiente en el que se formaba a las jóvenes. Culturalmente, se reproducían y fortalecían los estereotipos de género por medio de las clases de educación para el hogar. Por ejemplo, teníamos que hacer un juego completo para vestir al bebé recién nacido. Tejíamos a crochet el saquito, la gorra y los escarpines; en popelina o manta, hacíamos el ombliguero, con un bordado en el centro, el babero y la camisetita. Nuestra adorable profesora de segundo, la seño Rosalía, nos comentaba que las esposas debían quedarse calladas cuando llegaba el marido con tragos; silenciosamente, sin protestas ni reclamos, había que recibirlos alegremente, llevarlos a la cama y atenderlos bien al día siguiente, como si nada hubiese pasado. La seño Clemencia, en tercero, tampoco hizo ninguna diferencia. Varios años más tarde, me di cuenta de que la seño Rosalía era la abuela de dos compañeros perseguidos y muertos en la oleada represiva del 84, que está plasmada en buena parte en el diario militar.

Tampoco recibíamos ninguna educación sobre la sexualidad, fuera de aprender las fases por las que pasaba el óvulo fecundado. Lo más que nos dijo una profesora fue que cuando saliéramos con algún muchacho había que ponerse una faja muy apretada, de modo que cuando nos venciera la irracionalidad, la dificultad material nos disuadiera de pasar a otras cosas…

Probablemente no todos los profesores y profesoras eran reaccionarios y con seguridad, muchos y muchas no compartían la orientación que se le daba a nuestra formación, pero ante una inexistente libertad de cátedra y el temor extendido en la sociedad guatemalteca, se limitaban y autocensuraban en las aulas. Una excepción, quizá, fue la del profesor Rolando, que renunció a su cátedra cuando asumió la presidencia el coronel Arana –el que arrasó el Oriente del país en los sesentas, bombardeando aldeas con napalm y tiñendo de sangre las aguas del río Motagua- y nos explicó abiertamente porqué se iba. La seño Alice, nuestra maestra auxiliar en tercer año, era sensible y cercana, respetuosa; la seño Celeste nos enseñaba bailes mexicanos; y, la seño Grace, la profesora de Artes Plásticas, siempre nos alegraba el día.

Las matemáticas y la física fueron mi talón de Aquiles, pero, en general, fui una estudiante mediocre en un medio poco exigente y aún menos estimulante. Debo confesar que durante esos años me regí por la ley del menor esfuerzo. Por mis desastrosas notas en matemáticas iba arrastrando la asignatura de segundo, al igual que la mayoría de mis compañeras, en lo que se llamaba llevar una “retrasada” o “retranca”. Eso significaba que si no ganábamos el examen de septiembre (ya nos habían aplazado en el de febrero), perdíamos tercero porque no podíamos acudir a los finales del grado que estábamos cursando. Ante esto, la querida seño Alice nos propuso tomar clases de refuerzo con el mejor recurso audiovisual creado para muchachas quinceañeras: un estudiante de ingeniería, que para horror de muchas profesoras no solo era hombre sino también de buen ver.

Todas las tardes, durante varios meses, con una sonrisa, el joven e improvisado profesor, recibía la tarea pulcramente hecha por un grupo de niñas que se peleaban por ser la primera en entregársela. Todas queríamos pasar a la pizarra e, increíble pero cierto, con él y el Álgebra de Baldor, aprendimos lo que nunca pudimos con el profesor R. Entre la comprensión de la factorización y las ecuaciones de primero y segundo grados y nosotras, se interpusieron su pelo grasiento, su traje arrugado, el chicle eterno, la camisa de la semana y un trato absolutamente desinteresado, indiferente, hacia nosotras, como si no fueran seres humanos los que tenía enfrente.

En el examen de septiembre saqué un 85, me pellizcaba para saber que no era un sueño. También logré pasar limpia las clases de tercero y me juré a mí misma, antes se lo había prometido a mi madre, para quien yo era “su esperanza”, que no volvería a perder un solo curso.

Mi feliz tercero incluyó las clases de mecanografía en la Academia Nacional, situada a unas doce cuadras de Belén. En alegre parvada, caminábamos hasta allí todas las tardes y practicábamos con el método –un cuaderno de prácticas- en viejísimas máquinas de escribir. Mientras lo hacíamos, llevábamos el ritmo del tecleo con piezas de Mozart, sin saberlo. Así de pobre era nuestra educación musical, otra de mis pesadillas.
Las lecciones de solfeo eran una tortura, además china, porque no entendía absolutamente nada. El profesor de Música era don Oscarito, un diminutivo que no alcanzaba a rodear la circunferencia de su cintura ni la magnitud de su engolosinamiento por las chicas más guapas. En segundo, Rosalinda y Aída; en tercero, Alma Rosa y las dos María Elenas. Sin disimulo alguno, se acercaba a saludarlas hasta sus escritorios, viejísimos y apolillados, de aquellos de mesa y silla en una sola pieza que he vuelto a ver en las películas europeas de los años cuarenta. Al resto de la clase le dedicaba un desganado “buenos días, señoritas”, mientras se inclinaba sonriente, con los ojos chispeantes escondidos en los pliegues de grasa de su rostro, a besar la mano de alguna de sus hermosas preferidas.

Siempre me ha gustado cantar, pero no tengo oído; por eso, los exámenes de solfeo eran para mí algo así como cruzar el océano a nado. En grupos de ocho, con El solfeo de los solfeos abierto en la mano izquierda, mientras llevábamos el compás con la derecha, había que cantar el ejercicio que él nos señalara. Yo tenía asegurado un cero. De nada me valía mover los labios, haciendo como que cantaba, porque don Oscarito acercaba su oído a cada una y me pescaba en el intento de fraude. Al final, logré ganar su clase con trabajos escritos y memorizando las lecciones, gracias a la elaboración de una tira de papel muy larga en la que escribí los contenidos con letra diminuta, que el terror a ser descubierta me impidió sacar a la hora del examen. Entonces descubrí que mi memoria era motriz y hacer resúmenes y esquemas me ayudó a pasar exámenes de allí en adelante.

Don Oscarito se jubiló y murió cuando yo estaba en quinto magisterio. En un acceso de devoción, fui con otras compañeras a la funeraria, a despedirme. Al acercarme al féretro, me asombró ver su cuerpo reducido a la nada. Su descomunal circunferencia abdominal, sus mofletes y su generosa papada habían sido devorados por el cáncer. Me resultaron irreconocibles su rostro huesudo, su nariz afilada y sus manos enflaquecidas cruzadas sobre el pecho. Allí me enteré de que había sido músico de la Sinfónica. Aún me sé las canciones tristes que nos enseñó, algunas de su autoría.

Los partidos de basket ball en el Gimnasio Nacional, a cuyas instalaciones nos trasladábamos para apoyar a nuestro equipo y al del Central contra sus rivales de siempre –el INCA y la Normal- eran parte de la agenda extracurricular. Pero si la Normal o el Central se enfrentaban a los niñitos del Javier, hacíamos causa común con los institutos públicos y nos desgañitábamos haciéndoles porras. No pocas veces los partidos terminaron en zafarranchos entre los adversarios y sus respectivas barras, con policía incluida, de los que nos alejábamos apresuradamente. Cualquier cosa era un buen pretexto para que los juegos se convirtieran en lo que en las páginas de sucesos se denominaba “riña tumultuosa”.

Jugarle la vuelta a la seño Marta y sus tijeras, con las que nos deshacía los ruedos para no dejar ver las piernas de las niñas en plena época de la minifalda, fue un deporte durante unos cuantos meses. Dos dedos por debajo de las rodillas era la norma, que transgredíamos alevosamente con una cuarta o más arriba. Lo que hacíamos era dar la vuelta para entrar por la once avenida, evadiendo su vigilancia en el portón de la décima. Al fin, a alguna se le ocurrió que lo mejor era enrollarnos la falda en la cintura y, antes de entrar, nos soltábamos el cincho y nos la bajábamos a la altura establecida por algún dios furioso que nos podría hundir en el infierno por enseñar lo que estaba prohibido. A partir de esa iluminación, tuvimos la fiesta en paz y la seño Marta y sus tijeras pudieron descansar, confiadas en que iríamos derechitas al cielo de las faldas largas; mientras tanto, nosotras reíamos a mandíbula batiente de nuestras estrafalarias figuras. Al salir del Instituto, la operación era a la inversa: las pretinas nuevamente se enrollaban y nuestras carnes juveniles se exponían al sol y a las miradas lascivas o escandalizadas de señores y señoras. No lo sabía entonces, pero mientras jugábamos al gato y al ratón con la seño Marta, que vestía de negro todos los días del mundo, respirábamos el aire en una sociedad conservadora e hipócrita que elegía criminales para presidentes y aplaudía cuando la policía le cortaba el pelo a los muchachos y les ponía sellos a las jóvenes en la piel, marcándolas, tal como lo hacía con todo lo distinto.

Al terminar el tercero básico, me tocó escoger lo que iba a seguir estudiando. A esa edad, casi 16 años, no estaba en capacidad de decidir lo que iba a hacer con mi vida; creo que nadie lo está, aunque tuve compañeras muy determinadas que quizá tuvieron otras condiciones y supieron lo que querían sin mucho titubeo. En cambio, yo quería una cosa hoy y otra muy distinta mañana. Pero ya no eran los tiempos en los que, cuando era niña, podía seguir soñando; como cuando quise ser bailarina, otra cosa que me encanta, o tripulante de una nave espacial, muy a tono con “Perdidos en el espacio”, que llegó con la tele a mi casa cuando tenía once años. Entre los quince y los 18 quise ser pediatra, pero aún ahora se me aflojan las piernas si veo sangre y mis hijos aprendieron a curarse los rasguños solitos.

No eran muchas las opciones. El bachillerato estaba totalmente descartado; para empezar, en ningún establecimiento público era impartido a mujeres; las bachilleres, cuyo único camino a seguir era la universidad, que tenían segura, estudiaban en colegios privados. Ni una cosa –el bachillerato- ni la otra –la universidad- estaban al alcance de mis padres, que con muchas estrecheces mantenían un hogar con tres hijas y un hijo. Lo que escogiera debía llevarme al mercado laboral a los 18 años. La de secretariado comercial estaba desechada de entrada; no quería trabajo de escritorio ni un jefe dándome órdenes por el resto de mi vida. Secretaria bilingüe, también descartada, eso también se estudiaba en colegios de pago. Contadora privada, jamás, porque hubiese significado trabajar con mi papá de quien, por el contrario, quería alejarme cuanto pudiera y lo más pronto. Sin embargo, me encantaba la contabilidad, tan limpia y ordenada. Entonces, maestra de primaria, no de educación física, ni del hogar ni párvulos, lo cual implicaba cambiarme de instituto; la inercia y la comodidad me hacían inclinarme por seguir en Belén.

No era, pues, una decisión tomada por amor al plantel, sino muy práctica. Tampoco tenía vocación de maestra. Fue así como decidí ser maestra de escuela. La vocación y el amor a la profesión llegaron después del título. Años más tarde, bajo la feroz persecución de la que fui objeto junto con mi familia, debí abandonar la escuela con el corazón roto.

(Continuará)

miércoles, 28 de diciembre de 2011

Día de los Santos Inocentes


El 28 de diciembre de 1981 me puse la única borrachera digna de ese nombre en toda mi vida. Había transcurrido muy poco tiempo, menos de tres meses, desde la captura ilegal y desaparición de Marco Antonio. Junto con mi hermana Emma, aisladas, habíamos pasado una Navidad de la que lo único que recuerdo es que durante la cohetería de la medianoche del 24 de diciembre, apreté los párpados para que no dejaran escapar las lágrimas y deseé verlo nuevamente, fantaseando con que en medio del alboroto de la hora él pudiera escapar de sus captores.

Ese mediodía empezamos a tomar vino durante el almuerzo. La señora de la casa, doña Tonita, nos consentía con comida sabrosa y sacó una botella de Rioja para acompañar el postre. Al terminar con ella, de algún lado salió otra de whisky. Sigilosamente fui a traer hielo y continuamos bebiendo. Al principio, este par de borrachas inexpertas arreglábamos los tragos y comíamos algo, fingiendo una alegre celebración. En la medida en que el licor fue bajando su nivel, llenábamos los vasos hasta el tope y los vaciábamos en un segundo, sin mayores trámites.

Mientras empinábamos el codo con empeño, tratábamos, quizá, de ignorar en qué se había convertido nuestra existencia. Nada sabíamos del juego terrible, despiadado, del coronel G.C., un sobrino de mi padre, que durante semanas estuvo engañándolo con que iba a devolverle a Marco Antonio. Con alevosía y crueldad, endulzaba los oídos de mi madre diciéndole que le comprara los regalos de Navidad y que lo matriculara en el Técnico Vocacional, que era el Instituto en el que mi hermano quería seguir estudiando. Su particular obsequio ese fin de año fue no aparecer en la última cita y mandar a su esposa a decirles que no volvieran, que no podía hacer nada. Para hacer más creíble el asunto, la obediente señora les comentó con dramatismo que G. había enfermado por algo que le habían dicho los hombres misteriosos con los que supuestamente estaba negociando la devolución de mi hermano. Nunca supimos qué era eso tan terrible, pero el veneno se quedó en mi cabeza y me hacía imaginar cosas espantosas.

En la cama, con Emma al lado, traspuesta, yo veía una película de marcianos en una vieja tele en blanco y negro. Para mi etílico espeluznamiento, ellos se metían a las mentes de los seres humanos precisamente por medio de la tele. Aterrorizada, no despegaba los ojos de la pantalla, pendiente del instante en el que se aparecerían en el cuarto.

En algún momento también me dormí. No sé a qué horas me quité la ropa y me puse un camisón. Luego, tampoco sé cuándo, me lo cambié por una pashama que me puse con los botones para atrás. El cuarto daba vueltas encima de mi cabeza, se me olvidaron los marcianos. Me pregunto qué clase de embriaguez tendría, que en el piso de baldosas de cemento pintadas con una especie de volutas en tonos de gris, había una elegante y ruidosa fiesta en Nueva York.

Aún en mi atolondramiento, estaba un poquito asustada. Una diminuta porción de mi cerebro –que se mantenía vigilante, racional- me advertía que me podía ir de la lengua y romper el silencio acordado con mi familia sobre lo que le había sucedido a Marco Antonio, algo de lo que mi hermana no tenía ni la menor idea. El temor era que ella, al saberlo, quisiera entregarse al ejército para que lo liberaran.

Ya a esa altura, había tenido que tomarme un Alka-Seltzer con soda y limón para mitigar la náusea. Conservo con nitidez la imagen del vaso a la luz de la lámpara de la mesa de noche; por los efectos del alcohol, me pareció hermosísimo el espectáculo de la tableta disolviéndose en el agua mineral, liberando burbujas de plata. En lo que me pareció una eternidad, esta desapareció frente a mis ojos mientras yo repetía el lema del anuncio de la Lupe Vueltas: “yo creo en Alka-Seltzer”. También había empapado las almohadas porque le había echado a Emma un pichel de limonada en la cabeza; eso lo hice para, según yo, devolverla a la realidad cuando despertó llamando a Julio, su novio, quien había sido asesinado en marzo del 80. Con su muerte, a manos de los esbirros gobiernistas, junto con dos compañeros más del Honorable Comité de Huelga de Dolores, se inició la embestida represiva que asoló la Universidad de San Carlos cobrando la vida de decenas de profesores/as, funcionarios/as y estudiantes.

Esa noche loca, la realidad a la que yo quería devolver a Emma era tan atroz como mis fantasías sobre Marco Antonio. Perseguidas, debimos escondernos por un tiempo en la casa de una pareja, perseguida también, de ex sindicalistas de los años cincuentas. Ambos fueron desaparecidos unos años más tarde. Echada de la casa, nuestra familia debió recurrir al apoyo, cada vez más escaso, de familiares y amistades. No pocas veces, aún bajo la lluvia, mi madre y mi padre recibieron un portazo en la cara acompañado de una andanada de reclamos y debieron dormir en cualquier parte. No culpo a quienes hicieron eso. El terror se extendía como el fuego en un seco pastizal. Nosotros, tocados por un hecho brutal como la desaparición forzada de nuestro niño, éramos portadores de una marca invisible que nos separaba de la gente “normal”, para la que nuestra sola presencia invocaba la muerte y la desaparición forzada. El temor al “contagio” del virus de la persecución, nos hacía indignos hasta de la compasión de nuestros semejantes insensibilizados por el miedo, una experiencia vivida en silencio, aislamiento, soledad y rechazo, al igual que decenas de miles de familias.

A todo esto, el whisky y el vino siguieron haciendo estragos. Cuando ya me había pasado el malestar, me dispuse a dormir. Le di vuelta a la pashama y puse algo encima de la almohada para cubrir la parte mojada. En eso, Emma se despertó con un malestar terrible que la hizo correr al baño toda la madrugada, por lo que tuve que meterle a la fuerza el mágico remedio para contener las náuseas. Ya lúcida, me di cuenta de que había podido mantener el secreto pese a la descomunal matraca que me puse ese Día de los Santos Inocentes.

La risa es la mejor medicina para la vergüenza. A la mañana siguiente, cuando nos despertamos, yo miraba al techo mientras me preguntaba si habría un lugar dónde meterme después de semejante cosa, pero cuando se encontraron nuestras miradas, el estallido de risa rompió el silencio espeso del que estábamos rodeadas.

El año siguiente, 1982, estaba ya muy cerca. Enero se llevó a mi hermana a México dejándome muy sola, sin el sostén que nos da suponer que sostenemos a alguien. Fue difícil encontrar un lugar en el mundo. En esos días, el esfuerzo diario era sobrevivir al dolor. Eso me había propuesto poco después del 6 de octubre, cuando me prometí a mí misma soportarlo durante todo un año creyendo firmemente que, si podía lograrlo, podría vivir toda la vida.

Jamás volví a beber tanto. Para alegre jolgorio de mis hijos, media cerveza es suficiente para que me maree.

viernes, 23 de diciembre de 2011

La primera Navidad en el exilio


En recuerdo de M., quien murió hace unos años siendo aún muy joven, 
que nos dio albergue, apoyo y mucha alegría.

Pollo al vino y un postre mexicano muy parecido a las torrejas chapinas, llamado capirotada, también hecho a base de pan y jarabe de panela condimentado con especias, aderezado con queso, nueces y pasas, fue el menú de la primera Nochebuena vivida en el exilio, hace ya veintimuchos años. El pollo al vino lo había cocinado yo siguiendo una receta encontrada en alguna revista que me había caído en las manos. La capirotada la habían hecho “Las Carpinteras”, dos queridas amigas, ambas ex monjas que se ganaban la vida remozando el mobiliario de las iglesias, de allí el apelativo. Un día antes, en la casa de A., quebramos una piñata, siguiendo el modo mexicano. Era una olla de barro adornada con siete picos de cartón que simbolizan los siete pecados capitales, todo ello forrado con papel de colores cortado en flecos. Adentro, además de dulces, la piñata tenía jocotes (en mexicano, tejocotes), naranjas, maní y trozos de caña de azúcar. Fue una Navidad extraña, sin el estallido de los cohetillos, sin olor a pino y manzanilla, sin tamales, sin la familia, lejos de todo lo que me era necesario y querido.

La comida de Nochebuena fue en la vecindad donde vivían mi hermana Emma, su hija Natalia y, en esos días, su compañero, con M., la hermana de nuestro cuñado H., su esposo P. y el hijo de ambos, de unos cuatro años. H. había sido asesinado en Guatemala, en febrero de ese año. Un compañero que logró salir vivo de algo tan ilegal como las prisiones militares, contó que lo había visto con vida en el Agrupamiento Táctico de la Fuerza Aérea Guatemalteca, una rama del ejército, donde los tuvieron en cautiverio. Su muerte, la de un hombre íntegro, amante de su familia y de su tierra para la que quiso un cambio que acabara con la injusticia, fue la señal dolorosísima de que ya no podíamos continuar viviendo en Guatemala. Así, las dos familias logramos escapar de nuestros perseguidores y nos dispersamos por todo el continente; yo fui a dar a México, con mi hijo mayor.

No sé cómo pudimos colocar una mesa y sentar a tanta gente esa Nochebuena en un sitio tan diminuto, como ese donde vivíamos. El apartamento –que estaba en la colonia Martín Carrera, cercana a la basílica de la Virgen de Guadalupe- constaba de dos estancias que sumaban no más de 15 metros cuadrados, con una cama litera en cada una. Un estrecho pasillo que no llevaba a ningún lado, era la “cocina”; allí cabían la estufa, un armario y una persona de pie rozando el trasero contra la pared encalada; siempre se me manchaba de blanco cuando me tocaba hacer comida. Un patiecito descubierto, donde estaban la pila y el baño –donde nos bañábamos con agua muy helada- al lado de la entrada, complementaba el espacio que nos albergó.

Durante el día, la estancia menos chica era también el comedor y la sala de entretenimiento, porque allí estaban la mesa con sus sillas y un televisor pequeño, blanco y negro, el centro de poder. Por la noche, todo se amontonaba sobre la mesa y de algún lado salían los colchones. Yo preferí dormir en el suelo con mi niño durante los pocos días de noviembre que me arrimé a esa casa buscando un techo que nos cubriera. Fue justo entonces cuando el hacinamiento se hizo más grande con la visita de un hermano de P., que había llegado desde Guatemala de visita, y la estadía de S., que estaba a punto de dar a luz a su hijo y necesitaba que alguien la acompañara al hospital cuando llegara el momento.

Con el aumento de la densidad poblacional se incrementó la pesadez en el ambiente; no se podía extender la mano sin rozar a alguien. Pero no nos quejábamos; solidariamente tratábamos de hacernos la vida más llevadera, compartiéndolo todo, no solo nuestras necesidades y miserias.

Esa primera Navidad, perdidos en una de las ciudades más grandes del mundo, en medio de la estrechez en la que vivíamos, teníamos mucho que celebrar. Sentados alrededor de la mesa, compartimos no solo la comida, también la alegría por los nacimientos de la bebita de M. y P. y el niño de S., y nos congratulamos de seguir con vida. Con cada bocado y cada abrazo nos dimos apoyo, compañía, cariño, solidaridad y esperanza, pese a todo.

A la medianoche, alzamos nuestras tazas -a copas, no llegábamos- y, con Guatemala atravesada en la garganta junto con todo y con todos los que habíamos dejado atrás, incluyendo a H. y Marco Antonio, brindamos por la vida.

sábado, 17 de diciembre de 2011

Mi corazón se quedó llorando bajo un árbol

Hace casi dos años, en un viaje alucinante a "la patria" en el que pasé de La Verbena -en el inicio de las exhumaciones realizadas por la FAFG- a las llanuras peteneras, estuve con los y las sobrevivientes de la masacre de Dos Erres. Fugazmente me asomé al pozo de dolor que llevan en sus almas y admiré más a Aura Elena Farfán por su lucha incansable y a quienes le han acompañado en la búsqueda de justicia. Este retazo de mi vida regresó con la noticia del acto de perdón realizado por el Estado en cumplimiento de la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que, como en el caso de mi hermano Marco Antonio, ordenó medidas de reparación que incluyen la investigación, el juicio y el castigo a los responsables. En Dos Erres se han dado pasos de gigante, gracias al esfuerzo de Aura Elena y el abogado, que impulsaron la demanda pacientemente, y un Ministerio Público que está al mando de una mujer valerosa e íntegra. 

Lo que escuché esa vez se quedó anudado en mi garganta y sigue dando vueltas en mi sangre. Aquí comparto esa vivencia triste, como tantas otras de las que está plagada nuestra existencia como sociedad, junto con el reclamo incandescente de justicia y verdad para todas las víctimas del genocidio político y étnico que asoló Guatemala. Con estas palabras, traté de exorcizar a los demonios que tomaron mi espíritu después de escuchar algo que ya había leído sobre esta matanza terrible, despiadada, que en las voces de las víctimas humildes y sencillas se convierte en lamento. Estos hechos son parte de la verdad histórica que con tanto odio se empeñan en negar los asesinos, los autores intelectuales y sus encubridores y cómplices de siempre. 

Mi corazón se quedó llorando bajo un árbol...

... en El Petén, con las mujeres y los hombres de Dos Erres: las madres, padres, hermanos, hermanas, viudas, hijos, hijas, abuelas, abuelos, todos los familiares de quienes fueron echados quizá aún vivos al pozo donde fueron rematados con granadas. Todos se reunieron un sábado para informarse y decidir sobre la disposición de la Corte Interamericana de Derechos Humanos de exhumar e identificar los restos de la víctimas, entre otras medidas de reparación dictadas en su reciente sentencia. Y allí estuve, uniendo dolor y fortaleza con gente de la más humilde de nuestro país, admirable por la persistencia, el valor y la dignidad que han demostrado al llevar adelante el proceso judicial interno, hasta ahora infructuoso, y otro -más efectivo- en el ámbito interamericano. En este, han sido acompañados por más gente, admirable y valerosa también: abogados, abogadas y defensores de derechos humanos, como Aura Elena Farfán, que ha caminado con Dos Erres llevando a su hermano al lado.

Escuché al hijo del hombre que era dueño del pozo decir "yo quiero saber si allí está mi papá", con una determinación y un coraje que no minan los casi 28 años transcurridos desde la masacre. También a una mujer angustiada que contó que los suyos, sus muertos, no estaban en ese lugar, sino en un potrero donde fueron abandonados por los criminales en un promontorio de cadáveres que nadie se atrevió a tocar. En el llano petenero, los cuerpos dejaron de ser cuerpos y se volvieron huesos que devoró el infierno de las rozas, una y otra vez hasta que se confundieron con la tierra donde no crece nada, solo hay polvo y cenizas, tierra mezclada con lo que fueron los 6240 huesos de treinta personas que eran alguien para la gente que llegó esa tarde a Las Cruces.

85 años me contemplaron desde el rostro curtido de una mujer que, con la voz muy firme, me dijo que en Dos Erres perdió a su hija, siete nietos y nietas y dos yernos. A seis más los habían matado antes, uno a uno, entre los sesenta y los ochenta. "Dieciséis de mi sangre ya no existen". Ella tiene un Dios enorme que alcanza a bendecirme desde su mano alzada, a mí, que alguna vez creí que era la que más había sufrido en este mundo. 

También pude escuchar a otra mujer, abuela de otros muertos, madre huérfana de hijos asesinados, que perdió a 16 en la matanza. Y a una hija que tenía año y medio cuando murió su madre de tres infartos al enterarse que habían asesinado a su padre y su hermano, un niño de once años. "A mí me crió mi abuela", me dijo cuando estaba en la fila para dar su adn.

Salí de la reunión y me fui a un cementerio muy alegre, el de Las Cruces, lleno de tumbas de todos los colores, decoradas con guirnaldas de plástico aún más coloridas. En una porción del camposanto, cercada por un muro, acompañados por un pozo que recrea el del parcelamiento, aquel que se tragó a los muertos, se guardan los restos de la gente que fue exhumada en 1995. También allí hay guirnaldas de colores, flores plásticas y en la base de una cruz muy alta, de cemento, una placa de mármol que contiene la letanía de los nombres. En este cementerio y en los llanos peteneros, por donde pasó el fuego de la muerte, las víctimas de las Dos Erres y sus sobrevivientes, aguardan la justicia.